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SIETE VIDAS DE GATO

16 de setiembre de 1965.

– Doctor, he venido a verle porque soy el hombre más rico del mundo.

– ¿De veras?… Créame que me alegra, señor Yannakopoulos. Pero, de todos modos…

– Estoy seguro, doctor. Lo han dicho mis computadores electrónicos, y usted sabe que los computadores nunca se equivocan.

– No me refería a eso… Quería decirle únicamente que la riqueza no es aún una enfermedad, así que no sé qué tiene que ver conmigo…

– La riqueza, no. Mi cáncer, sí…

– Tiene usted cáncer, entonces. ¡En fin!… Puede no ser…

– Estoy seguro, doctor. Un adenocarcinoma renal en estado muy avanzado. Inoperable. Aquí tiene usted: análisis, biopsias y radiografías. He convencido a los médicos que me trataban y me han dicho la verdad: no me dan más de tres meses de vida.

El doctor guardó silencio. Observaba atentamente las radiografías.

– ¿De acuerdo, doctor?… ¿Está usted de acuerdo con el diagnóstico?

– ¡Hmmm!…

– ¡Diga, diga lo que sea!…

– ¿Toda la verdad?

– Toda, naturalmente.

– Han sido optimistas. Tres meses es mucho tiempo.

– Por eso he venido a usted.

– ¡Yo no soy oncólogo, señor Yannakopoulos!…

– Ya lo sé… Pero me han leído sus progresos en el campo de la hibernación.

– Sa ha avanzado mucho en los últimos años, es cierto…

– Usted ha experimentado con toda clase de animales. Les ha detenido la vida por el tiempo que ha querido y luego les ha hecho volver del estado letal y han seguido viviendo.

– Conoce usted muy bien mis trabajos…

– He procurado informarme.

– Bien, ¿y qué pretende usted?

– Que me hiberne a mí. Que detenga mi vida durante el tiempo que sea necesario, hasta que haya una posibilidad de curar mi cáncer. ¿Puede usted hacerlo, doctor?

– ¿Sabe usted a lo que se expone?

– Eso es cuenta mía. ¿Podría hacerlo, sí o no?

– Podría intentarse, pero resultaría peligroso… y, sobre todo, muy caro.

– Le dije antes que soy el hombre más rico del mundo… ¿Cuánto podría costar?

El doctor pensó un momento y comenzó a escribir cifras en una libreta que tenía sobre la mesa. Se le habría podido ver dudar, pero Yannakopoulos no quería verlo y paseaba tranquilamente por la estancia, observando los cuadros con mirada de experto. Pasaron diez minutos en silencio. El multimillonario esperaba. El médico levantó la mirada un instante.

– ¿Cuántos años tiene usted?

– Setenta y ocho…

– ¿Y de veras no preferiría dejar las cosas arregladas… y esperar tranquilamente el final?

– No tengo herederos. Podría destinar mi dinero a obras de caridad, pero soy demasiado caritativo… conmigo mismo.

– Como quiera…

El doctor siguió escribiendo números. Yannakopoulos dejó nuevamente de hacerle caso. Pasaron otros diez minutos.

– Bien… -musitó el doctor.

El viejo millonario regresó frente a la mesa.

– ¿Cuánto?

– Trescientos mil dólares para la construcción de la bañera de helio; mil doscientos cincuenta dólares para la congelación primera, incluido el helio y las serpentinas especiales; unos quinientos dólares anuales para la conservación y reposición del helio evaporado… y mis honorarios.

El viejo se calló un instante. Hizo unos rápidos cálculos mentales y sonrió.

– ¿Cuándo?

– No hay mucho tiempo… ¿Diez días?

– De acuerdo. Son suficientes para que pueda dejar todos mis asuntos en orden… En realidad, a la altura de mi fortuna, los asuntos casi marchan solos. Soy una sociedad anónima en la que el Consejo de administración y la Junta general están unidos en una sola persona: yo.

***

15 de enero de 1980.

Círculos de colores que se mueven rítmicamente en torno a un camino brillante que se extiende hasta el infinito. Al fondo, la luz. Los círculos se acercan, pasan. Y, a medida que se avanza por el camino brillante, el zumbido inconexo se va haciendo distinto. Los sonidos comienzan a diferenciarse; hay un lejano campaneo, el rumor de la brisa y el rítmico golpear de las bombas de oxígeno, formando una sinfonía de vida.

Los ojos se abren lentamente. Hay una luz que ciega. Hay sombras que se mueven. Hay recuerdos remotos que se van haciendo realidad. Es… la vida. Otra vez. Yannakopoulos respira hondamente. Cree que hace apenas unos segundos que el pentotal le durmió.

Las voces apagadas se van haciendo audibles. Entre la luz de la lámpara y sus ojos se interpone la figura de cabello entrecano del médico. ¡Cómo ha envejecido en unos segundos!…

– Ya está… Ya revive…

Las gotas de sudor cubren su frente. Una mano enguantada de goma azul se la limpia cuidadosamente. Yannakopoulos sonríe.

– ¿Tan pronto? ¿Y mi cáncer?

– Extirpado. Está usted curado…

– ¿Puedo levantarme?

– Pronto… Mañana, tal vez.

Dos horas después, despierto totalmente y con la sensación de haber vuelto a nacer, Yannakopoulos pide los periódicos. Mientras espera, observa la asepsia del cuarto en que está metido. Paredes plásticas, dos vídeos al pie de la cama, los mandos a su alcance, sobre la mesilla de noche de metal bruñido. Viste una especie de pijama casi transparente.

Los periódicos traen noticias increíbles. Las noticias meteorológicas llegan desde los observatorios lunares. La electricidad ha sido totalmente domada y se almacena en stocks inmensos. La gravitación ha sido domesticada. Lee la noticia de la señora Flapper, esposa del Presidente de la Confederación Mundial, que ha ido a Brasilia a ver a su hijo, recién nacido en las incubadoras Wrener. Se anuncia una huelga de los aerotaxis y hay noticias alentadoras sobre la baja del precio de los helicópteros de propulsión atómica.

El viejo millonario busca la página de valores. Aquello ha cambiado poco, a no ser las cifras. Encuentra la casilla de la Yannakmond Inc. Su sonrisa se hace abierta. Las acciones están en alza; el capital social se ha quintuplicado en quince años. Compara con las demás sociedades mundiales: Yannakopoulos sigue siendo el hombre más rico del mundo. En primera página de todos los diarios, en grandes caracteres, viene la noticia de su resurrección. Tiene -ahora se da cuenta, sólo ahora que lo está leyendo- noventa y tres años. Pero se siente fuerte y joven.

Se enciende una luz y se escucha la voz bien timbrada de una mujer que le anuncia la presencia de periodistas de todo el planeta, que quieren entrevistarle.

– No quiero ver a nadie…

– Está también aquí su secretario, señor…

– Déjele pasar. ¡Pero sólo a él!…

Llaman suavemente a la puerta transcurridos cinco minutos. Entra un muchacho de apenas treinta años. Yannakopoulos se incorpora en la cama.

– ¿Quién es usted?

– Su secretario, señor…

– No le conozco

El muchacho sonríe.

– Bien… Soy su secretario por herencia. Mi padre fue contratado por usted, pero murió hace siete años y me dejó el encargo de seguir con sus asuntos hasta que usted… regresase.

El viejo le mira de arriba abajo. Le satisface el muchacho. Además…

– Ha cuidado usted bien de mis bienes; le recompensaré por su eficacia.

– Gracias, señor… En realidad, me he preocupado de mantener el capital…

– ¿Mantenerlo? ¡Se ha quintuplicado!

– Efectivamente, señor. Pero, según los cálculos que han aparecido, la moneda se ha depreciado a una quinta parte en los últimos quince años.

Yannakopoulos tuerce el gesto. No contesta. El muchacho sigue hablando.

– De todos modos, he procurado trasladar sus acciones a negocios más a tono con… con el tiempo. Por ejemplo, ya no existen minas de uranio ni pozos de petróleo. Los dos productos se consiguen sintéticos. La navegación marítima es ya sólo un deporte y la unidad de moneda es un hecho incontrovertible en el mundo. Ahora es usted el mayor propietario de fábricas de helio líquido y en sus laboratorios se investiga sobre el futuro de la antimateria.

– ¿Y qué es eso?

– Trataré de explicárselo luego, señor. Pero quería comunicarle antes un problema bastante grave. Hay peligro de guerra…

– ¿Guerra? ¿Y el gobierno mundial?

– Quería decir guerra civil, naturalmente. Los siberianos quieren unas reivindicaciones imposibles y están dispuestos a lo que sea… Claro que, por otro lado, la superpoblación del planeta aconseja que una guerra diezme a los ochenta mil millones de habitantes, de modo…

– Llame usted al doctor.

– ¿Cómo?

– Llame usted al doctor, le digo.

Aquello era monstruoso. Yannakopoulos había sido propuesto quince años antes para el premio Nobel de la paz -que se lo arrebató un líder africano, porque convenía tener a todos contentos- ¡y ahora el mundo aconsejaba una guerra!…

– ¡Monstruos!… ¡En eso se han convertido ustedes!… ¡Ojalá la guerra termine con todos ustedes!

El doctor le miró como quien mirase a una reliquia de civilizaciones pretéritas.

– La guerra es una cuestión… digamos terapéutica, señor Yannakopoulos. El servicio de Inteligencia es el encargado de provocarlas periódicamente, para que el mundo pueda seguir viviendo…

– ¡Pues yo no quiero ver esto!… ¿Me ha entendido? ¡Duérmame otra vez y haga que me despierte cuando el mundo quiera vivir efectivamente en paz!

– Para entonces, yo puedo estar muerto.

– ¡Hibérneme!

– No tengo suficiente dinero para eso, señor… Hoy por hoy, sigue siendo usted el único hombre que puede permitirse ese lujo…

Yannakopoulos pensó un instante.

– Está bien… Deje entonces sus instrucciones a quien le suceda.

Puso en orden sus asuntos -que pudo comprobar que se encontraban en buenas manos- y se dispuso a dormir unos cuantos años más.

***

7 de mayo de 1993.

– ¡Vaya, me alegro! -fueron sus primeras palabras, al abrir los ojos-. Sigue usted siendo mi secretario.

– En efecto, señor…

– ¿Dónde estamos, si puede saberse?

– En su propia casa, señor… Hace tres años hicimos instalar su cámara de hibernación en la nueva casa que me permití el lujo de hacer construir para usted.

– ¡Vaya, eso es comodidad!…

– ¿Quiere usted verla?

– Naturalmente.

Se levantó y se sintió joven. Los ciento seis años no parecían pesarle más que los ligeros zapatos de cuero sintético con que le calzó su secretario. Incluso llegó a sentir…

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