Lebeau había estado escuchando la larga disertación de Braunstein con una mezcla de incredulidad y de asombro. Ahora, la inesperada pregunta de Braunstein le dejó sin posibilidades de evadirse de la respuesta. El anciano insistió:
– ¿Lo cree usted, Lebeau?… ¿Lo creería, aunque lo viera?
– No lo sé…
Con una rapidez que a Lebeau le pareció asombrosa, Braunstein se levantó, y se dirigió al gran tablero metálico de mandos y diales y conectó la corriente. El zumbido que había escuchado antes de trasponer la puerta envolvió nuevamente la habitación. Lebeau se levantó a su vez, se acercó al físico por su espalda y le observó en su febril actividad de conectar las corrientes de energía que alimentarían la pequeña pantalla. Pasó un momento antes de que ésta comenzase a iluminarse lentamente. Luego, poco a poco, la luz de la pantalla comenzó a diferenciarse en claros y sombras y a la vista de Lebeau comenzaron a aparecer figuras. Sobre una planicie seca y árida, calcinada de sol, había una formación compacta de miles y miles de hombres inmóviles como figuras de cera. Escuchaban -o parecían escuchar- la arenga muda de otro, que gesticulaba subido en un alto podio situado frente a la inmensa formación de uniformes negros. Braunstein accionó un dial con la mano izquierda y, lentamente, comenzó a surgir la voz de aquel hombre gesticulante, sus gritos secos como trallazos, el eco de su voz chillona extendiéndose por los grandes altavoces por toda la llanura. Lebeau no entendió sus palabras, pero Braunstein le musitó:
– Les está hablando de la invasión… -y no pudo contener una sonrisa.
– ¿Qué invasión?
– La invasión de nuestro mundo, la conquista de nuestro espacio vital.
Lebeau apartó los ojos de la pantalla, inquieto. Aquellas imágenes parecían extraídas de un noticiero cinematográfico de treinta años atrás.
– Y eso, según usted… ¿está ocurriendo… ahora? -Ahora, en un mundo paralelo al nuestro dominado por los arios puros.
Lebeau dudó de la buena intención de Braunstein. Aquello que contemplaba era una visión del pasado, él las había visto semejantes cuando era niño, cuando en la escuela les hablaban del horror de la guerra. Aquello tenía que ser una patraña de Braunstein y él estaba dispuesto a develarla.
– Pero profesor… Ellos viven en otro mundo, en otra… dimensión, ¿no es eso?
– Efectivamente, pero han encontrado un agujero para penetrar en la nuestra.
– ¿ Cómo?
Braunstein señaló la cúpula de vidrio trasparente.
– Ahí… Y, en cierta forma, esa es nuestra suerte.
Este aparato es todavía demasiado reducido. Ellos, para llegar aquí, han de hacerlo uno a uno. Quieren enviar así a sus mejores hombres, para conquistar un pequeño sector y construir un aparato capaz de permitir la entrada, desde su mundo, de hombres y material de guerra que terminará con todos nosotros… Pero yo lo he impedido hasta ahora.
Lebeau tuvo un sobresalto, a pesar de la incredulidad.
– ¿Quiere usted decir… que esos hombres… esos seres que han aparecido muertos… eran… ellos?
Braunstein afirmó en silencio, totalmente convencido.
– Eran… la avanzadilla. No pueden pasar más que de uno en uno… y eso únicamente cuando yo mismo he dispuesto la energía espacio-temporal de un modo adecuado… Intentan servirse de mí para sus planes de conquista… ¿Se da usted cuenta, Lebeau?…
Lebeau le miraba fijamente y la incredulidad estaba retratada en su mirada.
– No me cree… -musitó lentamente Braunstein-. No me cree y pretende obligarme a que descubra mi patraña, ¿verdad?
– Profesor… ¿Me creería usted si yo le contase algo semejante? Esas imágenes pueden ser…
– ¿Pueden ser, dice usted? -le interrumpió con un grito-. ¡Mire!… ¡Mire!…
La acción de los diales desvió la imagen de la pequeña pantalla. Braunstein estuvo buscando en los controles, mientras un remolino de luces y sombras acompañaba en el visor a su búsqueda.
– ¡Aquí!… ¡Mire!…
La imagen comenzó a hacerse más nítida, de nuevo. Lebeau miró en el visor. Comenzó viendo torres. Torres de madera y una puerta muy ancha que atravesaba una vía de ferrocarril. Los diales que manejaba Braunstein fueron haciendo que la imagen de la pequeña pantalla avanzase sobre aquellos raíles y penetrase en el recinto amurallado flanqueado de torres. Hombres armados con uniformes negros montaban la guardia desde las torres y junto a las puertas. Detrás de la muralla, una fila interminable de barracones de madera colocados en medio de un barro que parecía putrefacto. Los diales corrigieron la marcha de la imagen en la pequeña pantalla. Quedaron centradas las ventanucas de los barracones. A través de ellas aparecieron rostros casi humanos. Ojos muy abiertos por el terror y el hambre, cráneos calvos, con mechones de pelo que se resistían a caer, barbas hirsutas, suciedad, horror, hambre, peste. Los guardianes de uniformes negros abrieron el gran portón. Salió por él, a golpes de látigo y gritos, aquel despojo humano, en un simulacro de formación de seis en fondo. Esqueletos cubiertos de piel que apenas podían tenerse sobre sus piernas convertidos en frágiles palos. Los hombres -serían más de un millar, cuando todos hubieron salido del barracón- fueron empujados brutalmente a través del campo embarrado, hasta una instalación que parecía nueva, recién pintada, un enorme barracón de adobe, aséptico y funcional, con una gran puerta por la que fueron empujados los esqueletos vivientes. Cuando todos estuvieron dentro, los hombres de uniforme negro cerraron las grandes compuertas de acero y los gritos de los que quedaron dentro fueron ahogados por el zumbido que se produjo cuando uno de los guardianes accionó una especie de grifo que se encontraba junto a la puerta. Pasó un minuto, contado por uno de los que parecían ser oficiales. El hombre que había contado el tiempo lanzó un grito hacia los otros. Se accionó otro grifo, algo así como una palanca de escape. Algunos hombres se colocaron sobre sus rostros mascarillas antigás antes de comenzar a abrir las puertas de nuevo. Al separar las pesadas batientes de acero, los cuerpos gaseados comenzaron a desplomarse, amontonados y el oficial que había estado contando con el reloj, se apartó con un gesto mezcla de asco y de satisfacción. Lebeau cerró los ojos ante la visión de horror que estaba contemplando y oyó a su lado la voz emocionada de Braunstein que le musitaba:
– Quedan pocos grupos como estos… Ya han terminado con todos los no arios del planeta y, si llegan a nosotros, seguirá la matanza sin fin… ¿Necesita usted más pruebas?
El médico se resistía aún. Algo dentro de él le hablaba de superchería.
– Esas mismas imágenes las vi hace treinta años. Y aquello terminó.
– Terminó en nuestro mundo, pero siguió ahí, por un acontecimiento que les hizo vencer en lugar de ser derrotados.
La incredulidad no abandonaba a Lebeau:
– En cualquier caso… ¿cómo pueden venir, profesor?
– Porque las ondas que emite este disyuntor complementan las del suyo y en el espacio temporal se produce como un agujero que les permite atravesarlo.
– Como podríamos atravesarlo nosotros.
– Sí, si las fases estuvieran invertidas. En eso consistió mi error.
– Pero bastaría que usted cortase la corriente para que el paso de esos hombres fuera imposible…
Las labios de Braunstein temblaron imperceptiblemente, sus ojos se nublaron y Lebeau pudo ver, por fin, la flaqueza que había estado esperando en él.
– Si usted hubiera visto con sus propios ojos los horrores que ha contemplado por la pantalla, odiando y sin poder hacer nada por impedirlo, sufriendo en su propia piel y en la vida de todos los suyos el espanto de ese mundo de locos asesinos, ¿habría desaprovechado la oportunidad de la venganza?
Lebeau abrió los ojos horrorizado. Braunstein no parecía dirigirse ahora a él, sino a unos jueces que estuvieran decidiendo su destino.
– Yo no he podido, doctor… Ahora puede usted hacer lo que quiera de mí. No podré reprochárselo, porque he hecho, yo solo, actos tan brutales como los que hicieron ellos con los míos… Treinta años de espera son muchos para poderse contener, cuando la ocasión se nos presenta como se me presentó a mí, hace un mes, cuando esos hombres se materializaron desde su mundo debajo de la campana magnética, aturdidos por el extraño viaje que acababan de realizar… Dirá usted que pude evitar su llegada… o que pude entregarles uno a uno a la policía o a las autoridades… Debí hacerlo, doctor, pero todos llevamos dentro de nosotros un asesino en potencia, un vengador brutal como el que ha aparecido en mí… Y, después del primero… ¡Aquella vez me resultó espantoso!… Pero luego… -Braunstein se tapó los ojos con las manos- luego despertó la bestia dormida que había en mí… y llegué a gozar casi del espectáculo… Y, si me faltaban los ánimos, sólo tenía que ajustar la visión sobre uno de los campos de exterminio para que el odio y las ansias de matar se apoderasen de nuevo de mí…
Se extendió el silencio entre los dos, por un instante. Braunstein, rendido sobre el sillón, con el rostro oculto entre las manos, había olvidado momentáneamente la presencia del único hombre que sabía que él era un asesino. Sólo cuando Lebeau se acercó a él y le puso la mano suavemente sobre el hombro, levantó su mirada seca y febril hacia él y musitó:
– ¿ Quiere que le acompañe a la comisaría de policía?
Lebeau tardó un instante en negar con la cabeza. Luego, sus ojos se volvieron despacio hacia el rincón donde yacía el cadáver con la cabeza destrozada.
– Le… le ayudaré a hacerlo desaparecer, profesor… No conviene que aparezca otro en los vertederos… Alguien podría sospechar lo que yo sospeché y, entonces… No sé, creo que las cosas serían más difíciles…