– Rojo.
Anna Heymes se sentía cada vez más incómoda. El experimento no ofrecía ningún peligro, pero la idea de que pudieran leerle la mente en esos momentos la turbaba profundamente.
– Azul.
Estaba tumbada en una mesa de acero inoxidable, en el centro de una sala sumida en la penumbra, con la cabeza en el orificio central de una máquina cilíndrica de color blanco. Justo encima de la cara tenía un espejo inclinado sobre el que se proyectaban unos cuadraditos. Solo tenía que nombrar en voz alta los colores que iban tomando.
– Amarillo.
El líquido de un gotero penetraba lentamente en su brazo derecho. El doctor Eric Ackermann le había explicado brevemente que se trataba de un trazador diluido que permitiría localizar los aflujos de sangre en su cerebro.
Los colores seguían sucediéndose. Verde. Naranja. Rosa… Luego, el espejo se apagó.
Anna permaneció inmóvil, con los brazos extendidos a lo largo del cuerpo, como en un sarcófago. A unos metros a su izquierda distinguía la tenue claridad de acuario de la cabina de cristal en la que estaban el doctor Ackermann y Laurent, su marido. Se los imaginaba ante los monitores de observación, vigilando la actividad de sus neuronas. Se sentía espiada, robada, casi violada en su intimidad más secreta.
La voz de Ackermann resonó en el auricular fijado a su oído:
– Muy bien, Anna. Ahora los cuadrados empezarán a moverse. Solo tienes que describir sus movimientos, utilizando una sola palabra: derecha, izquierda, arriba, abajo…
Los cuadraditos empezaron a desplazarse como un mosaico abigarrado, fluido y elástico o un banco de minúsculos peces de colores.
– Derecha -dijo Anna hacia el micrófono acoplado a los auriculares.
Los cuadraditos se movieron hacia el borde superior del espejo.
– Arriba.
La prueba duró varios minutos. Anna respondía con voz lenta y monótona, y sentía una modorra que la invadía poco a poco. El calor que despedía el espejo no hacía más que aumentar su somnolencia. A ese paso no tardaría en quedarse dormida.
– Perfecto -dijo Ackermann-. Ahora oirás una historia, contada de varias maneras. Tienes que escucharlas todas con mucha atención.
– ¿Qué tengo que decir?
– Ni una palabra. Limítate a escuchar.
Al cabo de unos segundos, Anna oyó una voz de mujer en el auricular. Hablaba en otro idioma; los sonidos parecían asiáticos, tal vez orientales.
Una breve pausa, y vuelta a empezar, esta vez en francés. Pero saltándose la gramática a la torera: verbos en infinitivo, artículos mal concordados, desorden sintáctico…
Anna intentó descifrar aquel galimatías, pero la siguiente versión empezó de inmediato. Ahora las frases estaban salpicadas de palabros… ¿Qué significaba todo aquello? De pronto, el silencio llenó sus oídos y la oscuridad del cilindro se hizo aún más densa.
El médico tardó unos instantes en hablar:
– Siguiente test. Ahora oirás nombres de países, y tienes que ir diciendo las capitales.
Anna iba a decir que lo había entendido, pero el primer nombre sonó de inmediato:
– Suecia.
– Estocolmo -dijo sin pensárselo dos veces.
– Venezuela.
– Caracas.
– Nueva Zelanda.
– Auckland. No, Wellington.
– Senegal.
– Dakar.
Las capitales le acudían a la mente automáticamente. Sus respuestas eran casi reflejas, pero el resultado la satisfizo. Su memoria era mejor de lo que pensaba. ¿Qué estarían viendo Ackermann y Laurent en los monitores? ¿Qué zonas de su cerebro se estarían activando?
– Ultimo test -le anunció el neurólogo-. Ahora verás unas caras. Identifícalas en voz alta tan deprisa como puedas.
Anna había leído en alguna parte que para desencadenar el mecanismo de la fobia bastaba un simple signo, una palabra, un gesto, un detalle visual; los psiquiatras lo llamaban la «señal de la angustia». Señal: el término perfecto. En su caso, la palabra «rostro» bastaba para provocarle malestar. Al instante, se ahogaba, se le hacía un nudo en el estómago, se le agarrotaban las extremidades… y era como si tuviera una especie de guijarro muy caliente en la garganta.
Una imagen en blanco y negro llenó el espejo. Melena rubia, labios fruncidos, una peca en el labio superior… Estaba chupado.
– Marilyn Monroe.
Un grabado sustituyó a la fotografía. Mirada sombría, mandíbulas apretadas, melena ondulada…
– Beethoven.
Una cara redonda, de carrillos llenos y ojos rasgados…
– Mao Tse Tung.
Anna estaba sorprendida de reconocerlos tan fácilmente. Los personajes seguían desfilando: Michael Jackson, la Gioconda, Albert Einstein… Tenía la sensación de estar viendo las brillantes proyecciones de una linterna mágica. Respondía sin vacilar. El malestar empezaba a remitir.
Pero, de pronto, un retrato la dejó en suspenso: un hombre de unos cuarenta años, de rostro juvenil y ojos saltones. El color rubio del pelo y las cejas no hacía más que reforzar su aire de adolescente indeciso.
El miedo la recorrió como una onda eléctrica. Un dolor le oprimía el pecho. Aquellas facciones le traían algún recuerdo, que sin embargo no podía relacionar con ningún nombre, con ningún hecho concreto. Su memoria era un túnel negro. ¿Dónde había visto aquella cara? ¿Era un actor? ¿Un cantante? ¿Un antiguo conocido? La imagen dio paso a un rostro alargado en el que destacaban unas gafas redondas.
– John Lennon -murmuró con la boca seca.
A continuación apareció el Che Guevara, pero Anna dijo:
– Espera, Eric…
El carrusel continuó. Un autorretrato de Van Gogh llenó el espejo de colores vivos. Anna agarró el micrófono:
– ¡Eric, por favor!
La imagen se congeló. Anna sentía los colores y el calor refractándose en su piel.
– ¿Qué? -preguntó Ackermann al fin.
– Ese que no he podido reconocer, ¿quién era?
Silencio. Dos ojos de colores diferentes la taladraban desde el espejo. David Bowie. Anna se incorporó y alzó la voz:
– Te he hecho una pregunta, Eric. ¿Quién era?
El espejo se apagó. Sus ojos se adaptaron a la oscuridad en un segundo. Anna captó su reflejo en el rectángulo de cristal: demacrado, huesudo. La cara de una muerta. El médico respondió al fin:
– Era Laurent, Anna -respondió al fin Ackermann-. Laurent Heymes, tu marido.
– ¿Cuánto hace que tienes estos lapsus?
Anna no respondió. Era casi mediodía. Llevaba toda la mañana haciendo pruebas. Radiografías, escáneres, resonancias magnéticas y, para acabar, los tests del dichoso cilindro. Se sentía vacía, agotada, desorientada. Y aquel despacho era lo que le faltaba… Una habitación estrecha, sin ventana, excesivamente iluminada, atestada de historiales apilados sin orden ni concierto en estanterías metálicas o en el mismo suelo. Los grabados de las paredes representaban cerebros al descubierto y cráneos rapados y surcados de líneas de puntos, como recortables. De lo más tranquilizador…
– ¿Cuánto hace, Anna? -repitió Ackermann.
– Más de un mes.
– Sé más precisa. Te acordarás de la primera vez, ¿no?
Por supuesto que se acordaba. ¿Cómo iba a olvidar algo así?
– Fue el 4 de febrero. Por la mañana. Salía del baño. Me crucé con Laurent en el pasillo. Estaba a punto de marcharse a la oficina. Me sonrió. Yo me sobresalté. No sabía quién era.
– ¿No tenías la menor idea?
– En ese momento, no. Luego todo volvió a ordenarse en mi cabeza.
– Explícame qué sentiste exactamente en ese momento.
Anna esbozó un encogimiento de hombros, un gesto de indecisión bajo el chal negro y dorado.
– Fue una sensación rara, fugaz. Como la de haber vivido algo con anterioridad. El malestar duró lo que dura un relámpago -dijo Anna chasqueando los dedos-. Luego, todo volvió a la normalidad.
– ¿Qué pensaste en ese momento?
– Lo achaqué al cansancio.
Ackermann apuntó algo en el bloc de notas que tenía delante y continuó el interrogatorio:
– ¿Se lo explicaste a Laurent esa misma mañana?
– No. No me pareció tan grave.
– Y la segunda crisis, ¿cuándo se produjo?
– Una semana después. He tenido varias, una detrás de otra.
– ¿Siempre con Laurent?
– Siempre, sí.
– ¿Y siempre acababas reconociéndolo?
– Sí. Pero conforme pasaba el tiempo el despertar parecía… no sé… parecía tardar más en producirse.
– ¿Fue entonces cuando se lo contaste?
– No.
– ¿Por qué?
Anna cruzó las piernas y posó las manos, frágiles como dos pájaros de plumaje pálido, sobre la falda de seda oscura.
– Me pareció que hablar agravaría el problema. Además…
El neurólogo alzó la vista. El rojo de sus cabellos se reflejaba en los cristales de sus gafas.
– ¿Además…?
– No es algo fácil de explicar a un marido. Laurent… -Anna sentía la presencia de su marido, que permanecía de pie detrás de ella, recostado contra una estantería metálica-. Laurent se estaba convirtiendo en un extraño.
El médico, que parecía haber percibido su apuro, optó por cambiar de tema:
– Esa dificultad para reconocer, ¿la has experimentado con relación a otras personas?
– A veces -respondió Anna tras un instante de vacilación-. Pero muy pocas.
– ¿Con quién, por ejemplo?
– Con los tenderos del barrio. Y en el trabajo. No reconozco a determinados clientes, a pesar de que son habituales.
– ¿Y con tus amigos?
Anna hizo un gesto vago.
– No tengo amigos.
– ¿Familiares?
– Mis padres murieron. Solo tengo unos tíos y unos primos en el suroeste. Pero nunca voy a verlos.
Ackermann volvió a tomar nota, pero sus facciones no dejaron traslucir ninguna reacción. Parecían congeladas en ámbar.
Anna detestaba a aquel hombre, amigo de la familia de Laurent. Había cenado en casa en varias ocasiones, pero no abandonaba su frialdad de témpano bajo ninguna circunstancia. A no ser, claro está, que alguien mencionara sus campos de investigación: el cerebro, la geografía cerebral, el sistema cognitivo humano… Entonces todo cambiaba: se entusiasmaba, se exaltaba, manoteaba como un poseso…
– Así que el mayor problema lo tienes con el rostro de Laurent… -le preguntó el neurólogo.
– Sí. Pero también es el más cercano. El que veo más a menudo.
– ¿Tienes otros problemas de memoria?
Anna se mordió el labio inferior. Una vez más, dudó: