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Veían las profundas heridas en toda su crudeza, sin la distancia que permiten las fotografías. Los cortes que atravesaban el rostro y surcaban la frente y las sienes; las hendiduras que perforaban las mejillas; y las mutilaciones: la nariz amputada, la barbilla biselada, los labios cortados…

– Pueden ver tan bien como yo lo que cortó, limó, arrancó… Lo interesante es su aplicación. Fue el remate de su obra. Es su firma. Nerteaux piensa que intenta copiar…

– Ya sé lo que piensa Nerteaux. ¿Y usted qué piensa?

Scarbon se puso las manos a la espalda y dio un paso atrás.

– El asesino está obsesionado con esos rostros. Constituyen para él un objeto de fascinación y odio. Los esculpe, los modifica, y al mismo tiempo los despoja de su humanidad.

Schiffer se encogió de hombros con escepticismo.

– ¿Cuál fue la causa de la muerte?

– Ya se lo he dicho. Una hemorragia interna. Provocada por los destrozos en los genitales. Debió de desangrarse en el suelo.

– ¿Y en los otros casos?

– En el primero, también una hemorragia. A no ser que el corazón fallara antes. En cuanto a la segunda víctima, no puedo asegurarlo. Tal vez muriera de terror, sencillamente. Podemos resumir diciendo que estas tres mujeres murieron de sufrimiento. Los análisis de ADN y toxicológicos de esta mujer están en curso, pero no creo que den más resultados que en los otros dos casos.

Scarbon cubrió el cuerpo con la sábana con un gesto brusco, demasiado apresurado. Schiffer dio unos pasos antes de preguntar:

– ¿Ha podido deducir la cronología de los hechos?

– No me aventuraré a exponer una sucesión temporal detallada, pero podemos suponer que esta mujer fue secuestrada hace tres días, es decir, la noche del jueves. Sin duda, al salir del trabajo.

– ¿Por qué?

– Tenía el estómago vacío. Como las otras dos. Las sorprende cuando vuelven a casa.

– Evitemos las suposiciones.

El forense suspiró con exasperación.

– A continuación, sufrió entre veinte y treinta horas de torturas sin pausas.

– ¿Cómo lo ha calculado?

– La víctima se debatió. Las ligaduras le desollaron la piel y se hundieron en la carne. Las heridas supuraron. La infección permite calcular el tiempo. De veinte a treinta horas; no puedo equivocarme mucho. De todas formas, dadas las torturas, es el límite de la resistencia humana.

Schiffer seguía paseando y mirándose en el espejo azul del suelo.

– ¿Hay algún indicio que pudiera apuntar el lugar del crimen?

– Tal vez.

– ¿Cuál?-intervino Paul.

Scarbon chasqueó los labios al modo de una claqueta de rodaje.

– Ya lo había advertido en las otras dos, pero en esta es aún más claro. La sangre de las víctimas contiene burbujas de nitrógeno.

– ¿Qué significa eso? -preguntó Paul sacando su libreta.

– Es bastante extraño. Podría significar que el cuerpo fue sometido, en vida, a una presión superior a la normal en la superficie de la tierra. La presión del fondo del mar, por ejemplo. -Era la primera vez que el forense mencionaba aquella circunstancia-. No soy submarinista -siguió diciendo-, pero es un fenómeno conocido. La presión aumenta a medida que nos sumergimos. El nitrógeno de la sangre se disuelve. Si volvemos a la superficie demasiado deprisa, sin respetar las etapas de descompresión, el nitrógeno vuelve a su estado gaseoso bruscamente y forma burbujas en la corriente sanguínea.

Schiffer parecía muy interesado.

– ¿Eso es lo que le ocurrió a la víctima?

– A las tres víctimas. Se formaron burbujas de nitrógeno que explotaron por todo el organismo y provocaron lesiones y, a no dudarlo, nuevos sufrimientos. No es una certeza al cien por cien, pero estas mujeres podrían haber sufrido un «accidente de descompresión».

– ¿Las sumergieron a gran profundidad? -volvió a preguntar Paul sin dejar de tomar notas.

– Yo no he dicho eso. Según uno de nuestros internos, que practica el submarinismo, sufrieron una presión de al menos cuatro pares. Lo que equivale a unos cuarenta metros de profundidad. Parece un poco complicado encontrar una masa de agua así en París. Parece más probable que las introdujeran en una campana de alta presión.

Paul escribía febrilmente.

– ¿Dónde se consiguen esos cacharros?

– Habría que investigar. Los submarinistas los utilizan para descomprimirse, pero dudo que haya alguno en la región de París. Hay otro tipo que se utiliza en los hospitales.

– ¿En los hospitales?

– Sí, para oxigenar a pacientes que sufren una mala vascularización. Diabetes, exceso de colesterol… El aumento de la presión favorece la difusión del oxígeno por el organismo. En París debe de haber cuatro o cinco de esos aparatos. Pero dudo que nuestro hombre tenga acceso a un hospital. Deberíamos orientarnos hacia la industria.

– ¿Qué sectores utilizan esa técnica?

– No tengo la menor idea. Investiguen, es su trabajo. Y, lo repito, no estoy seguro de nada. Puede que esas burbujas tengan una explicación totalmente diferente. De ser así, recuerden que se lo he advertido.

Schiffer volvió a tomar la palabra:

– ¿No hay nada en los cadáveres que pueda informarnos respecto al físico de nuestro hombre?

– Nada. Las lava con gran cuidado. De todas formas, estoy seguro de que utiliza guantes. No mantiene relaciones sexuales con ellas. No las acaricia. No las besa. No es su estilo. En absoluto. Le va más lo clínico. La robótica. Es un asesino… desencarnado.

– ¿Podría decirse que su locura aumenta con cada crimen?

– No. Las torturas se ejecutan siempre con la misma precisión. Es un obseso del mal, pero no pierde el control en ningún momento. -Scarbon esbozó una sonrisa amarga-. Un asesino metódico, como dicen los manuales de criminología.

– Según usted, ¿qué lo excita?

– El sufrimiento. El sufrimiento puro. Las tortura con aplicación, minuciosamente, hasta que mueren. Lo que provoca su excitación es ese dolor, que multiplica su placer. En el fondo de todo eso hay un odio visceral a las mujeres. A su cuerpo, a su rostro…

Schiffer se volvió hacia Paul y rezongó:

– Está claro que es mi día de psicólogos.

Scarbon se sonrojó.

– La medicina legal siempre es psicología. Las atrocidades que examinamos a diario no son más que manifestaciones de desórdenes mentales…

El viejo policía asintió sin dejar de sonreír y cogió los folios mecanografiados que el forense había dejado sobre uno de los bloques de mármol.

– Gracias, doctor.

Schiffer se dirigió hacia una puerta situada bajo los tres ventanales. Cuando la abrió, un brusco chorro de sol inundó la sala como una ola de leche arrojada desde el inmenso azul del cielo.

– ¿Puedo llevarme también este? -le preguntó Paul al forense cogiendo otro ejemplar del informe.

El médico lo miró fijamente antes de responder:

– ¿Están al corriente sus superiores de lo de Schiffer?

Paul esbozó una amplia sonrisa.

– No se preocupe. Todo está bajo control.

– Me preocupo por usted. Es un monstruo. -Paul se estremeció-. Mató a Gazil Hemet -le espetó Scarbon.

Paul lo recordaba perfectamente. Octubre de 2000: el turco atropellado por el Thalys, la acusación de homicidio voluntario contra Schiffer… Abril de 2001: la sala de acusación retira misteriosamente los cargos.

– El cuerpo estaba destrozado -respondió con frialdad-. La autopsia no pudo probar nada.

– Yo fui quien hizo el examen de comprobación. El rostro presentaba heridas atroces. Le habían arrancado un ojo. Le habían perforado las sienes con una broca de taladro. -El forense indicó la sábana con un gesto de la cabeza-. Nada que envidiarle a éste.

Paul sintió que le temblaban las piernas. No podía admitir semejante sospecha respecto al hombre con el que iba a trabajar.

– El informe solo mencionaba lesiones y…

– Eliminaron el resto de mis comentarios. Lo protegen.

– ¿Quiénes? ¿A quién se refiere?

– Tienen miedo. Todos tienen miedo.

Paul retrocedió hacia la blancura del exterior.

Claude Scarbon empezó a quitarse los guantes elásticos.

– Le ha pedido ayuda al diablo.

13

– Lo llaman la Iskele. ls-ke-le.

– ¿Cómo?

– Podría traducirse por «embarcadero» o «muelle de embarque».

– ¿De qué está hablando?

Paul se había reunido con Schiffer en el coche, pero aún no lo había puesto en marcha. Seguían en el patio del pabellón Vesalio, a la sombra de las finas columnas de la marquesina.

– De la principal organización mafiosa que controla el tráfico de inmigrantes turcos en Europa -respondió el Cifra-. También se encargan de encontrarles alojamiento y trabajo. Por lo general, procuran formar grupos del mismo origen en cada taller. En París, algunos obradores reconstituyen exactamente todo un pueblo del interior de Anatolia. -Schiffer hizo una pausa, tamborileó con los dedos sobre la guantera y prosiguió-: Las tarifas son variables. Los más ricos pueden permitirse el avión y la complicidad de los aduaneros. Desembarcan en Francia con un permiso de trabajo o un pasaporte falsos. Los más pobres se conforman con viajar en un carguero, vía Grecia, o un camión, por Bulgaria. En todos los casos, hay que pagar un mínimo de doscientos mil francos. En el pueblo, toda la familia contribuye para reunir un tercio de la cantidad. El obrero trabaja diez años para devolver el resto.

Paul observaba el perfil de Schiffer, nítidamente recortado contra el cristal de la ventanilla.

Había oído hablar de aquellas redes de traficantes cientos de veces, pero nunca con tanta precisión.

– No te imaginas hasta qué punto están organizados -siguió diciendo el policía del cráneo plateado-. Llevan un registro en el que lo apuntan todo. El nombre, la procedencia, el taller y el estado de la deuda de cada ilegal. Se comunican por correo electrónico con sus socios en Turquía, que mantienen la presión sobre las familias. En París, se encargan de todo. Organizan el envío de giros y las llamadas telefónicas a precios reducidos. Sustituyen a Correos, los bancos, las embajadas… ¿Quieres mandar un juguete a tu crío? Acudes a la Iskele. ¿Buscas ginecólogo, La Iskele te manda a un médico que no te hará preguntas sobre tu situación legal. ¿Tienes un problema con el taller? La Iskele se encarga de solucionar el conflicto. En el barrio turco no pasa nada sin que la Iskele se entere y lo registre en su archivo.

Paul comprendió al fin adónde quería ir a parar el Cifra.

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