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– ¿Qué ha venido a hacer aquí?

– Regresaba de la comisaría y vi la luz en…

– ¿De la comisaría? ¿Qué ha hecho, otra autopsia? -preguntó Braunstein súbitamente, como si intentase pescar a Lebeau en falta. Aquella seguridad de la pregunta desconcertó a Lebeau, que estuvo a punto de contestar afirmativamente. Pero se contuvo.

– No… Sólo unos trámites. Pero, al ver la luz, me dije que…

– … que vendría a ver si pillaba a Braunstein con las manos en la masa, ¿no es cierto?

Las últimas palabras dejaron confuso a Lebeau. Aquel hombre estaba casi leyendo en su pensamiento. O es que ese pensamiento era tan evidente que podía ser leído por cualquiera. Intentó contestar, pero el viejo no le dio tiempo. Abrió bruscamente la puerta dejando a la vista toda la instalación del interior y, con una sonrisa nerviosa, se hizo a un lado e hizo un amplio ademán:

– ¡Adelante, doctor, ha sido usted oportuno!… Me ha pillado.

– Pero yo no…

– ¡Adelante!… No se detenga…

Lebeau dio unos pasos hacia el interior del laboratorio. La luz intensa de los tubos fluorescentes dejaba ver toda la extraña instalación que había entrevisto desde la calle. Se multiplicaban los haces de cables y una estructura extraña de vidrio y metal que terminaba, casi en el centro de la gran sala, en la cúpula metálica con paredes de plástico trasparente que había confundido con una campana. Los grandes haces de cables quedaban conectados en la cima de la cúpula y en una especie de pantalla de televisión que estaba adosada a un intrincado panel de instrumentos y botones.

Pero lo primero que apareció a los ojos asombrados de Lebeau fue una reciente mancha de agua sobre el suelo del laboratorio. La estaba mirando, cuando la puerta se cerró tras él y oyó la risa nerviosa de Braunstein. Lebeau se volvió a él precipitadamente, aun desconcertado por lo que veía y por aquella reacción imprevista del viejo. El profesor, evidentemente nervioso, se había apoyado contra la puerta recién cerrada y su risa se estaba extinguiendo sobre el rostro sudoroso. Lebeau sintió con evidencia que se encontraba ante el culpable descubierto. Pero aún quiso disimular un momento:

– ¿Qué le ocurre, profesor?

Braunstein no respondió. Insensiblemente, su rostro iba adquiriendo una tonalidad pálida, como si el sudor se le enfriase en las sienes. Y, al mismo tiempo, sus ojos se tranquilizaron.

– Nada… Nada…

– ¿No se encuentra bien?

– No, no es nada.

Lebeau se acercó a él rápidamente, justo a tiempo de impedir que el profesor cayera al suelo. Le sostuvo como pudo y le llevó hasta un sillón próximo. El profesor había cerrado los ojos y Lebeau, tomándole por desmayado, buscó con la mirada algún lugar donde hubiera agua para darle de beber. En un rincón del cuarto adivinó un lavabo y, al pie del lavabo, un cubo grande de plástico. Se acercó rápidamente, tomó un vaso y fue a llenarlo. Fue entonces cuando sus ojos se fijaron en el contenido del cubo que estaba a sus pies. El agua estaba fuertemente teñida de rojo. El médico dio un respingo. Su cabeza giró violentamente hacia donde estaba sentado el profesor, que había abierto de nuevo sus ojos cansados y le miraba esperando:

– ¿Qué es esto, profesor?…

– Es… sangre, ¿no lo ha adivinado?

– ¿Sangre?…

Sus ojos, ahora, siguieron la mirada de Braunstein, que se desplazaba por el cuarto hasta otro de los rincones, oculto por un armario metálico blanco y apaisado. Y, obedeciendo a la voz cansada y ahora vencida del viejo, que le indicaba: “Ahí”, se acercó y contuvo apenas el vómito al asomarse detrás del armario.

***

– Ahora… ahora ya lo ha visto. ¿Es eso lo que buscaba?

– Sí… -respondió Lebeau, con un hilo de voz.

– ¿Qué piensa hacer?

Lebeau movió la cabeza:

– ¿Qué haría usted en mi lugar?

La voz de Braunstein había recobrado su tranquilidad casi científica. Como si con el descubrimiento de su crimen hubiera vuelto a él la paz.

– Supongo que lo mismo que piensa usted hacer… Es natural. Pero quiero pedirle un favor… Siéntese aquí, a mi lado.

Lebeau obedeció maquinalmente. Se sentó en el borde de un sillón de cuero que había cerca del que sostenía el cuerpo cansado del profesor de física.

– ¿Está dispuesto a escucharme?

– Naturalmente… -Lebeau pensó para sus adentros que debería tener miedo y, sin embargo, no lo sentía. Más aún, que estaba asistiendo a una liberación auténtica de aquel hombre rendido que tenía sentado frente a él y que era el asesino de siete hombres. En su fuero interno, necesitaba ahora escuchar la justificación a esa necesidad.

– ¿Sabe usted de dónde salió ese hombre… y los demás?

Lebeau, progresivamente intrigado, negó con la cabeza.

Braunstein señaló hacia la campana de plástico trasparente bajo la cúpula de metal.

– De ahí…

– ¿Quiere usted decir… que eran creación suya?

Braustein sonrió levemente.

– Yo soy incapaz de crear seres humanos… Ni siquiera monstruos, como eran… estos.

– ¿Monstruos?

– Monstruos, Lebeau… Y no se lo digo para justificar mi crimen. Pero sí le digo que volvería a hacerlo… si tuviera otra ocasión. ¿No le importa escucharme un rato?

Lebeau negó con la cabeza, incapaz de pronunciar palabra y más curioso que justiciero.

– Esos hombres… de algún modo hay que llamarlos… vinieron a nuestro mundo por una equivocación mía. Usted recuerda que le hablé en casa de Lind de mis experimentos sobre mundos paralelos y sobre las infinitas ramificaciones de la historia humana -Lebeau asintió en silencio-… Bien, yo quería ver alguno de esos otros mundos, ¿me entiende?… Yo quería contemplar los mil caminos que había seguido el mundo a partir de un momento cualquiera. Para eso hice construir despacio este laboratorio. Sólo yo sabía el fin a que lo iba a destinar. Durante dos años estuve haciendo cálculos y construyendo todo este mecanismo, a sabiendas de que ignoraba a qué punto de esa intrincada ramificación histórica podía llegar. Tal vez vería un mundo en el que América hubiera descubierto Europa, miles de años atrás… O un mundo en el que Napoleón no hubiera existido… ¡o cualquier otro!… Por esa pantalla tendría que observarlo… Las radiaciones de cada espacio temporal tendrían que haberse reflejado ahí y nosotros, desde nuestro pedazo de momento histórico, podríamos haber contemplado miles de evoluciones distintas y miles de mundos que coexisten con nosotros sin que nunca hayamos llegado a alcanzarlos… Evoluciones dispares a la nuestra que nos habrían permitido estudiarnos y mejorar nuestro mundo… No sabía a dónde llegaría… Incluso había construido ese otro sector con la esperanza de haber podido desplazarme a otros mundos paralelos, una vez que éstos hubieran sido observados concienzudamente… Pero me equivoqué. Jugaba con tal número de posibilidades, que era prácticamente imposible predecir cuál de esos mundos surgiría en la pantalla…

Se interrumpió un instante y se secó el sudor que bañaba su frente.

– El día que hice el primer intento… de esto hace un mes… vi algo que me llenó de horror. Fue… como si me hubiera despertado a una pesadilla vivida muchos años atrás. Vi miles de hombres uniformados, con cascos de acero y uniformes negros, que marchaban por una gran avenida al son de una marcha militar de acordes secos. Les vi en la más correcta formación de máquinas humanas que nadie podría imaginar… de no haber visto las cosas que yo contemplé treinta años atrás. Sin duda, algo había hecho que aquellos hombres, en lugar de ser vencidos, hubieran conquistado brutalmente el mundo entero. Algún acontecimiento situado en algún punto de la historia de los últimos treinta años había sido distinto y había un mundo paralelo al nuestro en el que reinaba un horror racista del que difícilmente pudimos librarnos nosotros. Algo que, aún hoy, estaba fuera de mis posibilidades estudiar, porque los controles que actualmente posee este disyuntor no me permiten explorar el tiempo, sino únicamente los espacios correspondientes a nuestro presente, al momento actual paralelo al que nosotros estamos viviendo. Por eso, fui recorriendo con los diales el mundo entero, un mundo que, se habría usted horrorizado como me ocurrió a mí, estaba totalmente dominado por una raza cuyos ideales exclusivistas habían reducido a todas las demás a la nada. ¡Un mundo de arios, doctor Lebeau! No hallé en mi recorrido ni rastro de negros, ni de asiáticos, ni de nadie que no fuera alto y rubio, como proclamaban los cánones de la propaganda hitleriana. Esos hombres habían conseguido su propósito, habían ensanchado su Lebensraum, su espacio vital, hasta ocupar enteramente el mundo. Esas muchedumbres arias que yo estaba contemplando en la pequeña pantalla ¡habían eliminado a lo largo de treinta años a todas las razas del planeta!…

Un día, en mi lento recorrido por ese planeta sembrado de muertos que yo no podía ver, la pantalla me llevó a un lugar que estaría situado donde hoy el Capitolio de Washington. Vi un edificio que, por supuesto, no era el Capitolio. Un edificio de grandes masas rectas y pesadas y, con la pantalla, entré en él. Había una reunión de elegidos, supongo. Todos iban uniformados con las guerreras negras que ya vi el primer día. Y escuchaban el informe que, desde la tribuna presidencial, les lanzaba uno de sus líderes. El idioma, ya se puede usted figurar cuál era. El informe estaba basado en las cifras de población y proclamaba que el mundo estaba habitado por cinco mil millones de arios v que esa superpoblación exigía la búsqueda urgente de nuevos espacios vitales. El líder hizo una señal y en una pantalla que había tras él comenzó a aparecer, ¡nuestro propio mundo!… De algún modo que yo aún ignoro, nos han estado observando como yo les estaba observando a ellos y sabían de nuestra existencia… ¡Y éramos nosotros, precisamente nosotros, el próximo objetivo de su espacio vital! Los planes militares de conquista estaban trazados y millones de hombres dispuestos a atravesar la barrera espacio-temporal para conquistarnos. ¡Ellos tienen los secretos de la fisión nuclear y los secretos de incontaminación de la atmósfera, para que el mundo pueda ser ocupado apenas nosotros hayamos muerto víctimas de las explosiones atómicas!…

Mi intención, al conocer estos hechos, fue dar cuenta inmediata al Gobierno, pero habría sido bastante difícil hacerles creer que aquella monstruosidad era posible… Dirá usted que podría haberles mostrado en la pantalla lo que yo mismo había visto… Pero dígame, ¿lo creería usted?… ¿Lo cree?…

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