– Soy Paul.
Un bufido al otro lado del hilo.
– ¿Sabes qué hora es?
Paul consultó el reloj: aún no eran las seis de la mañana.
– Lo siento. No me he acostado.
El bufido se convirtió en suspiro de cansancio.
– Qué quieres?
– Solo saber si Céline había recibido los dulces.
La voz de Reyna se endureció:
– Estás enfermo.
– ¿Los ha recibido o no?
– ¿Para eso me llamas a las seis de la mañana?
Paul golpeó el cristal de la cabina telefónica. Su móvil seguía descargado.
– Dime solamente si se ha alegrado. ¡Hace diez días que no la veo!
– Lo que le ha gustado han sido los tíos de uniforme que los han traído. No ha hablado de otra cosa en todo el día. ¡Mierda! Todo ese recorrido ideológico para acabar aquí. Con maderos de niñeras…
Paul se imaginó a su hija arrobada ante los galones de plata, recibiendo con ojos chispeantes las golosinas que le llevaban los agentes. La imagen le calentó el corazón.
– Llamaré dentro de dos horas, antes de que se vaya al cole -prometió en un arranque de buen humor.
Reyna colgó sin despedirse.
Paul salió de la cabina y aspiró una gran bocanada de aire nocturno. Estaba en la place du Trocadéro, entre los museos del Hombre y de la Marina y el teatro de Châillot. Una fina lluvia chispeaba sobre la explanada central, rodeada de vallas y en visible restauración.
Siguió el pasillo que formaban las vallas y cruzó la explanada. La llovizna depositaba una película de aceite sobre su rostro. La temperatura, demasiado benigna para la época, le hacía sudar bajo la parka. El mal tiempo concordaba con su humor. Se sentía sucio, viejo, vacío, con un sabor a cartón piedra en la boca.
Desde la conversación telefónica con Schiffer, a las once de la noche, seguía la pista de los cirujanos plásticos. Tras aceptar el nuevo giro de la investigación -una mujer con el rostro operado, perseguida al mismo tiempo por los hombres de Charlier y los Lobos Grises-, había ido a la sede del Colegio de Médicos, en la avenue Friedland, en el Distrito Octavo, en busca de matasanos que hubieran tenido problemas con la justicia. «Rehacer una cara nunca es inocente», había dicho Schiffer. En consecuencia, había que buscar un cirujano sin escrúpulos. Paul decidió empezar por los que tenían antecedentes judiciales.
Se presentó en los archivos sin dudar en convocar en plena noche al responsable del servicio para que lo ayudara. Resultado: más de seiscientos expedientes solo para los departamentos de Île-de-France en los últimos cinco años. ¿Cómo actuar ante semejante lista? A las dos de la mañana, Paul llamó a Jean-Philippe Arnaud, presidente de la Asociación de Cirujanos Plásticos, para pedirle consejo. En respuesta, el adormilado galeno le dio tres nombres: virtuosos con mala reputación que podrían haber aceptado aquella operación sin hacer demasiadas preguntas.
Antes de colgar, Paul le había preguntado sobre los demás cirujanos reparadores -las «figuras respetables»-. A regañadientes, Arnaud añadió otros siete nombres, precisando que aquellos facultativos -conocidos y reconocidos-jamás se habrían lanzado a semejante intervención. Paul escuchó sus comentarios y le dio las gracias. Eran las tres de la mañana y tenía una lista de diez nombres. La noche no había hecho más que empezar.
Se detuvo al otro lado de la explanada del Trocadéro, entre los edificios de los dos museos, frente al cauce del Sena. Sentado en la escalinata, se dejó ganar por la belleza del espectáculo. Los jardines desplegaban sus terrazas, fuentes y estatuas en una escenografía mágica. El puente de Iéna lanzaba manchas de luz sobre el río en dirección a la Torre Eiffel, en la orilla opuesta, que parecía un enorme pisapapeles de hierro. A su alrededor, los sombríos edificios del Campo de Marte dormían envueltos en un silencio de templo. El conjunto evocaba un recóndito reino del Tíbet, un maravilloso Xanadú situado en los confines del mundo conocido.
Paul dejó afluir los recuerdos de las últimas horas.
Primero, había intentado hablar con los cirujanos por teléfono. Pero la primera llamada lo había convencido de que perdía el tiempo: le habían colgado a la primera de cambio. Además, su prioridad era enseñarles las fotografías de las víctimas y la de Anna Heymes, que Schiffer le había dejado en la comisaría de Louis-Blanc.
En consecuencia, se había presentado en casa del cirujano «sospechoso» que vivía más cerca, en la rue Clément-Marot. De origen colombiano y millonario, el médico, según Arnaud, tenía fama de haber operado a la mitad de los «padrinos» de Cali y Medellín. Su reputación de habilidad era inmensa Se aseguraba que podía operar con la mano derecha o con la izquierda indiferentemente.
A pesar de la hora, el artista no se había acostado, o al menos no dormía. Paul lo había interrumpido en pleno retozo erótico en la perfumada penumbra de su vasto loft. No le había visto el rostro con claridad, pero era evidente que las fotos no le decían nada.
La segunda dirección correspondía a una clínica situada en la rue Washington, al otro lado de los Campos Elíseos.
Paul había llegado justo cuando el cirujano se disponía a iniciar una intervención urgente sobre un gran quemado y había jugado sus cartas: carnet tricolor, unas palabras sobre el asunto y los retratos. El matasanos ni siquiera se había quitado la mascarilla quirúrgica. Había negado con la cabeza y se había vuelto hacia su achicharrado paciente. Paul recordaba el comentario de Arnaud: el colombiano cultivaba piel humana artificialmente. Se decía que, tras quemar las yemas de los dedos, podía modificar las huellas digitales para completar el cambio de identidad del criminal de turno…
Paul volvió a lanzarse a las calles.
El tercer cirujano dormía plácidamente en su piso de la avenue d'Eylau, cerca del Trocadéro. Otra celebridad, a la que se atribuían intervenciones a las mayores estrellas del mundo del espectáculo. Pero nadie sabía «quiénes» ni «qué» había operado. Se rumoreaba que también él se había cambiado la cara tras sus devaneos con la justicia de su país de origen, Sudáfrica.
Lo había recibido en actitud desafiante, con las dos manos metidas en los bolsillos del batín, como un pistolero listo para desenfundar. Tras observar las fotografías con repugnancia, su respuesta había sido categórica: «No la he visto jamás».
Paul había salido de aquellas tres visitas como de una profunda apnea. A las seis de la mañana se había sentido repentinamente falto de signos familiares, de referencias tranquilizadoras. Por eso había llamado a su única familia, o a lo que quedaba de ella. La llamada no lo había reconfortado. Reyna seguía viviendo en otro planeta. Y, en las profundidades de su sueño, Céline estaba a años luz de su propio universo. Un mundo en el que los asesinos introducían roedores vivos en el sexo de las mujeres, en el que los policías cortaban falanges para obtener confesiones…
Paul alzó la vista. El espectro de la aurora se recortaba contra el cielo como la curva de un astro lejano. Poco a poco, la ancha franja malva fue adquiriendo un tono rosado y destilando un color de azufre en lo alto de su arco, que empezaba a cubrirse de brillantes partículas blancas. La mica del día…
Se puso en pie y volvió sobre sus pasos. Cuando llegó a la place du Trocadéro, las cafeterías estaban abriendo. Vio las luces de Malakoff, la cervecería donde estaba citado con Naubrel y Matkowska, los dos tenientes de la policía judicial.
El día anterior les había ordenado que olvidaran la pista de las cámaras de alta presión y recopilaran todo lo que pudieran encontrar sobre los Lobos Grises y su historia política. Si iba a concentrarse en la Presa, quería conocer también a los cazadores.
Al llegar a la puerta de la cervecería, se detuvo y reflexionó sobre el nuevo problema que le preocupaba desde hacía horas: la desaparición de Jean-Louis Schiffer. No había dado señales de vida desde la conversación telefónica de las once de la noche. Paul había intentado hablar con él repetidas veces, pero en vano. Podía haberse temido lo peor, haberse inquietado por su vida, pero no: más bien presentía que aquel cabrón lo había dejado en la estacada. Recuperada la libertad, el Cifra debía de haber dado con una buena pista y la estaba siguiendo en solitario.
Paul procuró reprimir su cólera y mentalmente le concedió una nueva oportunidad: le daba hasta las diez de la mañana para aparecer. Cumplido el plazo, lanzaría una orden de búsqueda. No le faltaba más que eso.
Empujó la puerta de la cervecería sintiendo que su humor volvía a ensombrecerse.
Los dos tenientes ya lo estaban esperando en el fondo del bar. Antes de reunirse con ellos, Paul se frotó la cara y trató de alisare la parka. Quería recobrar parte de la apariencia de lo que era -su superior jerárquico- y no parecer un vagabundo surgido de la noche.
Cruzó el local, demasiado iluminado, demasiado renovado, donde todo parecía falso, desde las arañas hasta los respaldos de los bancos. Falso cinc, falsa madera y falso cuero. Un garito pretencioso, saturado de vapores de alcohol y olor a tapa, pero todavía desierto.
Paul se sentó frente a sus investigadores v contempló con placer sus risueños rostros. Como policías, Naubrel y Matkowska no serían unos linces, pero tenían el entusiasmo de su juventud. Le recordaban el camino que él nunca había sabido tomar: el de la ligereza y la despreocupación.
Empezaron abrumándolo con detalles sobre sus investigaciones nocturnas. Paul pidió un café y los atajó:
– Muy bien, chicos. Vamos al grano.
Tras cambiar una mirada de complicidad con su compañero, Naubrel abrió una gruesa carpeta llena de fotocopias.
– Los Lobos Grises son, ante todo y en primer lugar. un asunto político. por lo que hemos podido entender, en los años sesenta, las ideas de izquierda estaban en auge en Turquía. Exactamente igual que en Francia. Como reacción, la extrema derecha subió, como la espuma. Un tal Alpaslan Türkes, un coronel que había coqueteado con los nazis, formó un partido: el partido de Acción Nacionalista. Él y sus hordas se presentaron como una muralla contra la amenaza roja
– A la sombra de ese grupo oficial -dijo Matkowska tomando el relevo- empezaron a surgir centros ideológicos destinados a los jóvenes. Primero en las facultades y más tarde en el campo. Los chicos que se adherían a ellos se hacían llamar los «Idealistas» y también los «Lobos Grises». -El teniente consultó sus notas-. Bozkurt , en turco.