Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Aquellos datos corroboraban los que le había dado Schiffer.

– En los años setenta -siguió explicando Naubrel-, la tensión entre comunistas y fascistas llegó a su punto culminante. Los Lobos Grises tomaron las armas. En determinadas regiones de Anatolia se crearon centros de entrenamiento. En ellos, los jóvenes Idealistas recibían adoctrinamiento político, aprendían artes marciales y se iniciaban en el manejo de las armas. Campesinos analfabetos se convirtieron en asesinos armados, entrenados y fanáticos.

Matkowska hojeó otro fajo de fotocopias:

– En 1977, los Lobos Grises pasaron a la acción: atentados con bomba, ametrallamiento de lugares públicos, asesinatos de conocidas personalidades… Los comunistas respondieron. Estalló una auténtica guerra civil. A finales de la década, la violencia política se cobraba en Turquía entre quince y veinte víctimas diarias. El terror puro y simple.

– ¿Y el gobierno? -preguntó Paul-. ¿La policía? ¿El ejército?

Sonrisa de Naubrel.

– Exacto. Los militares dejaron que la situación se pudriera hasta un punto que justificara su intervención. En 1980 dieron un golpe de Estado. Fulminante y limpio. Los terroristas de ambos bandos acabaron en la cárcel. Los Lobos Grises lo viven como una traición: luchaban contra los comunistas, y resulta que los políticos de derecha los mandan a chirona… En esa misma época, Türkes escribió lo siguiente: «Yo estoy en la cárcel, pero mis ideas están en el poder». En realidad, los Lobos Grises salieron enseguida. Türkes reanuda poco a poco sus actividades políticas. Siguiendo su ejemplo, otros Lobos Grises se desprenden de su pasado y se convierten en diputados, en parlamentarios. Pero hay otros: la tropa, los campesinos adiestrados en los campos, que no han conocido otra cosa que la violencia y el fanatismo.

– Sí -remachó Matkowska-, y esos se han quedado huérfanos. La derecha está en el poder y ya no los necesita. El propio Türkes, preocupado por su respetabilidad, les vuelve la espalda. Cuando salen del trullo, ¿qué pueden hacer?

Naubrel dejó la taza de café y respondió a la pregunta. El numerito del dueto les estaba saliendo que ni ensayado.

– Se reciclan como mercenarios. Tienen armas y experiencia. Trabajan para el mejor postor, sea el Estado o la mafia. Según los periodistas turcos con los que hemos hablado, es un secreto a voces: los Lobos Grises han trabajado para el MIT, los servicios secretos turcos, y han eliminado a líderes armenios y kurdos. También han formado milicias, escuadrones de la muerte. Pero su pan diario se lo proporciona la mafia. Cobro de deudas, extorsión, servicios de orden… A mediados de los ochenta, se incorporan al tráfico de droga que se está desarrollando en Turquía. A veces suplantan a los clanes mafiosos y toman el control. Comparados con los criminales clásicos, poseen una baza fundamental: conservan lazos con el poder, especialmente con la policía. En los últimos años han estallado en Turquía varios escándalos que han revelado la existencia de lazos más estrechos que nunca entre mafia, Estado y nacionalismo.

Paul reflexionaba. Todas aquellas historias le parecían vagas y lejanas. El mismo término «mafia» sonaba a tópico vacío. Siempre las mismas ideas de tentáculos, de complot, de redes invisibles… ¿Qué designaba exactamente? Nada de todo aquello lo acercaba a los asesinos que buscaba ni a la mujer a la que perseguían. No había ni un mal rostro, ni un mal nombre al que hincarle el diente.

Como si le hubiera adivinado el pensamiento, Naubrel soltó una risita cargada de orgullo.

– Y ahora, ¡sitio para las imágenes! -exclamó apartando las tazas y metiendo la mano en un sobre-. Hemos entrado en Internet y consultado los archivos fotográficos de Milliyet , uno de los periódicos con más tirada de Estambul. Hemos descubierto esto.

– ¿Qué es? -preguntó Paul cogiendo la primera foto.

– El entierro de Alpaslan Türkes. El «viejo Lobo» murió en abril de 1997. Tenía ochenta años. Un auténtico acontecimiento nacional.

Paul no daba crédito a sus ojos: el funeral había atraído a miles de turcos. El pie de foto precisaba en inglés: «Cuatro kilómetros de cortejo fúnebre, vigilados por diez mil policías».

Era un cuadro grave y magnífico. Negro como la muchedumbre que se arremolinaba en torno a los coches de la comitiva, ante la mezquita de Ankara. Blanco como la nieve que caía ese día en apretados copos. Rojo como la bandera turca que flotaba por doquier sobre las cabezas de los «fieles»…

Las siguientes fotografías mostraban la cabeza del cortejo. Paul reconoció a la ex primera ministra Tansu Çiller y concluyó que la acompañaban otros dignatarios políticos turcos. Incluso pudo comprobar la presencia de emisarios llegados de Estados vecinos, ataviados con prendas tradicionales de Asia Central, gorros y túnicas bordadas en oro.

De pronto, cayó en la cuenta. Los padrinos de la mafia turca también debían de haber participado en aquel desfile… Los jefes de las familias de Estambul y de las demás regiones de Anatolia, llegados a rendir el último homenaje a su aliado político. Puede que entre ellos también estuviera el hombre que tiraba de los hilos de su asunto. El que había lanzado a los Lobos sobre las huellas de Sema Gokalp…

Siguió viendo el resto de las fotos, que revelaban detalles singulares entre la muchedumbre. Por ejemplo, la mayoría de las banderas rojas no llevaban bordada una media luna -el emblema turco-, sino tres, dispuestas en forma de triángulo. Asimismo, diversos carteles ostentaban la efigie de un lobo aullando bajo las tres lunas.

Paul tenía la sensación de estar contemplando un ejército en marcha, una muchedumbre de guerreros de piedra con valores primitivos y símbolos esotéricos. Más que un partido político al uso, los Lobos Grises formaban una especie de secta, un clan místico con referentes ancestrales.

Las imágenes del final lo sorprendieron con un último detalle: los militantes no alzaban el puño al paso de la comitiva, como le había parecido. Hacían un saludo mucho más original: levantaban dos dedos. Paul se fijó en una mujer deshecha en llanto bajo la nieve, que hacía ese enigmático gesto.

Mirando con más atención, comprobó que levantaba el índice y el meñique y juntaba el corazón y el anular con el pulgar, como si hubiera cogido con ellos una pizca de sal.

– ¿Qué significa este gesto?

– No lo sé -respondió Matkowska-. Lo hacen todos. Un signo identificativo, sin duda. Para mí que están todos zumbados.

Aquel signo era una clave. Dos dedos levantados hacia el cielo, como dos orejas…

De pronto, lo comprendió.

Hizo el gesto ante Naubrel y Matkowska.

– Por Dios santo, ¿es que no veis lo que representa? -rezongó Paul. Puso la mano de lado, apuntando hacia el cristal como un hocico-. Fijaos bien.

– Joder -murmuró Naubrel-. Es un lobo. La cabeza de un lobo.

59

– Tendréis que separaros -les anunció Paul al salir de la cervecería.

Los tenientes acusaron el golpe. Tras pasar la noche en blanco, debían de estar deseando volver a casa. Su expresión despechada no hizo mella en Paul.

– Naubrel, tú continuarás con la investigación sobre las cámaras de alta presión.

– ¿Qué? Pero…

– Quiero una lista completa de las obras que utilizan ese tipo de aparatos en la región de París.

– Capitán, ese asunto es un callejón sin salida -repuso el de la judicial abriendo las manos en un gesto de impotencia-. Matkowska y yo hemos investigado en todos los sectores. De la construcción a la calefacción, de la sanidad al vidrio… Hemos visitado los talleres de pruebas, los…

Paul lo acalló con un gesto. Si hubiera sido por él, lo habría dejado correr. Pero, durante su última conversación telefónica, Schiffer le había preguntado por aquella pista, cosa que no habría hecho sin una buena razón. Ahora más que nunca, confiaba en el instinto del viejo sabueso…

– Quiero esa lista -repitió-. Todos los lugares en los que haya la menor posibilidad de que los asesinos hayan utilizado una cámara.

– ¿Y yo? -preguntó Matkowska.

Paul le tendió las llaves de su piso.

– Ve a mi casa, a la rue Chemin-Vert. Recoge todos los catálogos, fascículos y documentos sobre máscaras y bustos antiguos que encuentres en mi buzón. Me los deja un agente de la Anticriminal.

– ¿Qué hago con ellos?

Paul tampoco creía en aquella pista, pero, una vez más, oyó la voz de Schiffer: «¿Y las máscaras?». Puede que no fuera una hipótesis tan descabellada.

– Te instalas en mi casa y comparas cada imagen con los rostros de las muertas -respondió con firmeza.

– ¿Por qué?

– Busca similitudes. Estoy seguro de que el asesino se inspira en restos arqueológicos para desfigurarlas. -El teniente miraba las llaves en la palma de su mano con incredulidad. Paul no dio más explicaciones. Alejándose hacia el coche, añadió-: Nos veremos a mediodía. Si entretanto descubrís algo importante, me llamáis de inmediato.

Era el momento de ocuparse de una nueva idea que no paraba de darle vueltas en la cabeza: Ali Ajik, consejero cultural de la embajada turca, vivía a unas manzanas de allí. Valía la pena llamarlo. Siempre se había mostrado dispuesto a colaborar en la investigación, y Paul necesitaba hablar con un ciudadano turco.

Una vez en el coche, lo llamó con el móvil, que ya estaba recargado. Ajik no dormía; al menos, eso aseguró.

Minutos más tarde, Paul subía la escalera que conducía al domicilio del diplomático. Tenía flojera. La falta de sueño, el hambre, los nervios…

Ajik lo recibió en un pisito moderno transformado en cueva de Alí Babá. La luz arrancaba reflejos cobrizos al lustroso mobiliario y las paredes estaban cubiertas de medallones, cuadros y lámparas que irradiaban oro y bronce. El suelo había desaparecido bajo alfombras superpuestas de los mismos tonos ocres. Aquella decoración de las mil y una noches se compadecía mal con el personaje, un turco moderno y políglota de unos cuarenta años.

– Antes que yo -explicó Ajik en tono de disculpa-, ocupó el piso un diplomático de la vieja escuela. Bueno, ¿cuál es la urgencia? -le preguntó sonriendo con las manos metidas en los bolsillos del chándal gris perla.

– Me gustaría enseñarle unas fotos.

– ¿Fotos? Faltaría más. Pase. Estaba preparando té.

A Paul le habría gustado rechazar la invitación, pero tenía que jugar a aquel juego. Su visita era informal, por no decir ilegal, puesto que rayaba con la violación de la inmunidad diplomática.

56
{"b":"87824","o":1}