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Sus gritos, repentinamente, apagaron las carcajadas y la curiosidad se apoderó de todos. El viejo, más calmado, se enfrentó con el profesor:

– ¿Puede usted darme una explicación a esta actitud?

– Con mucho gusto… Está usted sirviendo a la ciencia.

– ¿Yo? ¿Y con qué permiso, si puede saberse?

– Con la obligación que tiene cada ciudadano de colaborar en el bienestar de todos los demás.

– ¿Cómo dice usted, obligación? ¿Es este un país libre o no?

El profesor tuvo una leve sonrisa e inició una inclinación burlona ante él.

– Este es un planeta libre, señor… Si lo desea, puede negar su colaboración, naturalmente… Pero no podrá pedir a su vez colaboración a los demás.

– ¡Mis ropas!

Alguien puso en sus manos algo que debían de ser ropas. Parecía una túnica de tejido sintético, muy liviana. Yannakopoulos metió la cabeza por el agujero que parecía servir para el cuello y, al asomarla de nuevo, se vio solo, despeinado y con las piernas tambaleantes por la larga postración. Pensó que tenía que encontrar el camino de su casa, pero había algo familiar en el ambiente, cuando traspuso la sala donde habían estado los estudiantes, que le hizo darse cuenta inmediatamente de que estaba efectivamente en su domicilio. Las paredes estaban viejas, las pantallas de vídeo cubiertas de polvo, el suelo lleno de papeles, bolsas de plástico y desperdicios de comida sintética. ¡Habían tomado su casa, su propia casa, por asalto! Se habían aprovechado de su sueño para abusar de él y de sus propiedades. Llamó fuertemente:

– ¡Eh!… ¡Gavin! -Gavin había sido su secretario, pero ahora, al contrario de lo que había ocurido las otras veces, no respondía a su llamada. Sólo los ecos de su propia voz, expandiéndose por las paredes sucias y las puertas que se abrían a su paso gracias a las células fotoeléctricas instaladas tantos años atrás.

De pronto, al abrirse una puerta ante él, escuchó voces y pasos:

– Esta era la sala de reposo… Su propietario se sentaba en estos extraños modelos de sillones, desconocedor de las ventajas de la antigravitación, y contemplaba ¡durante horas enteras! los espectáculos audiovisuales primitivos. Observen ustedes las formas arcaicas de estos modelos de servidores electrónicos. Respondían únicamente a la voz, sin células telepáticas que les hicieran adelantarse a los deseos del propietario, lo que suponía, como es lógico, un gasto extra de energía que invalidaba muchas acciones.

Yannakopoulos se asomó a la puerta. Un grupo de gente vestida con túnicas tan livianas como la que él llevaba, seguía dócilmente a un hombre alto y uniformado que parecía ser el guía de la extraña procesión. ¡Una visita turística a su propia casa! Yannakopoulos salió como una fiera, rojo de ira:

– ¿Qué hacen ustedes en mi casa?… ¿Desde cuándo les sirve.a ustedes de museo de antigüedades?… ¡Vamos, quién les ha dado permiso para venir aquí!… Los turistas volvieron la cabeza y le miraron asombrados. El viejo, pálido todo su cuerpo y el rostro encendido, se abalanzaba sobre ellos. Cuando estaba a cinco metros, el guía se volvió a los turistas:

– Será mejor que sigamos la lección en otro sitio. Vengan conmigo, por favor.

Y, ante sus propias narices, ¡todos aquellos seres repugnantes que habían tomado su casa por asalto, se desvanecieron! Por un instante, Yannakopoulos se sintió desorientado. Luego, despacio y sin fuerzas para caminar -las emociones le estaban estropeando el sistema nervioso, tan largo tiempo sometido a la inactividad- se dirigió a una de las grandes ventanas de la casa. La ventana se abrió sola cuando estuvo cerca. Entró la luz del sol. Brillante, molesta, como más pura que cuando la abandonó ya no sabía cuánto tiempo antes. Miró hacia la calle que se extendía más allá del jardín hidropónico. Llegaban hasta él voces, risas, rumor de multitud. Vio las verjas ionizadas que había mandado poner su secretario y, tras las rejas, una multitud de hombres y mujeres. Le estaban mirando. Y, cuando se asomó más, ofreciéndose involuntariamente a la vista de los otros, el rumor creció y muchas manos, desde lejos, le señalaron. Estaba siendo un objeto de curiosidad, el Hombre-Más-Viejo-Del-Mundo. Oía sus voces y sus gritos, destacándose sobre el rumor general:

– ¡Ahí está!… ¡Miradle!…

Yannakopoulos se retiró de la ventana. La ventana se cerró y oyó un prolongado y múltiple silbido en la calle, un silbido de desilusión en muchas gargantas. Se dirigió a uno de los botones de llamada de los criados electrónicos. Lo pulsó. No contestaba nadie.

– Estoy solo… Me han dejado solo, como a una reliquia. Solo totalmente. Los otros y yo ya no tenemos nada en común. Tengo ciento sesenta y un años. ¡No soy tan viejo! Me siento joven. Pero soy otro. ¡Otro!… Entre ellos y yo no hay casi nada en común. He regresado en un mal momento, seguramente… Tendría que haber esperado, hasta que me olvidasen… hasta que hubiera podido recorrer las calles sin que nadie se fijase en mí… Las calles y el mundo… Con mi… ¿con mi dinero?… ¿Tengo acaso dinero?… ¿Soy el hombre más rico del mundo?…

Mientras descendía lentamente las escaleras que conducían al sótano, a la cámara de hibernación, el aire se llenó del rugido de los cohetes interestelares que surcaban el espacio sideral en busca de otras galaxias. Yannakopoulos pensó para sí:

– Cuando despierte de nuevo, viajaré hacia las estrellas…

***

16 de marzo de 2148.

Tentó las paredes y tuvo el convencimiento de que se encontraba metido en una pecera. Oyó un ruido en lo alto y vio el tubo por el que entraba el oxígeno que le permitía respirar. A través del cristal espeso que le separaba del resto del mundo, a una incierta luz que le pareció de amanecer, vio otras peceras semejantes a aquella en la que se encontraba él metido. En la más próxima paseaba tranquilamente un orangután. En otra caminaba un león. Zonas de hierba rojiza y reseca separaban unas peceras de otras. En la que estaba próxima a sus espaldas había tres pájaros, de una especie que no habría sabido definir, porque él nunca estuvo demasiado enterado del mundo de los pájaros. Serían gorriones, o golondrinas;o cualquiera sabe qué!…

Recorrió su pecera. Podía dar seis pasos de lado a lado. Comenzó a inquietarse. Quiso salir de allí. Buscó algún botón que pulsar, pero no había ninguno. Entonces, golpeó con las palmas el cristal que le envolvía. Una vez, dos, muchas veces, cada vez con más fuerza, como un salvaje.

A través del cristal oyó como unos pasos metálicos que se aproximaban rápidamente. Se volvió hacia donde los oía y vio acercarse un robot pulido y brillante, de forma asombrosamente antropomorfa. Las células que le servían de ojos despedían reflejos azules. Y Yannakopoulos le oyó decir con voz metálica:

– ¿Qué quieres, Homo Sapiens?

– ¡Sácame de aquí! -le ordenó, como ordenaba a sus servidores electrónicos.

Pero el robot se mantuvo impertérrito. Sólo la luz azul de sus células ópticas se trocó en verde.

– No puedes salir. Homo Sapiens… No hay atmósfera para que puedas respirar… ¿No ves la luz? Este planeta no tiene oxígeno. Sólo puedes respirar ahí dentro…

– ¡Llama a un hombre!… ¡Hazle venir!

– No hay ninguno, Homo Sapiens… Tú eres el único ejemplar que queda sobre la tierra… Los demás la abandonaron ya hace mucho tiempo…

– ¡No!… ¿Dónde están?

– En los planetas… En alguna parte de la Galaxia, no sé…

– ¡Quiero ir con ellos!

– No podemos llevarte. Nosotros no tenemos cohetes…

– ¿Vosotros? ¿Quienes… sois vosotros?

– Los Homo Sapiens nos dejaron aquí… Nosotros ocupamos ahora todo el Planeta, nos construimos unos a otros y el mundo es nuestro…

– ¿Y este lugar?

– Lo conservamos para Museo de la Universidad Planetaria… Hemos tratado de conservar convenientemente un ejemplar de cada especie celular que hubo antes de nosotros… Desde la ameba hasta ti mismo… Toda la serie vegetal y animal… Sois el más completo museo del Planeta. Estamos orgullosos de él.

El robot se retiró lentamente, y Yannakopoulos vio desfilar durante todo el largo día, hasta que el sol se ocultó, una interminable procesión de robots, todos iguales, todos pulidos, todos brillantes, que se detenían a mirarle fijamente, igual que se detenían ante las demás peceras que contenían a los otros animales. El viejo se sintió animal durante todo el día.

Por la noche, cuando ya no quedaban visitantes y los demás animales se habían retirado a sus cubiles, Yannakopoulos golpeó nuevamente el cristal con las palmas de las manos. Apareció de nuevo el robot, caminando lentamente. No supo si sería el mismo u otro cualquiera. Todos, absolutamente todos los que había visto durante el día le parecieron iguales. El robot despedía luz rosada por sus células ópticas.

– ¿Qué quieres, Homo Sapiens?… Es hora de dormir.

– Oye, amigo… ¿Cómo te llamas?

– 3-XV-575-A-3.

– ¿Puedo pedirte un favor?

– Supongo, si está en mi mano…

– Quiero morir, amigo… He vivido demasiados años y estoy cansado… Tú puedes hacer algo para matarme…

El robot retrocedió un paso y sus pupilas cambiaron de color al rojo vivo.

– ¡No!…

– ¿No te atreves?…

– No puedo, Homo Sapiens… Eres una pieza de Museo, una pieza valiosísima… Te hemos preparado el organismo celular para que vivas siempre, ¿no te das cuenta? Eres el único Homo Sapiens que nos queda. ¡No podemos perderte!

– ¡Pero yo quiero morirme!…

– No puedes, Homo Sapiens… ¡No podrás nunca!…

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