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Hank le reconoció y los músculos de su rostro se contrajeron.

– Ya ha comenzado… -murmuró, dejando caer la cabeza rígida sobre el pecho. Y entró en el valle.

Para los hombres y las mujeres de la comunidad que encontró en el fondo del valle, la visión apocalíptica de Hank, pálido, sudoroso y ensangrentado, cubierto de polvo negro y al límite de su fuerza, fue como un grito mudo de espanto. Todos le habían creído muerto y ahora, de pronto, al verle de nuevo, creyeron firmemente en la resurrección macabra de los cadáveres. Porque aquellos ojos hundidos en las órbitas eran ya ojos de muerto, porque aquella piel embarrada y escamosa era la piel de un muerto. Y la barba cerrada que crecía a corros sobre su rostro era la misma barba que les crece a los muertos. Sólo su mirada era viva, buscando, entre los hombres, a alguien que le ayudase, sin darse cuenta de que todos habían dado un paso atrás cuando se les acercó:

– El Viejo… -murmuró-. Llevadme al Viejo… El puede curarme…

– El Viejo ha muerto…

Hank se incorporó pesadamente.

– ¿Ha sido… él también… con su máquina?

Una afirmación muda le corroboró lo que sospechaba

– ¿A cuántos más?… ¿A cuántos más ha matado?

El silencio le rodeó, un silencio de miedo que atenazaba a todos, por su visión y por el recuerdo de lo que habían presenciado. Un chiquillo murmuró:

– A Rick… Y a David…

– ¿Y cuántas veces disparó?

– Tres…

– Cuatro… -corrigió otro.

Cuatro veces. Y una vez más para matar a Rad: cinco veces. Han de quedarle quince cápsulas. Tendría que disparar quince veces antes de que las cápsulas se terminasen. Quince veces y no quedaría una sola cápsula en la máquina. Y, entonces…

– ¿Dónde está?…

Los hombres se miraron, dudando de todo, de Hank y de aquel jefe que les mataría a ellos si le delataban. Se cambiaron miradas temerosas y, en esas miradas, estaba reflejado todo un mundo de miedo y de muerte que podía alcanzarles a todos, como había alcanzado a aquel moribundo a quien únicamente parecía mantener en vida el odio. El más viejo de los hombres señaló hacia lo alto, hacia la cueva que había pertenecido al Viejo:

– Allá…

Hank miró hacia lo alto.

El sol daba de lleno en la boca de la cueva. Para llegar hasta ella, el angosto caminillo subía en zig-zag entre las peñas, ofreciendo escondrijos en cada esquina. La cueva parecía carente de vida.

Hank sintió que las fuerzas le estaban volviendo, tal vez por última vez, pero se sentía fuerte y capaz de gritar con toda su alma:

– ¡¡Wil!!…

La voz se repitió por el valle una y otra vez.

– ¡¡Wil!!…

Nadie asomaba en la puerta de la cueva. Los hombres y las mujeres se apartaron prudentemente del lado de Hank. Sabían que la máquina podía matar a uno de ellos y que Wil había necesitado dos disparos para terminar con Rick.

Hank dio unos pasos renqueantes hacia el senderillo entre las rocas. Llamó de nuevo:

– ¡¡Wil!!… ¡Sal a matarme a mí!… ¡Te estoy esperando!… ¡Mátame o voy a matarte yo!…

En lo alto distinguió de pronto la silueta del hombre que salía de la caverna. Llevaba en su mano la máquina. Hank se había ocultado tras una peña y, desde allí, observó los movimientos de su enemigo.

Vio cómo Wil oteaba en el valle, buscándole; casi le vio un temblor de miedo en el rostro. La máquina se movía en la misma dirección que los ojos, buscando un blanco: él. Pero Hank sabía también que la máquina no dispararía si él no se mostraba. Miró frente a sí, la senda que ascendía lentamente hacia la caverna y calculó las fuerzas que necesitaría para alcanzar la roca más próxima. De pronto, se levantó de un salto y se mostró entero ante el lejano Wil:

– ¡Estoy vivo, Wil!… Y he venido a que me des la máquina.

!Bang¡…

El disparo se repitió mil veces a lo largo y ancho del valle. El proyectil silbó cerca de Hank, mientras corría hasta la próxima peña. Hank sonrió. Un disparo menos. Catorce le quedaban. La idea le hizo adquirir más fuerzas. Con un impulso superior a sus escasas posibilidades, se lanzó hacia el siguiente escondrijo:

¡Bang!… Trece.

Hank tropezó su pie desnudo contra una piedra y cayó sobre el suelo de tierra.

¡Bang!… Doce. ¡Bang!… Once.

Hank se arrastró hasta la próxima roca. La gente, en el valle, se desperdigaba corriendo y las paredes de roca repetían los disparos y los multiplicaban hasta convertirlos en un aterrador trueno sin fin.

Hank tomó aliento detrás de la roca. Poco a poco, los ecos se amortiguaban y volvía el silencio. Hank se inclinaba bajo el dolor de todas sus heridas abiertas. Era como si las balas volvieran a meterse en sus carnes, como si las ratas estuvieran otra vez hincándole sus dientecillos agudos en las piernas. Se miró las manos. Estaban amoratadas y la sangre seca se mezclaba con la tierra y con la carne que asomaba. Los dedos tumefactos parecían gusanos incapaces de articularse. Si hubiera alcanzado el arma, habría sido incapaz de hacer uso de ella.

Pero el arma, la máquina de matar, estaba aún muy lejos, en manos de Wil y con once cápsulas que le esperaban. Hank jadeaba detrás de las rocas. Le separaba de Wil una distancia que, de no haber estado herido, habría podido franquear apenas en cincuenta, pasos. Así, en su estado…

Sintió fluirle la sangre a la boca, al tiempo que le venía una necesidad rabiosa de atacar y morder. Se limpió con el dorso de las manos tumefactas la comisura de los labios y vio que no era sangre, sino espuma. Y sintió dentro de él la rabia, matándole y dándole al mismo tiempo unas fuerzas titánicas.

Súbitamente, todo ocurrió como una exhalación. Hank se levantó y mostró su cuerpo. Las piernas le obedecieron dóciles y se lanzó a la carrera hacia lo alto, como un poseso.

Wil le vio acercarse y apuntó con cuidado.

¡Bang!… Diez.

El impacto en el vientre obligó a Hank a detenerse un segundo en su carrera. Pero solamente un segundo. Sus ojos despedían llamas y, con las manos tumefactas, se sujetaba el vientre herido, mientras seguía cuesta arriba la carrera en busca de su presa.

Wil le vio acercarse. Sabía que le había alcanzado, pero era como si ahora Hank fuera invulnerable a los proyectiles. Wil comenzó a meter las últimas cápsulas en la máquina. Apuntó de nuevo a la figura trepidante que se le venía encima y disparó dos veces más. Hank acusó los disparos, pero no había ya nada, ni siquiera la muerte, que pudiera detenerle. Wil volvió a disparar. Falló. Dos, tres veces más. Cuatro. La última cápsula se estrelló contra una roca y una esquirla rasgó una ceja y cerró definitivamente el ojo izquierdo de Hank, ya a pocos pasos de él. Disparó de nuevo, furioso y aterrado a un tiempo, pero la máquina no respondió al disparo y sobre Wil se lanzaba la masa furiosa de Hank como un huracán. Un hombre muerto que vivía únicamente para matar, ahora.

El choque fue espantoso. El impulso de Hank hizo que Wil cayera derribado sin ninguna resistencia. La cabeza le rebotó contra las piedras de la entrada de la cueva y quedó inmóvil, como herido por un súbito rayo.

Hank, de pronto, no se dio cuenta. Golpeaba, muerto, un cuerpo casi tan muerto como el suyo propio. Pero vio, súbitamente, que su enemigo -y pensó, ¿su enemigo?- no respondía a los golpes. Estaba allí, tendido debajo de él, inmóvil, y el rostro le adquiría una palidez de cera. Hank sintió desaparecer su odio al mismo tiempo que sentía extinguirse su propia vida. Con su última fuerza buscó con mirada turbia el arma que yacía cerca, entre el polvo. Su mano hinchada la tomó como habría podido apresar un lagarto repugnante, empujó lentamente hacia la pared enhiesta del farallón y la dejó caer en el vacío. Se asomó y creyó ver cómo la máquina se estrellaba y se partía entre las rocas. Ya no tuvo fuerzas para más. Cayó junto a Wil y su mano, en un último estertor, trató de encontrar la de su amigo muerto. Su amigo otra vez. Ahora sí. Muertos los dos.

Pasó un tiempo antes de que la gente se atreviera a acercarse a los dos cuerpos. La primera fue Hilla, que se había mantenido encogida en el interior de la cueva. Y luego, lentamente, todos los demás, sin que el eco de sus pasos rompiera la calma que se había apoderado del valle después del tiroteo.

Contemplaron a prudente distancia los dos cuerpos, aún vagamente sacudidos por espasmos de muerte. Apartaron a los niños de la visión horrenda de la sangre.

Luego, alguien encargó a los jóvenes que cavasen una sola fosa, lo bastante profunda para contener los dos cuerpos, y el resto de la comunidad volvió lentamente al trabajo en el campo de maíz que estaba en barbecho. La futura cosecha no podía esperar. Los muertos, sí.

Y hubo muchos que pensaron que tendrían que elegir un nuevo jefe.

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