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De nuevo el acre olor a ceniza.

Las urnas, desperdigadas por el suelo, con sus tapas labradas. Las flores de plástico, desparramadas y multicolores.

El cuerpo se ha derrumbado a unos centímetros de Mathilde, que esta cubierta de sangre, fragmentos de cerebro y esquirlas de hueso. Uno de los brazos le toca una pierna, pero a la psiquiatra no le quedan fuerzas para apartarse. El corazón le bombea sangre con tan poca fuerza que cada intervalo entre dos latidos le parece el último.

– Hay que marcharse. Los guardas aparecerán de un momento a otro.

Mathilde alza los ojos.

Lo que ve le desgarra el corazón.

El rostro de Anna parece de piedra. El polvo de los muertos se ha acumulado sobre sus rasgos, que están surcados de grietas, como una tierra reseca. En contraste, tiene los ojos inyectados en sangre, como en carne viva.

Mathilde piensa en el ojo clavado a la astilla de cristal: va a vomitar.

Anna sostiene una bolsa de. deporte, que sin duda guardaba en el nicho.

– La droga está hecha una mierda -dice-. pero no queda tiempo para lamentaciones.

– ¿Quién eres, Dios mío? ¿Quién eres?

Anna deja la bolsa en el suelo y la abre.

– No nos habría hecho ningún regalo, créeme. -Saca unos fajos de dólares y euros de la bolsa, los cuenta rápidamente y vuelve a guardarlos-. Era mi contacto en París -explica-. Tenía que repartir la droga por toda Europa. El responsable de las redes de distribución.

Mathilde baja la vista hacia el cadáver. Ve una mueca negruzca en la que destaca un ojo abierto, clavado en el techo. Darle un nombre, a modo de epitafio.

– ¿Cómo se llamaba?

– Jean-Louis Schiffer. Un madero.

– ¿Tu contacto era policía? -Anna no responde. Busca en el fondo de la bolsa y saca un pasaporte, que hojea rápidamente. Mathilde sigue a vueltas con el muerto-: ¿Erais… compañeros?

– Él no me había visto nunca, pero yo sabía qué cara tenía. Teníamos una señal de reconocimiento. Un broche en forma de amapola. Y también una especie de contraseña: las cuatro lunas.

– ¿Qué quiere decir?

– Olvídalo.

Con una rodilla hincada en el suelo, Anna sigue buscando. Encuentra varios cargadores de pistola automática. Mathilde la observa con incredulidad. El rostro de la chica parece una máscara de barro seco; una cara cubierta de arcilla para un ritual. Sin un vestigio de humanidad.

– ¿Qué vas a hacer? -pregunta Mathilde.

La joven se levanta y se saca una pistola de debajo del cinturón, sin duda el arma que guardaba en el nicho. Acciona el resorte de la empuñadura y saca el cargador vacío. Su seguridad trasluce los reflejos del entrenamiento.

– Marcharme. En París no tengo futuro.

– ¿Adónde?

– A Turquía -responde Anna encajando un cargador lleno en el arma.

– ¿A Turquía?, Pero ¿por qué? Si vuelves allí, te encontrarán.

– Vaya donde vaya, me encontrarán. Tengo que cortar la fuente.

– ¿La fuente?

– La fuente del odio. El origen de la venganza. Tengo que regresar a Estambul. Sorprenderlos. No esperan que vuelva.

– ¿Quiénes? ¿De quién hablas?

– Los Lobos Grises. Tarde o temprano, conocerán mi nueva cara.

– ¿Y qué? Hay mil sitios donde esconderse.

– No. Cuando sepan qué cara tengo ahora, sabrán dónde buscarme.

– ¿Por qué?

– Porque su jefe ya la ha visto, en una situación totalmente distinta.

– No entiendo nada.

– Te lo repito: ¡olvida todo esto! Me perseguirán hasta su muerte. Para ellos no es un contrato corriente. Es una cuestión de honor. Los he traicionado. He violado mi juramento.

– ¿Qué juramento? ¿De qué hablas?

Anna pone el seguro y se desliza el arma bajo el cinturón, a la espalda.

– Soy de los suyos. Era una Loba.

Mathilde siente que se le corta la respiración y la sangre se le hiela en las venas. Anna se arrodilla junto a ella y la coge de los hombros. Su rostro no tiene color, pero cuando habla se le ve la lengua, casi fosforescente, entre los labios.

Una boca de res sacrificada.

– Estás viva y eso es un milagro -le dice con suavidad-. Cuando todo haya acabado, te escribiré. Te daré los nombres, las circunstancias, todo. Quiero que sepas la verdad, pero desde la distancia. Cuando yo esté a punto de acabar y tú a salvo.

Mathilde, aturdida, no responde. Durante unas horas -una eternidad- ha protegido a esa mujer como si fuera de su misma sangre. La ha convertido en su hija, su bebé.

Y en realidad es una asesina. Un ser violento y cruel.

En el fondo de su cuerpo despierta una sensación atroz. Un cieno que se remueve en un estanque de agua podrida. La verdosa humedad de sus entrañas vacías, abiertas.

De pronto, la idea de un embarazo la deja sin aliento.

Sí: esa noche ha parido un monstruo.

Anna se levanta y coge la bolsa de deporte.

– Te escribiré. Te lo juro. Te lo explicaré todo.

Y desaparece tras la cortina de cenizas.

Mathilde permanece inmóvil, con los ojos clavados en la galena desierta.

A lo lejos, las sirenas del cementerio empiezan a aullar.

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