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Vio a Laurent volviendo al coche con el cuello del abrigo subido y el cuerpo inclinado hacia delante para resistir el viento, y sintió una repentina ola de calor. El deseo. Siguió contemplándolo: sus rizos rubios, sus ojos saltones, el tormento que le arrugaba la frente… Se agarraba los faldones del abrigo con mano insegura. Un gesto de niño medroso, precavido, que no cuadraba con su posición de alto funcionario. Como cuando pedía un cóctel y describía las dosis que deseaba juntando el pulgar y el índice. O cuando se encogía y deslizaba las dos manos entre sus muslos para manifestar frío o apuro. Era esa fragilidad suya lo que la había seducido; aquellos defectos, aquellas debilidades que contrastaban con su poder real. Pero ¿qué seguía gustándole de él? ¿Qué recordaba?

Laurent volvió a sentarse a su lado. Levantaron la barrera. Al pasar, Laurent saludó a los hombres armados. Aquel gesto respetuoso volvió a irritarla. El deseo se desvaneció.

– ¿Por qué hay tantos policías?

– Militares -la corrigió su marido-. Son militares.

El coche se unió a la circulación. La place du Général-Leclerc, en Orsay, era minúscula y estaba cuidadosamente ordenada. Una iglesia, el ayuntamiento, una floristería… Todo claramente separado.

– ¿Por qué hay tanto militar? -insistió Anna.

– Es por el Oxígeno-15 -respondió Laurent distraídamente.

– ¿Por qué?

Laurent no la miró. Hacía tamborilear los dedos en el cristal.

– El Oxígeno-15. El trazador que te han inyectado para las pruebas. Es un producto radiactivo.

– Encantador.

Laurent se volvió hacia ella. Su expresión quería ser tranquilizadora, pero sus pupilas delataban su irritación.

– No es peligroso.

– ¿Por eso hay tanto guardia, porque no es peligroso?

– No te hagas la idiota. En Francia, toda operación que implica utilizar material radiactivo es supervisada por la CEA. El Comisariado para la Energía Atómica. Y quien dice la CEA dice los militares, eso es todo. Eric no tiene más remedio que trabajar con el ejército.

Anna dejó escapar una risita burlona. Laurent se puso tenso.

– ¿Qué pasa?

– Nada. Pero tenías que traerme al único hospital de la Île-deFrance donde hay más uniformes que batas blancas.

Laurent se encogió de hombros y se concentró en el paisaje. El coche circulaba ya por la autopista, que descendía hacia el fondo del valle del Biévre. Densos bosques marrones y rojos; bajadas y subidas hasta donde alcanzaba la vista…

Las nubes estaban de vuelta. A lo lejos, una luz blanca se esforzaba en abrirse camino entre los bajos cendales del cielo. Sin embargo, parecía que la pendiente del sol acabaría llevándose el gato al agua e inflamaría el paisaje en cualquier momento.

Pasó más de un cuarto de hora antes de que Laurent volviera a hablar:

– Tienes que confiar en Eric.

– Nadie me hurgará en el cerebro.

– Eric sabe lo que hace. Es uno de los mejores neurólogos de Europa…

– Y un amigo de la infancia. Me lo has repetido mil veces.

– Es una suerte que te lleve él. Tú…

– No seré su cobaya.

– ¿Su cobaya? ¿Su co-ba-ya?-repitió Laurent separando las sílabas enfáticamente-. Pero ¿de qué hablas?

– Ackermann me estudia. Le interesa mi enfermedad, eso es todo Ese individuo es un investigador, no un médico.

Laurent soltó un suspiro.

– Estás desbarrando. Desde luego, estás…

– ¿Loca? -Anna soltó una risa sin alegría que se abatió como una persiana metálica-. Eso no es ninguna novedad.

Aquella explosión de siniestro regocijo no hizo más que aumentar la cólera de su marido.

– Entonces, ¿qué? ¿Te vas a quedar de brazos cruzados viendo progresar la enfermedad?

– Nadie ha dicho que mi enfermedad vaya a progresar.

Laurent se agitó en su asiento.

– Es verdad. Perdona. Lo he dicho sin pensar.

El silencio volvió a llenar el habitáculo.

El paisaje se parecía cada vez más a una hoguera de hierba mojada. Rojizo, hosco, envuelto en bruma gris. Los bosques ocultaban el horizonte, indistintos al principio; luego, a medida que el coche se acercaba, en forma de garras sangrientas, de fina orfebrería, de negros arabescos…

De vez en cuando aparecía un pueblo lanzando al cielo un campanario aldeano. Luego, un depósito de agua, blanco, inmaculado, vibraba en la temblorosa luz. Parecía increíble que estuvieran a unos kilómetros de París.

Laurent lanzó su último cohete de angustia:

– Al menos, prométeme que te harás los demás análisis. Y, por supuesto, la biopsia. No serán más que unos días.

– Ya veremos.

– Yo te acompañaré. Le dedicaré el tiempo que haga falta. Estamos contigo, ¿lo entiendes?

El plural la irritó. Laurent seguía asociando su bienestar con Ackermann. Ahora era más una paciente que una esposa.

De pronto, en la cima de la colina de Meudon, París apareció ante sus ojos en forma de estallido de luz. Toda la ciudad, desplegando sus blancos e infinitos tejados, brillaba como un lago helado, erizado de cristales, de témpanos de hielo, de copos de nieve, en el que los edificios de la Défense semejaban altos icebergs. Toda la ciudad resplandecía a la luz del sol y chorreaba claridad.

Aquel deslumbramiento los sumió en un mudo estupor. Cruzaron el puente de Sévres y atravesaron Boulogne-Billancourt sin decir palabra.

Cerca de la Porte de Saint-Cloud, Laurent preguntó:

– ¿Te dejo en casa?

– No. En la tienda.

– Me habías dicho que te tomarías el día libre… -murmuró Laurent en tono de reproche

– Creía que estaría más cansada -mintió Anna-. Y no quiero dejar sola a Clothilde. Los sábados toman la tienda al asalto.

– Clothilde, la tienda…-rezongó Laurent.

– ¿Qué?

– Ese trabajo… La verdad, no es digno de ti.

– De ti, querrás decir.

Laurent no respondió. Puede que ni siquiera hubiera oído la última frase. Se había inclinado hacia delante para averiguar por qué se habían detenido. La circulación estaba estancada en el bulevar periférico.

En tono impaciente, Laurent ordenó al chofer que «los sacara de allí». Nicolás comprendió el mensaje. Sacó un girofaro magnético de la guantera y lo colocó en el techo del Peugeot 607. El automóvil se separó del tráfico con un aullido de sirena y empezó a adquirir velocidad.

Nicolás ya no levantó el pie del acelerador. Con los dedos crispados sobre el respaldo del asiento delantero, Laurent seguía cada zig zag, cada volantazo. Parecía un niño absorto en un videojuego. Anna nunca dejaba de sorprenderse de que, a pesar de su cargo de director del Centro de Estudios y Sondeos del Ministerio del Interior, Laurent no hubiera olvidado la emoción del trabajo sobre el terreno, la atracción de la calle. «Pobre poli», pensó.

En la Porte Maillot, abandonaron el bulevar periférico y tornaron la avenue des Ternes. El chofer apagó al fin la sirena. Anna entraba en su universo cotidiano. La rue du Faubourg-Saint-Honoré y el espejeo de sus escaparates; la sala Pleyel y los grandes ventanales del primer piso, en los que se agitaban rectilíneas bailarinas; las arcadas de caoba de Mariage Fréres, donde compraban sus tés exóticos…

Antes de abrir la puerta del coche, reanudando la conversación donde la había interrumpido la sirena, Anna dijo:

– No es un simple trabajo, lo sabes perfectamente. Es mi manera de mantener el contacto con el mundo exterior. De no volverme completamente loca en casa. -Salió del coche y volvió a inclinarse hacia él-. Es eso o el manicomio, ¿comprendes?

Intercambiaron una última mirada y, por un instante, volvieron a ser aliados. Anna jamás habría utilizado la palabra «amor» para referirse a su relación. Era una complicidad, un compartir que estaba más acá del deseo, de las pasiones, de las fluctuaciones impuestas por los días y los humores. Dos corrientes tranquilas, sí, subterráneas, que se mezclaban en las profundidades. Cuando eso ocurría, se entendían entre las palabras, entre los labios…

De pronto, Anna recobró la esperanza. Laurent la ayudaría, la amaría, la apoyaría… La sombra se convertiría en hombre.

– ¿Paso a buscarte esta tarde? -le preguntó Laurent.

Anna asintió, le lanzó un beso y se dirigió hacia la Casa del Chocolate.

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El carillón de la puerta la anunció como a un cliente más. Sus familiares notas bastaron para reconfortarla. Se había presentado como candidata para aquel trabajo hacía un mes, tras leer el anuncio del escaparate. Entonces solo buscaba una distracción para sus obsesiones. Pero había encontrado algo mucho mejor.

Un refugio.

Un círculo que conjuraba sus angustias.

Las dos. La tienda estaba desierta. Clothilde debía de haber aprovechado la calma para ir a la trastienda o al almacén.

Anna atravesó la sala. La tienda entera parecía una caja de bombones que combinaba el marrón y el oro. En el centro, el mostrador principal destacaba como una orquesta alineada, con sus clásicos negros o crema: cuadrados, palets, bocaditos… A la izquierda, el bloque de mármol de la caja exhibía los «extras», los pequeños caprichos que los clientes cogían en el último instante, en el momento de pagar. A la derecha estaban los productos derivados: frutas escarchadas, caramelos, almendrados, como otras tantas variaciones sobre el mismo tema. Detrás, en las estanterías, había otros dulces envueltos en bolsitas de celofán cuyos irisados reflejos atraían la mirada y atizaban la glotonería.

Anna advirtió que Clothilde había terminado el escaparate de Pascua. Las bandejas de mimbre sostenían huevos y gallinas de todos los tamaños; cerditos de mazapán vigilaban las casitas de chocolate con tejados de caramelo; los pollitos jugaban al columpio sobre un cielo de junquillos de papel.

– ¿Ya estás aquí? Estupendo. Acaban de llegar los pedidos.

Al fondo de la sala, Clothilde salió del montacargas, accionado por una rueda y un torno de mano, como los antiguos, que permitía subir las cajas directamente desde el aparcamiento de la place del Roule. Salió de la plataforma, pasó por encima de las cajas apiladas y se detuvo ante Anna, radiante y sin aliento.

En cuestión de semanas, Clothilde se había convertido en una de sus referencias protectoras. Veintiocho años, naricilla rosa, mechones castaño claro caídos sobre los ojos… Tenía dos hijos, un marido que trabajaba «en la banca», una casa hipotecada y un destino trazado a escuadra. Se movía envuelta en una certeza de felicidad que desconcertaba a Anna. Convivir con aquella chica resultaba tranquilizador e irritante al mismo tiempo. Anna no creía ni por un segundo en aquel cuadro sin fisuras ni sorpresas. En aquel credo había una especie de obstinación, de mentira asumida. En cualquier caso, ella estaba a salvo de semejante espejismo: a sus treinta y un años, Anna no tenía hijos y siempre había vivido en el malestar, la incertidumbre y el miedo al futuro.

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