Justiniana tenía los ojos como platos y no dejaba de accionar. Sus manos parecían aspas:
– ¡El niño Alfonso dice que se va a matar! ¡Porque usted ya no lo quiere, dice! -pestañeaba, aterrada-. Está escribiéndole una carta de despedida, señora.
– ¿Es éste otro de esos disparates que…? -balbuceó doña Lucrecia, mirándola por el espejo del tocador-. ¿Tienes pajaritos en la cabeza, no?
Pero la cara de la mucama no era de bromas y doña Lucrecia, que estaba depilándose las cejas, dejó caer la pinza al suelo y sin preguntar más echó a correr escaleras abajo, seguida por Justiniana. La puerta del niño estaba cerrada con llave. La madrastra tocó con los nudillos: «Alfonso, Alfonsito». No hubo respuesta ni se oyó ruido adentro.
– ¡Foncho! ¡Fonchito! -insistió doña Lucrecia, tocando de nuevo. Sentía que la espalda se le helaba-. ¡Ábreme! ¿Estás bien? ¿Por qué no contestas? ¡Alfonso!
La llave giró en la cerradura, chirriando, pero la puerta no se abrió. Doña Lucrecia tragó una bocanada de aire. El suelo era otra vez sólido bajo sus pies, el mundo se reordenaba después de haber sido un resbaladizo tumulto.
– Déjame sola con él -ordenó a Justiniana.
Entró en el cuarto, cerrando la puerta a su espalda. Hacía esfuerzos por reprimir la indignación que iba ganándola, ahora que había pasado el susto.
El niño, todavía con la camisa y el pantalón del uniforme de colegio, estaba sentado en su mesa de trabajo, la cabeza baja. La alzó y la miró, inmóvil y triste, más bello que nunca. A pesar de que aún entraba luz por la ventana, tenía encendida la lamparilla y en el dorado redondel que caía sobre el secante verdoso doña Lucrecia divisó una carta a medio hacer, la tinta todavía brillando, y un lapicero abierto junto a su manecita de dedos manchados.
Se acercó a pasos lentos.
– ¿Qué estas haciendo? -murmuró.
Le temblaban la voz y las manos, su pecho subía y bajaba.
– Escribiendo una carta -repuso el niño en el acto, con firmeza-. A ti.
– ¿A mí? -sonrió ella, tratando de parecer halagada-. ¿Ya puedo leerla?
Alfonso puso su mano encima del papel.
Estaba despeinado y muy serio.
– Todavía. -En su mirada había una resolución adulta y su tono era desafiante-. Es una carta de despedida.
– ¿De despedida? Pero ¿acaso te vas a alguna parte, Fonchito?
– A matarme -lo oyó decir doña Lucrecia, mirándola fijo, sin moverse. Aunque, después de unos segundos, su compostura se quebró y se le aguaron los ojos-: Porque tú ya no me quieres, madrastra.
Oírselo decir de esa manera entre adolorida y agresiva, con la carita torciéndosele en un puchero que intentaba en vano frenar y usando palabras de amante despechado que desentonaban tanto en su figurilla imberbe, de pantalón corto, desarmó a doña Lucrecia. Permaneció muda, boquiabierta, sin saber qué responder.
– Pero, qué tonterías estás diciendo, Fonchito -murmuró al fin, sobreponiéndose sólo a medias-. ¿Que yo no te quiero? Pero, corazón, si tú eres como mi hijo. Yo a ti…
Se calló, porque Alfonso, dejando caer su cuerpo sobre ella y abrazándose de su cintura, rompió a llorar. Sollozaba, con la cara aplastada contra el vientre de doña Lucrecia, su pequeño cuerpo conmovido por los suspiros y con un jadeo ansioso de cachorrillo hambriento. Era un niño, ahora sí, no había duda, por la desesperación con que lloraba y el impudor con que exhibía su sufrimiento. Luchando para no dejarse vencer por la emoción que le cerraba la garganta y había mojado ya sus ojos, doña Lucrecia le acarició los cabellos. Confundida, presa de sentimientos contradictorios, lo escuchaba desahogarse, balbuciendo sus quejas.
– Hace días que no me hablas. Te pregunto algo y te das la vuelta. Ya no me dejas que te bese ni para los buenos días ni las buenas noches y cuando regreso del colegio me miras como si te molestara verme entrar a la casa. ¿Por qué madrastra? ¿Yo qué te he hecho?
Doña Lucrecia lo contradecía y lo besaba en los cabellos. No, Fonchito, nada de eso es verdad. ¡Qué susceptibilidades eran ésas, chiquitín! Y, buscando la forma más atenuada, trataba de explicárselo. ¡Cómo no lo iba a querer! ¡Muchísimo, corazoncito! Pero si vivía pendiente de él para todo y lo tenía siempre en la mente cuando él estaba en el colegio o jugando al fútbol con sus amigos… Ocurría, simplemente, que no era bueno que fuera tan pegado a ella, que se desviviera en esa forma por su madrastra. Podía hacerle daño, zoncito, ser tan impulsivo y vehemente en sus afectos. Desde el punto de vista emocional, era preferible que no dependiera tanto de alguien como ella, tan mayor que él. Su cariño, sus intereses debían compartirse con otras personas, volcarse sobre todo en niños de su edad, sus amiguitos, sus primos. Así crecería más pronto, con una personalidad propia, así sería el hombrecito de carácter del que ella y don Rigoberto se sentirían después tan orgullosos.
Pero, mientras doña Lucrecia hablaba, algo en su corazón desmentía lo que iba diciendo. Estaba segura de que el niño tampoco le prestaba atención. Acaso ni la oía. «No creo una palabra de lo que le digo», pensó. Ahora que sus sollozos habían cesado, aunque aún lo sobrecogía de tanto en tanto un hondo suspiro, Alfonsito parecía concentrado en las manos de su madrastra. Se las había cogido y las besaba despacito, tímidamente, con unción. Luego, mientras se las frotaba contra la mejilla satinada, doña Lucrecia lo escuchó murmurar quedo, como si se dirigiese sólo a los dedos afilados que apretaba con fuerza: «Yo a ti te quiero mucho, madrastra. Mucho, mucho… Nunca más me trates así, como en estos días, porque me mataré. Te juro que me mataré».
Y, entonces, fue como si dentro de ella un dique de contención súbitamente cediera y un torrente irrumpiera contra su prudencia y su razón, sumergiéndolas, pulverizando principios ancestrales que nunca había puesto en duda y hasta su instinto de conservación. Se agachó, apoyó una rodilla en tierra para estar a la misma altura del niño sentado y lo abrazó y lo acarició, libre de trabas, sintiéndose otra y como en el corazón de una tormenta.
– Nunca más -repitió, con dificultad, pues la emoción apenas le permitía articular las palabras-. Te prometo que nunca más te trataré así. La frialdad de estos días era fingida, chiquitín. Qué tonta he sido, queriendo hacerte un bien te hice sufrir. Perdóname, corazón…
Y, al mismo tiempo, lo besaba en los alborotados cabellos, en la frente, en las mejillas, sintiendo en los labios la sal de sus lágrimas. Cuando la boca del niño buscó la suya, no se la negó. Entrecerrando los ojos se dejó besar y le devolvió el beso. Luego de un momento, envalentonados, los labios del niño insistieron y empujaron y entonces ella abrió los suyos y dejó que una nerviosa viborilla, torpe y asustada al principio, luego audaz, visitara su boca y la recorriera, saltando de un lado a otro por sus encías y sus dientes, y tampoco retiró la mano que, de pronto, sintió en uno de sus pechos. Reposó allí un momento, quieta, como tomando fuerzas, y después se movió y, ahuecándose, lo acarició en un movimiento respetuoso, de presión delicada. Aunque, en lo profundo de su espíritu, una voz la urgía a levantarse y partir, doña Lucrecia no se movió. Más bien, estrechó al niño contra sí y, sin inhibiciones, siguió besándolo con un ímpetu y una libertad que crecían al ritmo de su deseo. Hasta que, como en sueños, sintió el freno de un automóvil y, poco después, la voz de su marido, llamándola.
Se incorporó de un salto, espantada; su miedo contagió al niño cuyos ojos se impregnaron de susto. Vió la ropa desordenada de Alfonso, las marcas de carmín en su boca. «Anda a lavarte», le ordenó, deprisa, señalando, y el niño asintió y corrió al baño.
Ella salió de la habitación mareada y, poco menos que a tropezones, cruzó el saloncillo que daba al jardín. Fue a encerrarse en el baño de visitas. Estaba desfalleciente, como si hubiera corrido. Mirándose en el espejo, le sobrevino un ataque de risa histérica que sofocó tapándose la boca. «Insensata, loca», se insultó, mientras se mojaba la cara con agua fría. Luego, se sentó en el bidé y soltó la regadera, largo rato. Se sometió a un aseo minucioso y compuso sus ropas y sus facciones y permaneció allí hasta sentirse de nuevo totalmente serena, dueña de su cara y de sus gestos. Cuando salió a saludar a su marido, estaba fresca y risueña como si nada anormal le hubiera sucedido. Pero, aunque don Rigoberto la notó tan cariñosa y solícita como todos los días, desbordante de mimos y atenciones, y escuchó sus anécdotas de la jornada con el interés de siempre, había en doña Lucrecia un escondido malestar que no la abandonó un instante, una desazón que, de tanto en tanto, le producía un escalofrío y le ahuecaba el vientre.
El niño cenó con ellos. Estuvo discreto y formalito, igual que de costumbre. Con risa saltarina celebró los chistes de su padre y le pidió incluso que les contara otros, «esos chistes negros papá, esos que son algo cochinos». Cuando sus ojos se cruzaban con los de él, doña Lucrecia se admiraba de no encontrar en esa mirada despejada, azul pálido, ni la sombra de una nube, el más mínimo brillo de picardía o de complicidad.
Horas después, en la intimidad a oscuras de la alcoba, don Rigoberto musitó una vez más que la quería y, cubriéndola de besos, le agradeció sus días y sus noches, la inmensa felicidad que gracias a ella lo colmaba. «Desde que nos casamos, estoy aprendiendo a vivir, Lucrecia», oyó que le decía, exaltado. «Si no fuera por ti, hubiera muerto ignorante de tanta sabiduría y sin sospechar siquiera lo que era, de verdad, gozar». Ella lo escuchaba conmovida y dichosa pero aun ahora no podía dejar de pensar en el niño. Sin embargo, esa vecindad intrusa, esa presencia mirona y angelical no empobrecía, más bien condimentaba su placer con urca esencia turbadora, febril.
¿No me preguntas quién soy? -murmuro, por fin, don Rigoberto.
– ¿Quién, quién, amor mío? -le respondió con la impaciencia requerida, alentándolo.
– Un monstruo, pues -lo oyó decir, ya lejos, inalcanzable en el vuelo de su fantasía.