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– No.

– ¿Problemas de orientación?

– No.

– ¿Problemas de habla?

– No.

– ¿Te cuesta realizar determinados movimientos?

Anna no respondió; al cabo de unos instantes, esbozó una débil sonrisa.

– Estás pensando en el Alzheimer, ¿verdad?

– Verifico, eso es todo. -Era la primera enfermedad en la que había pensado Anna. Se había informado y había consultado diccionarios de medicina: la incapacidad de reconocer rostros es uno de los síntomas de la enfermedad de Alzheimer-. No tienes la edad, en absoluto -añadió Ackermann en el tono que se utiliza para razonar con un niño-. Además, lo habría visto desde los primeros exámenes. Los cerebros afectados por una enfermedad neurodegenerativa poseen una morfología muy específica. Pero tengo que hacerte todas estas preguntas para efectuar un diagnóstico completo, ¿comprendes? -Y, sin esperar respuesta, repitió-: ¿Te cuesta hacer algunos movimientos o no?

– No.

– ¿Trastornos del sueño?

– No.

– ¿Entorpecimiento inexplicable?

– No.

– ¿Jaquecas?

– Ninguna.

El médico cerró el bloc y se levantó. Siempre era la misma sorpresa. Rondaba el metro noventa, pero no debía de pesar más de sesenta kilos. Un espantajo que llevaba la bata blanca como si se la hubieran puesto encima para que se secara.

Era de un pelirrojo subido, ígneo; tenía la pelambrera, crespa y mal cortada, del color de la miel ardiente, y la piel, salpicada de pecas de color ocre hasta en los párpados. Las gafas de montura metálica, finas como láminas, hacían que su anguloso rostro pareciera aún más alargado.

Su peculiar fisonomía parecía preservarlo del paso del tiempo. Era mayor que Laurent, pero a sus cincuenta y tantos años seguía pareciendo un hombre joven. Las arrugas se habían dibujado sobre su rostro sin llegar a afectar a lo esencial: aquellos rasgos de águila, acerados, indescifrables. Las cacarañas de acné que salpicaban sus mejillas eran lo único que le daba una carne, un pasado.

Ackermann dio unos pasos en el exiguo espacio libre del despacho, en silencio. Los segundos se alargaban. Anna no podía más.

– Por amor de Dios, ¿se puede saber qué tengo?

El neurólogo agitó un objeto metálico en el interior de un bolsillo. Llaves, sin duda; pero su sonido fue como una campanilla que le desató la lengua:

– Primero, deja que te explique las pruebas que acabamos de hacerte.

– Ya iba siendo hora, sí.

– La máquina que hemos utilizado es una cámara de positrones. Lo que los especialistas llaman un «Petscan». Es un aparato basado en la tecnología de la tomografía por emisión de positrones, la TEP, que permite observar las zonas de actividad del cerebro en tiempo real localizando las concentraciones sanguíneas de dicho órgano. Contigo he querido hacer lo que podríamos llamar una revisión general. Verificar el funcionamiento de varias grandes zonas cerebrales cuya localización conocemos bien. La vista. El lenguaje. La memoria. -Anna pensó en los diferentes tests. Los cuadrados de color; la historia contada de distintas formas; los nombres de capitales. No tuvo ninguna dificultad para situar cada prueba en aquel contexto, pero Ackermann estaba lanzado-. El lenguaje, por ejemplo. Toda la actividad relacionada con él se produce en el lóbulo frontal, en una región subdividida a su vez en subsistemas, responsables respectivamente de la audición, el léxico, la sintaxis, la.semántica, la prosodia… -El neurólogo iba señalándose el cráneo con el dedo-. La asociación de esas zonas es lo que nos permite comprender y utilizar las palabras. Mediante las diferentes versiones de mi pequeño relato, he puesto en funcionamiento cada uno de esos sistemas en el interior de tu cabeza.

Ackermann no paraba de dar vueltas por el minúsculo despacho. Los grabados de las paredes aparecían y desaparecían al ritmo de sus idas y venidas. Anna se fijó en un extraño dibujo que representaba a un simio de colores vivos, enorme boca y manos descomunales. A pesar del calor que desprendían los fluorescentes, tenía los riñones helados.

– ¿Y bien? -preguntó con un hilo de voz.

El neurólogo abrió las manos en un gesto que pretendía ser tranquilizados.

– Todo está en orden. Lenguaje. Vista. Memoria. Todas las áreas se han activado normalmente.

– Salvo cuando me has puesto el retrato de Laurent.

Ackermann se inclinó sobre el escritorio e hizo girar la pantalla del ordenador. Anna vio la imagen digitalizada de un cerebro. Un corte transversal, verde fosforescente; el interior era completamente negro.

– Tu cerebro en el momento en que mirabas la fotografía de Laurent. No hay reacción. Ninguna conexión. Una imagen plana.

– ¿Qué significa eso?

El neurólogo se irguió, volvió a hundir las manos en los bolsillos e hinchó el pecho de forma teatral: había llegado el momento del veredicto.

– Creo que tienes una lesión.

– ¿Una lesión?

– Que afecta exclusivamente a la zona responsable del reconocimiento de los rostros.

Anna estaba estupefacta.

– ¿Hay una zona… para las caras?

– Sí. Un dispositivo neuronal especializado en esa función, situado en el hemisferio derecho, en la zona ventral del temporal, en la parte posterior del cerebro. Este sistema fue descubierto en los años cincuenta. Las personas que habían sido víctimas de un accidente vascular en esa zona ya no eran capaces de reconocer los rostros. Luego, gracias al Petscan, se localizó de forma aún más precisa. Ahora sabemos, por ejemplo, que esta área está especialmente desarrollada en los «fisonomistas», los individuos que vigilan la entrada de las discotecas, los casinos…

– Pero yo reconozco la mayoría de las caras -objetó Anna-. Durante la prueba, he identificado todos los retratos…

– Todos menos el de tu marido. Y eso es una indicación seria. -Ackermann juntó los dos índices sobre los labios, en un exagerado gesto de reflexión. Cuando no era un témpano, se volvía teatral-. Poseemos dos tipos de memoria. Por un lado está lo que aprendemos en el colegio, y por otro, lo que aprendemos en nuestra vida personal. Estas dos memorias no siguen el mismo camino dentro de nuestro cerebro. Creo que padeces un defecto de conexión entre el análisis instantáneo de los rostros y su comparación con tus recuerdos personales. Una lesión que bloquea ese mecanismo. Puedes reconocer a Einstein, pero no a Laurent, que pertenece a tus archivos privados.

– Y eso… ¿se cura?

– Por supuesto. Vamos a trasladar esa función a una parte sana de tu cerebro. Es una de las ventajas de este órgano: su plasticidad. Para eso, tendrás que someterte a una reeducación, una especie de entrenamiento mental, de ejercicios regulares, con la ayuda de los medicamentos apropiados.

El tono grave del neurólogo parecía desmentir su optimismo.

– ¿Cuál es el problema? -preguntó Anna.

– El origen de la lesión. Tengo que confesar que ahí me pierdo. No hay ningún signo de tumor, ninguna anomalía neurológica… No has sufrido ningún traumatismo craneal ni ningún accidente vascular que hubiera podido privar de irrigación a esa parte del cerebro. -Ackermann chasqueó la lengua-. Tendremos que hacerte otros análisis más profundos, con el fin de afinar el diagnóstico.

– ¿Qué tipo de análisis?

El médico se sentó al escritorio y posó su indescifrable mirada en Arma.

– Una biopsia. Una pequeñísima extracción de tejido cortical.

Anna tardó varios segundos en comprender; luego, una bocanada de terror le subió al rostro. Se volvió hacia Laurent, pero lo vio lanzar una mirada de complicidad a Ackermann. Su suerte estaba decidida, sin duda desde primera hora de la mañana.

Las palabras temblaron entre sus labios:

– De ninguna manera.

El neurólogo sonrió por primera vez. El gesto pretendía ser tranquilizador, pero resultaba totalmente artificial.

– No tienes por qué preocuparte. Practicaremos una biopsia estereotáxica. Se trata de una simple sonda que…

– Nadie va a hurgarme en el cerebro.

Anna se levantó y se arrebujó en el chal. Alas de cuervo adornadas de oro. Laurent tomó la palabra:

– No te lo tomes así. Eric me ha asegurado que…

– ¿Estás de su lado?

– Todos estamos de tu lado -aseguró Ackermann.

Anna retrocedió para abarcar mejor a aquellos dos hipócritas.

– Nadie hurgará en mi cerebro -repitió en tono aún más firme-. Prefiero perder la memoria del todo o seguir como estoy hasta reventar. No volveré a poner los pies aquí jamás. -Y de pronto, presa del pánico, gritó-: ¡Jamás! ¿Lo entendéis?

3

Echó a correr por el pasillo desierto y bajó las escaleras tan deprisa como pudo, pero al llegar a la puerta del edificio se detuvo en seco. Sintió que el frío viento llamaba a su sangre bajo su carne. El patio estaba inundado de sol. Era una claridad estival, sin calor ni hojas en los árboles, como si los hubieran congelado para conservarlos mejor.

Al otro lado del patio, Nicolás, el chofer, la vio y bajó de la berlina para abrirle la puerta. Anna negó con la cabeza. Con mano temblorosa, buscó un cigarrillo en el bolso, lo encendió y saboreó la acritud del humo que le llenaba la garganta.

El instituto Henri-Becquerel agrupaba varios inmuebles de cuatro pisos que encuadraban un patio salpicado de árboles y apretados arbustos. Las anodinas fachadas, grises o rosa, ostentaban letreros admonitorios PROHIBIDO ENTRAR SIN AUTORIZACIÓN, ESTRICTAMENTE RESERVADO AL PERSONAL MÉDICO; ATENCIÓN, PELIGRO. En aquel maldito hospital, hasta el menor detalle parecía hostil.

Aspiró otra bocanada de humo con ansia; el sabor del tabaco quemado la apaciguó, como si hubiera arrojado su cólera a aquel minúsculo fuego. Cerró los ojos y se sumergió en el embriagador aroma Oyó pasos a sus espaldas.

Laurent pasó junto a ella sin mirarla, atravesó el patio y abrió la puerta posterior del coche. La esperó con rostro tenso, golpeando el asfalto con sus lustrosos mocasines. Anna tiró el Marlboro, se acercó y se deslizó en el asiento de cuero. Laurent rodeó el vehículo y se sentó a su lado. Tras la silenciosa escaramuza, el chofer arrancó y bajó la pendiente del aparcamiento con una lentitud de nave espacial.

Varios soldados montaban guardia ante la barrera blanca y roja de la entrada.

– Voy a recoger mi pase -dijo Laurent.

Anna se miró las manos. Seguían temblándole. Sacó del bolso una polvera y se miró en el espejo oval. Casi esperaba descubrir que tenía el rostro señalado, como si su agitación interior hubiera tenido la violencia de un puñetazo. Pero no, seguía teniendo el mismo rostro liso y regular, la misma blancura de nieve enmarcada en cabellos negros cortados a la Cleopatra, los mismos ojos azul oscuro y rasgados hacia las sienes, que bajaban los párpados lentamente, con la pereza de un gato.

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