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Con las primeras luces del alba se adentraron nuevamente por el camino de asfalto, que ahora comenzaba a serpentear hacia un valle profundo donde crecían algunos matojos de jara y unos cardos amarillentos. Un tramo de la carretera se internaba en el valle; el otro brazo seguía hacia la derecha, y según el mapa tosco que habían trazado, pronto alcanzarían una aldea derruida.
Llegaron cuando el sol comenzaba a hacer arder el asfalto. Y tuvieron que detenerse, súbitamente aterrados por el espectáculo insólito que se les ofreció. Ya antes habían visto la tierra muerta, como un inmenso desierto calvo; estaban casi acostumbrados a aquella visión. Pero el desierto podría haber estado siempre muerto, desde el principio del mundo, sin que nada cambiase sobre sus rocas ardientes o sobre sus arenas lunares. En cambio, ahora, la aldea les ofrecía la muerte horrible del hombre y de sus cosas: las paredes desmoronadas, reventadas, con las vigas de madera podridas, saliendo como huesos negros de entre los escombros, como brazos esqueléticos que asomaban por encima de los tejados hundidos. Cristales reducidos a polvo brillante, enormes postes metálicos doblados, como de cera; los restos informes de lo que debieron ser máquinas y cuya utilidad, entre el orín y los hierros retorcidos, escapaba a la comprensión de los cuatro hombres.
Y, sobre todo, el hedor. No el hedor de cuerpos podridos, porque ya la podredumbre lo había deshecho todo. Era algo más penetrante, el hedor horrible de la muerte remota. Y la visión esporádica de los cráneos mondos, confundidos con los escombros.
Wil y Rad, dominando su terror, quisieron lanzarse a la carrera, para ver desde cerca todo aquello. Pero Hank les detuvo.
– Esperad…
El contador marcaba una radiactividad que no llegaba a ser peligrosa. Los cuatro avanzaron lentamente detrás del tubo de acero. Sus pasos resonaron en la soledad de la aldea muerta, donde cada piedra y cada ladrillo reventado parecían subsistir por el milagro silencioso de la muerte y se desmoronaban y se convertían en polvo al contacto de sus pies. Recorrieron las calles como sombras llegadas de otro planeta imposible de seres todavía vivos. Rad se llenaba los ojos de todo lo desconocido y no cesaba de preguntar:
– ¿Y eso?… ¿Y eso otro?…
Y Hank, o Wil, trataban de explicárselo, con los recuerdos informes amontonados en las largas noches de recuerdos del Viejo:
– Cables eléctricos. Una corriente daba la luz… Ahí.
– ¿A esos palos? ¿Los encendía?
– Encendía unas cápsulas de cristal que había en el extremo, que estaban llenas de un gas que se encendía.
Rad meditaba profundamente:
– Bueno… No lo entiendo…
– Tampoco yo… -asentía Hank, sonriendo-. Era otro mundo y ya no existe…
A veces, en su lenta marcha, un ladrillo o una piedra deslizándose bajo sus pies resonaba con un eco seco. A veces también, ese mismo eco hacía derrumbarse una pared mantenida milagrosamente derecha y una nube de polvo negruzco se levantaba tras ellos, haciéndoles volver la cabeza horrorizados.
Una de aquellas veces, Phil salió de su silencio mirando en torno, anhelante.
– ¿No habéis sentido?
– ¿Qué hay que sentir? -preguntó Hank en voz baja.
– Nos miran… ¡Hay algo que nos está mirando!…
A lo largo de los años, los instintos y los sentidos les habían enseñado a sentir la presencia viva en torno, aunque no pudieran verla. Ahora, los otros se volvieron, buscando por todas partes.
– Está todo muerto… -murmuró Hank, casi sintiendo él también lo que Phil había dicho.
– Tal vez hayan sido los muertos…
Pero, de todos modos, apresuraron el paso hacia la salida de la aldea en ruinas. La cinta negra del camino se estrechaba para atravesar un farallón desgajado. Phil marchaba junto a Hank y se detuvo de pronto, tomándole por el brazo para señalar hacia la roca más alfa.
– ¡Allí!…
Hank volvió la mirada hacia donde señalaba Phil, pero no vio nada de pronto. E iba a preguntarle qué había visto, cuando, precisamente desde aquel sitio, llegó el seco estallido de una explosión y unas esquirlas de cemento saltaron al mismo tiempo a los pies de Hank. Los cuatro hombres se detuvieron, mirando asustados hacia el lugar de donde había partido el estallido, que ahora se perdía en ecos por todos los muros derruidos de la aldea. Pasó un instante en que el silencio volvió a enseñorearse de la zona muerta y, luego, de detrás del farallón, surgió la figura de un hombre que cubría su cabeza con un casco metálico casi totalmente oxidado y llevaba entre sus manos un extraño tubo metálico que de ninguna manera podría haberse confundido con un contador como el que ellos llevaban. Casi al mismo tiempo, otro hombre con un tubo igual al primero surgió detrás de la otra roca. Los tubos de ambos apuntaban hacia Hank y Phil, que marchaban delante del grupo.
Hank tuvo un ligero estremecimiento al verles, pero se sobrepuso ante la alegría de encontrar seres vivos.
– ¡Son gente! -dijo en voz baja a los otros-.¡Eh!… |Eh, vosotros!…
Y dio un paso hacia ellos. Pero el primer hombre, rápidamente, se echó el tubo sobre el hombro y apuntó directamente a Hank.
– ¡Quieto!… No te muevas…-¿Por qué?
– Esta zona es nuestra… ¡No hay bastante comida para todos!
– Pero nosotros no queremos comida… ¡Venimos de allá! -y Hank señaló a sus espaldas-. Nos hemos salvado también…
– ¡Volved al sitio de donde vinisteis!… ¿Sois muchos?
– Cien… Más…
– No hay comida para todos aquí…
– Pero no has entendido. Nosotros…
– ¡Sí he entendido!… ¡Largo de aquí!
Hank negó con la cabeza, impotente para hacerse entender. Fue Phil quien le gritó entonces al hombre de la roca:
– ¡Pero no lo veis!… ¡Somos hermanos vuestros!… ¡Hermanos!… Tenemos nuestra comunidad a día y medio de camino y…
Dio unos pasos hacia la roca donde se ocultaba el hombre. Y, de pronto, del tubo salió una llamarada y sonó un estallido como el que antes les había puesto en guardia y Hank pudo ver horrorizado cómo la cabeza de Phil se sacudía violentamente y cómo su cuerpo perdía fuerza y caía al suelo como un trapo mojado. El hombre de la roca bajó el tubo:
– ¡Llevaos eso!… Que se pudra lejos de aquí… ¡ Vamos, de prisa!…
Hank se inclinó sobre Phil, inmóvil en el suelo, retorcido caprichosamente como un muñeco deforme, con los ojos abiertos de asombro y, entre sus cejas, un agujero diminuto del que manaba un hilillo de sangre. Los tres se arrodillaron instintivamente sobre el muerto, sin darse entera cuenta de lo que había sucedido. La voz del hombre se dejo oír nuevamente, seca como un trallazo:
– ¡Largo con el muerto, de prisa!…
Hank tuvo súbitamente una reacción de rabia y estuvo a punto de lanzarse a la carrera contra la roca. Pero Wil le detuvo, adivinando su pensamiento:
– No lo intentes… No llegarías hasta él. Vamonos.
Y, mirando a sus espaldas, hacia el hombre de la roca, cargaron entre los tres el cuerpo de Phil y volvieron sobre sus pasos hasta la salida del pueblo.
Les llevó el resto del día transportar el cadáver hasta el cruce de caminos. El sol comenzó a apretar y Phil comenzaba a descomponerse. Cavaron con piedras afiladas una fosa profunda en la arena y le enterraron. Cuando la arena hubo cubierto el cuerpo de Phil, se miraron los tres como si aquélla fuera la primera vez que se vieran realmente. Como desconocidos.
– ¿Por qué lo ha hecho?… Phil no le había amenazado…
Rad quería saber, pero Hank no le contestó. Su pensamiento iba mucho más allá de las eventuales razones que aquel hombre había tenido para matar a Phil. Dejó transcurrir un momento antes de hablar y, cuando lo hizo, habló más para sí mismo que para sus compañeros.
– Aquello que tenía en la mano… debe de ser una de aquellas máquinas de matar de que nos hablaba el Viejo… Estábamos lejos… y el tubo arrojó fuego y algo más que atravesó a Phil, un proyectil…
– ¿Pero… cómo?…
Hank continuó monologando, sin hacer caso a Rad:
– Mató a Phil sólo porque nosotros no teníamos una máquina como esa… La máquina le daba poder, ¡Dios, qué poder!… Nadie puede ser vencido con un arma como esa… ¿os dais cuenta?
Seguramente no sabían siquiera por qué lo hicieron, pero dejaron una señal de pedruscos amontonados sobre la arena en el lugar donde estaba enterrado Phil y echaron a andar en silencio, siguiendo la otra carretera, la que entraba en el valle de los cactos, descendiendo entre rocas de arenisca y riachuelos resecados siglos atrás. Hank caminaba unos pasos delante de sus compañeros, de prisa, con el tubo del contador Geyger delante de él, como empujado por la inercia, metido en sus propios pensamientos. Sus compañeros no lograron hacerle hablar hasta que, llegada la noche, encendieron una nueva fogata lejos del valle. No habían vuelto a encontrar señales de vida y la sombra siniestra de la muerte de Phil se cernió sobre ellos, como una presencia invisible. Hank se mantuvo separado de los otros dos, siempre pensativo. Y sólo levantó la cabeza cuando, en el silencio de la noche, oyó la voz de Rad hablando consigo mismo.
– Con una máquina como la que mató a Phil, uno podría ser el amo de muchas comunidades…
– Matando -susurró Wil.
– No hay necesidad de matar.
– Es lo mismo… Se amenaza primero y se mata después, tú mismo lo has dicho: se es el amo, ¿no?…
– ¡Queréis callar! -aulló Hank.
Los otros dos callaron. Hank se arrastró hasta el fuego, desplegó el viejo papel en el que estaban trazados los signos que les servían de guía y lo estudió un instante. Luego movió la cabeza, alzándola hacia sus compañeros, que le miraban especiantes.
– Mañana tendremos que ir de prisa. Por este camino se tarda más en llegar a la ciudad…
Rad estaba cansado. Las emociones de aquel día le habían agotado. Se tendió sobre la arena, bostezando:
– ¿Y por qué de prisa? Hay tiempo…
– No, no hay tiempo… Tenemos que encontrar en la ciudad una máquina de matar. Quiero volver y hacer con ese hombre lo que él hizo con Phil.
Wil fijó su mirada en la fogata que comenzaba a apagarse.
– El Viejo decía de la guerra: ojo por ojo y diente por diente… ¿Por qué lo diría?…
– Porque los dos bandos se destrozaron mutuamente con tal de devolver golpe por…
Hank se detuvo sin terminar lo que estaba diciendo. De pronto se había dado cuenta de que él se hallaba metido hasta los huesos en un engranaje de odio.