La última sala arrancó al Cifra un silbido de admiración.
Era un rectángulo de unos cien metros cuadrados, absolutamente vacío, sin más aderezo que el color azul. A la izquierda de la entrada, tres ventanales elevados recortaban la claridad del exterior. En la pared opuesta, frente a aquellas siluetas de luz, se abrían tres arcos, como bóvedas de iglesia griega. Al otro lado había una hilera de bloques de mármol, semejantes a grandes lingotes y pintados del mismo color azul, que parecía haber crecido directamente del suelo.
Sobre uno de ellos, una sábana perfilaba la forma de un cuerpo.
Schiffer se acercó a la pila de mármol blanco que ocupaba el centro de la sala. Gruesa y lisa, estaba llena de agua y parecía una antigua pila bautismal de depuradas líneas. El agua, agitada por un motor, emanaba un perfume de eucalipto destinado a atenuar el hedor a descomposición y formol.
El viejo policía sumergió los dedos.
– Esto no me rejuvenece.
En ese momento, se oyeron los pasos del doctor Claude Scarbon, Schiffer se volvió. Los dos hombres se miraron de arriba abajo. Paul comprendió al instante que se conocían. Había llamado al médico desde el asilo, pero no había mencionado a su nuevo compañero.
– Gracias por haber venido, doctor -dijo Paul a modo de saludo.
Scarbon meneó la cabeza distraídamente sin apartar los ojos del Cifra. Llevaba un abrigo oscuro de lana y aún no se había quitado los guantes de cabritilla. Era un anciano escuálido; sus ojos, que brillaban constantemente, parecían desmentir la utilidad de las gafas, que llevaba en la punta de la nariz. Sus gruesos mostachos de galo dejaban filtrar una voz cansina de película de preguerra.
Paul hizo un gesto hacia su acólito.
– Le presento a…
– Nos conocemos -lo atajó Schiffer-. ¿Qué tal, doctor?
Scarbon se quitó el abrigo sin responder, se puso la bata que colgaba de uno de los arcos y se enfundó unos guantes de látex de un verde pálido que armonizaba con el omnipresente azul.
A continuación, apartó la sábana. El olor a carne en descomposición se extendió por la sala y se impuso a cualquier otra sensación.
Paul no pudo evitar apartar la vista. Cuando tuvo el valor de mirar, vio el cuerpo lívido y abotagado, medio oculto bajo la sábana doblada.
Schiffer había retrocedido hasta los arcos y se estaba poniendo unos guantes quirúrgicos. Su rostro no mostraba la menor emoción. A sus espaldas, una cruz de madera y dos candeleros de hierro negro destacaban sobre la pared.
– Muy bien, doctor, ya puede empezar -murmuró con voz inexpresiva.
– La víctima es de sexo femenino y raza blanca. Su tono muscular indica que tenía entre veinte y treinta años. Más bien gruesa. Setenta kilos para un metro sesenta. Si se añade que tenía el cutis blanco característico de las pelirrojas y el mencionado color de pelo, diría que su perfil físico se corresponde con el de las dos primeras víctimas. A nuestro hombre le gustan así: treintañeras, pelirrojas y gorditas.
Scarbon hablaba en un tono monótono. Parecía leer mentalmente las líneas de su informe, unas líneas inscritas en su propia noche en blanco.
– ¿Ningún signo particular? -le preguntó Schiffer.
– ¿Como qué?
– Tatuajes. Perforaciones en las orejas. La marca de una alianza. Cosas que el asesino no habría podido borrar.
– No.
El Cifra cogió la mano izquierda del cadáver y le dio la vuelta para examinar la palma. Paul jamás se habría atrevido a hacer algo así.
– ¿Ninguna marca de henna?
– No.
– Nerteaux me ha explicado que las marcas de los dedos hacen pensar en una costurera. ¿Qué opina usted?
– Las tres habían realizado trabajos manuales durante mucho tiempo, eso es evidente.
– ¿Está de acuerdo en lo de la costura?
– Es difícil ser auténticamente preciso. Los surcos digitales están llenos de marcas de pinchazos. También hay callos en el índice y el pulgar. Puede deberse a la utilización de una máquina de coser o una plancha. -Scarbon los miró por encima de las gafas-. Las tres aparecieron cerca del barrio del Sentier, ¿no?
– ¿Y?
– Son obreras turcas.
Schiffer hizo caso omiso de la seguridad de su tono. Observaba el torso. Paul hizo un esfuerzo y se acercó. Vio los cortes negruzcos que surcaban los costados, los pechos, los hombros y los muslos. Algunas eran tan profundas que dejaban ver el blanco de los huesos.
– Háblenos de esto -ordenó el Cifra.
El forense consultó rápidamente un fajo de folios grapados.
– En esta he encontrado veintisiete cortes. Unos son superficiales y otros profundos. Cabe suponer que el asesino intensificó las torturas conforme pasaban las horas. Es más o menos lo mismo que encontramos en las otras dos. -Scarbon bajó los folios y observó a los dos hombres-. En general, todo lo que voy a describir es igualmente válido para las otras dos víctimas. Las tres mujeres fueron sometidas a las mismas torturas.
– ¿Con qué instrumento?
– Un cuchillo de combate cromado, con filo de sierra. Las marcas de los dientes se distinguen con claridad en varias heridas. Para los dos primeros cuerpos, pedí un estudio a partir del tamaño y la separación de los picos, pero no hemos descubierto nada específico. Material militar estándar, que se corresponde con decenas de modelos.
El Cifra se inclinó hacia delante para examinar otro tipo de heridas que se multiplicaban sobre los pechos, extrañas aureolas negras que sugerían mordiscos o quemaduras. Cuando las vio en el primer cadáver, Paul pensó en el diablo. Un ser de fuego que se habría ensañado con aquel cuerpo inocente.
– ¿Y esto? -preguntó Schiffer acercando el índice- ¿Qué son exactamente? ¿Mordiscos?
– A primera vista, parecen chupetones de fuego. Pero les he encontrado una explicación racional. Creo que el asesino utiliza una batería de coche para someterlas a descargas eléctricas. Para ser precisos, diría que emplea las pinzas dentadas que sirven para transmitir la corriente. Las marcas de labios no son otra cosa que las señales dejadas por esas pinzas. En mi opinión, les moja el cuerpo para potenciar las descargas. Eso explicaría los hematomas negros. Esta presenta más de veinte. -El forense agitó los folios-. Está todo en mi informe.
Paul conocía aquellos detalles. Había leído las conclusiones de las autopsias mil veces. Pero siempre sentía la misma repulsión, el mismo rechazo. Era imposible acostumbrarse a semejantes atrocidades.
Schiffer se colocó a la altura de las piernas del cadáver. Los pies, de un negro azulado, formaban un ángulo disparatado.
– ¿Y esto?
Al otro lado del cuerpo, Scarbon se acercó a su vez. Parecían dos topógrafos estudiando los relieves de un mapa.
– Las radiografías son espectaculares. Tarsos, metatarsos, falanges… Todo machacado. Hay unas setenta esquirlas de hueso clavadas en los tejidos. Ninguna caída habría causado semejantes destrozos. El asesino se ensañó con estos miembros con un objeto contundente. Una barra de hierro o un bate de béisbol. Las otras dos sufrieron el mismo tratamiento. Me he informado: es una técnica de tortura propia de Turquía. La felaka, o la felika, ya no me acuerdo.
– Al-falaqa -escupió Schiffer con voz gutural. Paul recordó que el Cifra hablaba turco y árabe con fluidez-. Puedo citarle de memoria diez países en los que se practica.
Scarbon se colocó las gafas en el caballete de la nariz.
– Sí, bien. El caso es que todo esto es de lo más exótico, francamente.
Schiffer volvió hacia el abdomen. Una vez más, cogió una de las manos del cadáver. Paul se fijó en los dedos, ennegrecidos e hinchados.
– Le arrancó las uñas con unas tenazas -comentó el experto-. Las yemas presentan quemaduras de ácido.
– ¿Qué ácido?
– Imposible decirlo.
– ¿Podría ser un intento post mortem de destruir las huellas digitales?
– En tal caso, el asesino fracasó en su propósito. Los dermatoglifos son perfectamente visibles. No, en mi opinión fue una tortura suplementaria. Nuestro hombre no es de los que cometen fallos.
El Cifra había soltado la mano del cadáver. Ahora toda su atención estaba concentrada en el sexo, que permanecía entreabierto. El forense también observaba la carnicería. Los topógrafos empezaban a parecerse a carroñeros.
– ¿La violó?
– En el sentido sexual de la palabra, no. -Por primera vez, Scarbon titubeó. Paul bajó los ojos. Vio el orificio abierto, dilatado, desgarrado. Las partes internas, labios mayores y menores y clítoris, estaban vueltas hacia el exterior en una espantosa revolución de los tejidos. El forense se aclaró la garganta y se lanzó-: Le introdujo una especie de porra provista de cuchillas de afeitar. Los cortes se distinguen perfectamente aquí, en el interior de la vulva, y a lo largo de los muslos. Una auténtica carnicería. El clítoris está seccionado. Los labios, cortados. Eso provocó una hemorragia interna. La primera víctima tenía exactamente las mismas heridas. La segunda…
Scarbon volvió a dudar. Schiffer buscó su mirada.
– ¿Qué?
– La segunda era otra cosa. Creo que utilizó algo… algo vivo.
– ¿Algo vivo?
– Un roedor, sí. Una alimaña de ese tipo. Los órganos genitales externos presentaban mordeduras y desgarros hasta el útero. Al parecer, es una técnica de tortura que se ha utilizado en América Latina…
Paul tenía un nudo en la garganta. Conocía aquellos detalles, pero cada uno de ellos bastaba para sublevarlo, cada palabra le revolvía el estómago. Retrocedió hasta la pila de mármol. Maquinalmente, sumergió los dedos en el agua perfumada; pero recordó que su auxiliar había hecho lo mismo hacía unos minutos y los sacó bruscamente.
– Continúe -ordenó Schiffer con voz ronca.
Scarbon no respondió de inmediato; el silencio invadió la sala turquesa. Los tres hombres parecían comprender que ya no podían retroceder: tendrían que enfrentarse al rostro.
– Es la parte más compleja -dijo al fin el forense encuadrando el desfigurado rostro con sus dos índices-. Las torturas tuvieron diversas etapas.
– Explíquese.
– Primero, las contusiones. El rostro no es más que un enorme hematoma. El asesino lo golpeó prolongada y salvajemente. Puede que con un puño americano. En cualquier caso, con un objeto metálico más preciso que una barra o una porra. A continuación, los cortes y las mutilaciones. Las heridas no sangraron. Fueron causadas post mortem.
Ahora estaban tan cerca de la horrible máscara como cabía estar.