Литмир - Электронная Библиотека
A
A

TRES

14

El lunes por la mañana, Anna Heymes salió discretamente de casa y cogió un taxi hasta la orilla izquierda. Recordaba haber visto varias librerías médicas en las inmediaciones del Odéon.

En una de ellas, hojeó los libros de psiquiatría y neurología en busca de información sobre las biopsias practicadas en el cerebro. El término que había utilizado Ackermann seguía resonando en su memoria: «Biopsia estereotáxica». No tardó en encontrar unas fotografías y una descripción detalla de aquella técnica.

Vio cabezas de pacientes, rasuradas y encerradas en un armazón cuadrado, una especie de cubo de metal fijado a las sienes. El aparato estaba coronado por un trépano, una auténtica taladradora.

Las imágenes le permitieron seguir la operación etapa a etapa. La broca perforando el hueso; el escalpelo introduciéndose en el orificio y atravesando a su vez la duramadre, la membrana que envuelve el cerebro; la aguja de cabeza hueca hundiéndose en el tejido cerebral. En una de las fotografías incluso se apreciaba el color rosado del órgano, del que el cirujano estaba extrayendo la sonda.

Cualquier cosa antes que eso.

Anna había tomado una decisión: tenía que pedir una segunda opinión, consultar sin tardanza a otro especialista, que le propusiera una alternativa, un tratamiento diferente.

Entró en una cervecería del boulevard Saint-Germain, se metió en la cabina telefónica del sótano y consultó la guía. Tras varias tentativas fallidas con médicos ausentes o desbordados, dio con una tal Mathilde Wilcrau, psiquiatra y psicoanalista, que parecía menos ocupada.

La mujer tenía una voz grave, pero su tono era ligero, casi juguetón. Anna describió brevemente sus «problemas de memoria» e insistió en la urgencia del caso. La psiquiatra acepto recibirla de inmediato. Cerca del Panteón, a cinco minutos del Odéon.

Poco después, Anna hacía tiempo en una pequeña sala de espera decorada con muebles antiguos barnizados y cincelados, que parecían recién salidos del palacio de Versalles. Estaba sola, entretenida en contemplar las fotografías enmarcadas que adornaban las paredes: imágenes de hazañas deportivas llevadas a cabo en las situaciones más extremas.

En una de las fotos, una silueta alzaba el vuelo desde lo alto de un precipicio suspendida de un parapente; en la siguiente, un alpinista encapuchado trepaba por una pared de hielo; en otra, un tirador con pasamontañas y enfundado en un traje de esquí apuntaba un rifle con mira telescópica hacia un blanco invisible.

– Mis hazañas de otros tiempos.

Anna se volvió hacia la voz.

Mathilde Wilcrau era una mujer alta, de anchas espaldas y sonrisa radiante. Sus brazos salían del traje chaqueta de forma brutal, casi agresiva. Sus piernas, largas y torneadas, dibujaban poderosas curvas. Entre cuarenta y cincuenta años, se dijo Anna observando los ajados párpados y las arrugas de las comisuras de los ojos. Pero a aquella mujer atlética no cabía describirla en términos de edad, sino más bien de energía; no era cuestión de años, sino de kilojulios.

– Por aquí -dijo la psiquiatra invitándola a seguirla.

El despacho hacía juego con la sala de espera: madera. mármol, oro… Anna intuía que la verdad de Mathilde Wilcrau no habitaba en aquel decorado preciosista, sino en las fotografías de sus proezas.

Las dos mujeres se sentaron a ambos lados de un escritorio de color fuego. La médica cogió una estilográfica y escribió los datos de rigor en un bloque de hojas cuadriculadas. Nombre, edad, dirección… Anna estuvo a punto de inventarse una identidad, pero se había prometido a sí misma jugar limpio.

Mientras respondía, Anna seguía observando a su interlocutora. Le sorprendía su actitud resuelta, ostentosa, casi estadounidense. La oscura melena le caía sobre los hombros; sus amplios y regulares rasgos rodeaban unos labios muy rojos y sensuales, que atraían la mirada. La imagen que acudió a su mente fue la de un dulce de frutas, rebosante de azúcar y energía. Aquella mujer le inspiraba una confianza espontánea.

– Entonces, ¿cuál es el problema? -preguntó la psiquiatra en tono jovial.

Anna se esforzó en ser concisa.

– Tengo fallos de memoria.

– ¿Qué tipo de fallos?

– No reconozco rostros que deberían serme familiares.

– ¿Ninguno?

– Especialmente, el de mi marido.

– Sea más precisa. ¿No lo reconoce en absoluto? ¿Nunca?

– No, son lapsus muy cortos. De pronto, su rostro no me dice nada. Es un completo desconocido. Luego, se enciende la bombilla. Hasta hace poco, esos agujeros negros no duraban más que un segundo. Pero ahora me parecen cada vez más largos.

Mathilde golpeaba el bloc con el extremo de la estilográfica, una Mont-Blanc lacada de negro. Anna advirtió que se había quitado los zapatos discretamente.

– ¿Es todo?

Anna dudó.

– A veces también me ocurre lo contrario.

– ¿Lo contrario?

– Creo reconocer rostros de personas que no conozco.

– Póngame un ejemplo.

– Me ocurre sobre todo con una persona. Trabajo en la Casa del Chocolate, en la rue du Faubourg-Saint-Honoré, desde hace un mes. Hay un cliente regular. Un hombre de unos cuarenta años. Siempre que entra en la tienda siento una sensación familiar. Pero nunca consigo recordar nada concreto.

– Y él, ¿qué dice?

– Nada. Es evidente que nunca me ha visto más que detrás del mostrador.

Bajo el escritorio, la psiquiatra meneaba los dedos de los pies dentro de las medias negras. Toda su actitud tenía algo de travieso y retozón.

– Resumiendo, no reconoce usted a las personas a las que tendría que reconocer y en cambio cree reconocer a las que no conoce. ¿Es eso?

La señora Wilcrau alargaba las últimas sílabas de un modo peculiar que recordaba el vibrato de un violonchelo.

– Puede expresarse así, sí.

– ¿Ha probado con un buen par de gafas?

Súbitamente, la cólera se apoderó de Anna, que sintió un intenso calor en el rostro. ¿Cómo podía burlarse de su enfermedad? Se levantó y agarró el bolso, pero Mathilde Wilcrau se apresuró a disculparse:

– Perdóneme. Era una broma. Ha sido una idiotez. Por favor, no se vaya.

Anna se detuvo. La sonrisa roja la envolvía como un halo balsámico. Su reticencia se desvaneció, y Anna se dejó caer en el sillón.

– Sigamos, por favor -dijo la psiquiatra volviendo a sentarse a su vez-. ¿Siente usted a veces cierto malestar ante determinados rostros? Es decir, ante los rostros que ve a diario, en la calle, en los lugares públicos.

– Sí, pero es otra sensación. Sufro… una especie de alucinaciones. En el autobús, en las cenas, en cualquier situación. Las caras se desdibujan, se mezclan, forman máscaras horribles. Ya no me atrevo a mirar a nadie. Pronto no seré capaz de salir de casa…

– ¿Qué edad tiene usted?

– Treinta y un años

– ¿Cuánto hace que sufre esos trastornos?

– Un mes y medio, aproximadamente.

– ¿Van acompañados de molestias físicas?

– No… Bueno, sí. Sensación de angustia, sobre todo. Temblores. Siento el cuerpo pesado. Las extremidades, torpes. A veces, también siento ahogo. Y hace poco sangré por la nariz.

– ¿Su estado de salud es bueno, en general?

– Excelente. Nada reseñable.

La psiquiatra hizo una pausa para tomar notas en el bloc.

– ¿Padece otros trastornos de memoria, relacionados, por ejemplo, con episodios de su pasado?

Anna pensó: A cielo abierto, y respondió:

– Sí. Ciertos recuerdos pierden consistencia. Parecen alejarse, borrarse.

– ¿Cuáles? ¿Los relacionados con su marido?

Anna se irguió contra el respaldo del sillón.

– ¿Por qué me pregunta eso?

– Está claro que el rostro de su marido es el principal desencadenante de sus crisis. Es posible que el pasado que comparte con él también le plantee un problema.

Anna suspiró. Aquella mujer la interrogaba como si su enfermedad estuviera relacionada con sus sentimientos o su inconsciente, como si empujara su memoria en determinada dirección de forma voluntaria. Era un enfoque totalmente distinto al de Ackermann. No era eso lo que había ido a buscar allí?

– Es cierto -admitió al fin-. Mis recuerdos con Laurent se desintegran, desaparecen. -Tras hacer una pausa, siguió hablando en un tono más vivo-: Pero, en cierto modo, es lógico.

– ¿Por qué?

– Laurent es el centro de mi vida, de mi memoria. Forma parte de la mayoría de mis recuerdos. Antes de trabajar en la Casa del Chocolate, era una simple ama de casa. Mi pareja era mi única preocupación.

– ¿No había trabajado nunca?

– Soy licenciada en Derecho, pero nunca he pisado un bufete. No tenemos hijos. Laurent es todo mi mundo, mi único horizonte, por decirlo así.

– ¿Cuánto hace que se casaron?

– Ocho años.

– ¿Tienen relaciones sexuales normales?

– ¿A qué llama usted normal?

– Tibias. Aburridas.

Anna la miró sin comprender. La sonrisa se acentuó.

– Era otra broma. Solo quiero saber si tienen relaciones regulares.

– Por ese lado, todo va bien. Es más tengo… Quiero decir que siento un deseo muy fuerte hacia él. Cada vez más fuerte, diría yo. Es tan extraño…

– Tal vez no lo sea tanto.

– ¿Qué quiere decir?

– ¿En qué trabaja su marido?

– Es policía.

– ¿Perdón?

– Funcionario del Ministerio del interior. Dirige el Centro de Estudios y Sondeos. Supervisa miles de informes y estadísticas sobre la criminalidad en Francia. Nunca he acabado de entender en qué consiste su trabajo, pero parece importante. Está muy cerca del ministro.

– ¿Por qué no han tenido hijos? -le preguntó Mathilde, como si lo anterior careciera de importancia-. ¿Algún problema por ese lado?

– Ninguno fisiológico, en todo caso.

– Entonces, ¿por qué?

Anna dudó. La noche del sábado volvió a acudirle a la mente: la pesadilla, las revelaciones de Laurent, su rostro cubierto de sangre…

– No lo sé con exactitud. Hace dos días le hice la misma pregunta a mi marido. Me respondió que nunca he querido tenerlos. Según él, le hice prometerme que no los tendríamos. Pero yo no lo recuerdo. ¿Cómo puedo haber olvidado algo así? iNo-lo-re-cuer-dol -repitió Anna acentuando cada sílaba.

La doctora escribió unas líneas y preguntó:

– ¿Y sus recuerdos de infancia? ¿También se desvanecen?

– No. Me parecen lejanos, pero nítidos.

– ¿Recuerdos de sus padres?

16
{"b":"87824","o":1}