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Lebeau no pudo contener ahora una sonrisa.

– ¿Y usted, profesor Braunstein?… Yo vengo de trabajar…

– Bien, yo voy ahora…

Echaron a andar los dos hombres por la acera, despacio, hacia la plaza de la Universidad. El profesor Braunstein trató de adaptar su paso corto a las zancadas lentas de Lebeau. El viejo tenía ganas de charla, no cabía duda.

– Da gusto entregarse en verano al trabajo, doctor… Ahora es mucho más fructífero, porque no tiene uno que estar pendiente de los muchachos que preguntan y preguntan y no dejan de preguntar en todo el día… Ahora me encierro en el laboratorio y el tiempo es mío… ¡Totalmente mío!

– ¿Y no se toma usted vacaciones, profesor?…

– ¿Vacaciones?… ¿Quiere usted más vacaciones que estar haciendo lo que uno desea?… ¡Estas son mis vacaciones!…

Lebeau fijó su mirada franca en el anciano pequeño y musculoso que caminaba a pasitos rápidos a su lado. Sentía simpatía por aquel antiguo exiliado judío que se había adaptado como un guante a la vida universitaria de la vieja ciudad. Sentía simpatía por él y sabía que era el ídolo de sus alumnos y uno de los cerebros importados más valiosos del país. Más de una vez el profesor Braunstein había tenido que interrumpir sus clases universitarias para incorporarse a alguna tarea especial encargada por el Gobierno, pero sabía igualmente que el viejo Braunstein sólo se sentía feliz entre las paredes de su laboratorio de física, al que el propio Gobierno había dotado de todos los adelantos que el viejo profesor tuvo la ocurrencia de pedir. Sí, sin duda el Gobierno sabía que cualquier capricho de Braunstein era una buena inversión en el futuro, aunque ignorase absolutamente el destino que Braunstein daría a cada nueva instalación. En el fondo, Lebeau envidiaba al profesor, con una envidia sana que no era más que reconocimiento de sus propias limitaciones profesionales.

Ahora, al fijar su mirada en el rostro de Braunstein, se dio cuenta de las contusiones y verdugones que surcaban su mejilla y se extrañó.

– ¿Qué le ha ocurrido, profesor?

– ¿Lo dice usted por esto? -preguntó a su vez el viejo, señalando las cicatrices-. Nada… Gajes del oficio. Hay veces que los electrones causan más daño que un sádico…

– ¿Pues qué está usted haciendo ahora? -volvió a preguntar Lebeau, más curioso.

Braunstein levantó hacia él unos ojillos irónicos sin malicia. La pregunta debió parecerle tan ingenua como difícil la contestación a un profano. Lebeau se dio cuenta y trató de suplir su falta de tacto.

– Perdone, profesor. Me imagino que, aunque usted accediera a contármelo, para mí sería como si me hablase en sánscrito.

– ¡No, por qué!… En el fondo, los trabajos de física son sencillos de comprender… Lo difícil es el método, los pasos que hay que dar hasta conseguir lo que uno se propone… Y aun entonces… se equivoca uno tantas veces…

– Eso forma parte de la experiencia…

– Naturalmente… Pero a veces, una equivocación puede resultar fatal… Mire, si no… -y se señalaba con el dedo las cicatrices amoratadas de su cara.

Dejó pasar unos segundos, mirando a Lebeau con una expresión de lástima y luego trató de animarle.

– No crea que todo son rosas en mi profesión, doctor… También usted tendrá sus satisfacciones, supongo…

Lebeau le miró asombrado. ¡Satisfacciones, él!… La visión de los cráneos destrozados volvió a subirle garganta arriba con su sabor dulzón de náusea. Se llevó la mano a la boca, para contenerla. Braunstein se dio cuenta de que algo no marchaba bien en el ánimo de Lebeau y le golpeó amistosamente en un hombro.

– Y los momentos malos son para todos, también…

El forense le miró asombrado.

– ¿Cómo sabe que?…

Braunstein soltó una risa aguda.

– Es usted muy mal simulador, doctor… -y se puso serio inmediatamente para añadir-. ¡Pero usted debería mirar más allá de sus propios momentos desagradables!… Está usted sirviendo a la justicia y todavía en el mundo la justicia es lo más importante para que podamos seguir viviendo… Yo, en cierto sentido, soy deudor de usted…

– No le entiendo…

– ¡Naturalmente!… Si la justicia no existiera, ¿cree que habría lugar para el progreso, para la investigación, para seguir cada día unos pasos más adelante?…

– No lo sé. Supongo que tiene usted razón, profesor… Pero hay veces que el servicio de la justicia nos lleva a pensar que el mundo es mucho más brutal de lo que cabría suponer desde fuera…

– ¡Bah!… Piense usted lo que sería el mundo si cada ciudadano tuviera que implantar la justicia por sí mismo… Afortunadamente, eso ocurre pocas veces…

Las últimas palabras habían sido dichas en un tono que a Lebeau le sonó extraño.

– ¿Pocas veces, profesor?…

– Muy pocas… Ya ha pasado el tiempo de las incredulidades. Hoy, la policía está preparada para entenderlo casi todo. El ciudadano, generalmente, puede confiar en ella con la seguridad de que será comprendido…

– Pero cree usted que hay excepciones -y Lebeau, al afirmarlo, fijó su mirada en los ojillos ahora huidizos del profesor.

Braunstein se dio cuenta y se encogió de hombros.

– Algunas habrá, supongo…

Habían llegado frente al portón de la Universidad.

Braunstein se detuvo y extendió la mano para estrechar la del médico.

– Bien, doctor, no me haga mucho caso. A veces divagamos, sobre todo cuando estamos preocupados por otras cosas… Y usted, trate de descansar. ¡Deje a la policía que resuelva las cosas!… Usted, a lo suyo.

– Pero, profesor, ¿cómo sabe usted que estoy preocupado por algo?…

– Es usted joven, amigo… Y a los jóvenes se les refleja en la cara todo cuanto sienten y piensan… En las manos de ustedes está el futuro y ustedes se dedican a malgastarlo en divagaciones. ¿Me permite un consejo?… No vuelva atrás la mirada nunca, doctor Lebeau…

El convencimiento absoluto de que el profesor Braunstein sabía algo de todo aquel misterio que la policía estaba tratando de desentrañar se hizo a cada minuto más fuerte en la conciencia del doctor Lebeau. No es que pensase en la responsabilidad directa del viejo profesor de física. Más bien se inclinaba a suponer que Braunstein había tenido ocasión de ver algo y que su cerebro había fabricado toda una teoría de la justicia particular ante un hecho que, en su conciencia, podría haber despertado, con toda su brutalidad, un sentimiento de solidaria compasión.

***

Ya había llegado casi a la altura de su apartamento, cuando Lebeau, sin idea fija de lo que podría ver u oír, volvió sobre sus pasos, se metió en el intrincado laberinto de callejuelas que rodeaban los edificios de la Universidad y fue a rodear la zona de derribos que, en tanto esperaban el momento de su edificación, servían de estercolero y almacén de desperdicios de todo cuanto se tiraba en las aulas y en los laboratorios.

Entre la basura acumulada en uno de aquellos inmensos montones de porquería habían sido hallados, día tras día, los cuerpos horrorosamente mutilados de aquellos seres que habían formado en su mente la imagen del horror y de la repugnancia. Ahora, una patrulla de agentes, con perros policía, escarbaban entre los escombros y las basuras, tratando de encontrar algún indicio o cualquier objeto que pudiera servirles de pista en sus ciegas investigaciones. Un trabajo manso, lento y silencioso bajo el cielo nublado de la mañana temprana. Los perros parecían darse cuenta de la preocupación reinante y escarbaban y olfateaban por todas partes en silencio, sin soltar un solo ladrido.

Los agentes, enfebrecidos en la inútil búsqueda, no repararon siquiera en la presencia de Lebeau y solamente, pasado un largo instante de mirar hacia las lejanas ventanas de las aulas y los laboratorios de la Universidad, tratando de saber cuál de aquellos mil agujeros pertenecería al profesor Braunstein, se electrizó al sentir una mano sobre su hombro. Al volverse vio la cara preocupada del comisario Kraut.

– ¿No duerme, doctor?

Lebeau negó con la cabeza y miró fijamente a Kraut, dudoso de contarle los pensamientos desordenados que pasaban desde hacía una hora por su cerebro.

– ¿Qué le ocurre? -oyó que le preguntaba, curioso-. Debería usted dormir y dejar esto por un rato.

– ¿No… no han encontrado nada?

Kraut negó lentamente y añadió:

– Debieron traerlos después… No hay señales de lucha, aunque, con toda esta porquería…

– Un asesino inteligente, entonces…

– Todo lo contrario… Un aficionado… Son los peores. Busque usted a una bestia dañina entre tres millones de habitantes de una ciudad y verá usted lo difícil que es descartar a todos menos uno…

– Sin embargo, el hecho de que todos los cadáveres se encontrasen precisamente aquí…

– ¿Qué?

– ¿No significa nada?

– Podría significar… y podría no suponer más que una manía del asesino…

– ¿Uno, entonces?…

– ¡Cualquiera lo sabe!… Uno, suponemos… Pero todo está totalmente a oscuras. Usted sabe de eso tanto como yo mismo. Nadie ha escuchado nada… -añadió, señalando ampliamente la multitud de ventanas que rodeaban la zona-. Nadie vio nada, nadie sabe quiénes pudieran ser. Como si hubieran aparecido de la nada sólo para ser brutalmente asesinados.

Lebeau se volvió al comisario, súbitamente interesado.

– Habló usted antes de lucha, ¿no?…

– Tal vez… Debió haberla. No se dejan matar cinco hombres fornidos como eran estos sin ofrecer resistencia, ¿no cree usted?

– No lo sé, por eso se lo preguntaba… Los cuerpos no ofrecían ninguna señal, ya se lo consigné en el informe…

– Pudieron no tener tiempo de defenderse…

– O pudieron hacerle algo al asesino antes de que él lograse matarles…

– Tal vez… ¿por qué?

– Porque, en ese caso, el asesino tendría señales que…

Le interrumpió la carcajada de Kraut.

– ¡No sueñe, Lebeau!… ¡Tres millones de habitantes, piénselo!… Treinta mil accidentes diarios, doscientas riñas callejeras por término medio, cuatrocientos quince atropellos. ¡Busque usted un asesino entre todos!…

– Un asesino que mata hombres de más de uno ochenta de estatura, rubios y de treinta años.

Kraut se le quedó mirando un instante, sosteniendo la mirada angustiosa de Lebeau.

– Oiga, Lebeau… Ha tenido usted una idea…

– ¿Yo?…

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