«Érase un hombre a una nariz pegado», recitó don Rigoberto, iniciando, con una invocación poética, la ceremonia de los jueves. Y recordó a José María Eguren, el grácil poeta nefelíbata que, considerando la palabra «nariz» fonéticamente vulgar, la afrancesó y llamó nez en sus poemas.
¿Era muy fea su nariz? Dependía del cristal a cuyo través se la miraba. Era rotunda y aquilina, sin complejos de inferioridad, curiosa del mundo, muy sensible, tuberosa y ornamental. Pese a los cuidados y prevenciones de don Rigoberto la averiaban de cuando en cuando rachas de espinillas, pero, esta semana, a juzgar por lo que decía el espejito, no había aparecido una sola que apretar, expulsar y desinfectar luego con agua oxigenada. Por un inexplicable capricho cutáneo buena parte de ella, sobre todo en su extremo inferior, allí donde se curvaba y abría en dos ventanas, lucía una coloración encarnada, matiz borgoña añejo, como la que denuncia a los borrachos. Pero don Rigoberto bebía con tanta moderación como comía, de manera que aquellos arreboles no tenían otra causa posible, a su entender, que las incoherencias y veleidades de la señora Naturaleza. A no ser que -la cara del marido de doña Lucrecia se distendió en una sonrisa de oreja a oreja- su sensible narizota viviera ruborizada recordando los libidinosos menesteres que olfateaba en el lecho conyugal. Don Rigoberto vió que los dos orificios de su órgano respiratorio se ensanchaban de inmediato, anticipando aquellas brisas seminales -«emulsionantes fragancias», pensó- que, dentro de poco, entrando por allí, lo impregnarían hasta los tuétanos. Se sintió blando y agradecido. A trabajar, pues, que todo tenía su tiempo y sitio: todavía no era momento de respiraciones, cachafaz.
Se sonó fuerte con su pañuelo, primero un lado y luego el otro, mientras con el dedo índice clausuraba el conducto opuesto, hasta estar seguro de que su nariz se hallaba limpia de mucosidades y aguadija. Entonces, en la mano izquierda la lupa de filatelista que le servía para explorar las postales y grabados eróticos de su colección y para las minucias del aseo, y en la mano derecha la tijerilla de, uñas, procedió a emancipar sus narices de esos pelillos antiestéticos cuyas negras cabecitas ya comenzaban a asomar al exterior, pese a haber sido decapitadas hacía sólo siete días. La tarea demandaba la concentración de un miniaturista oriental a fin de llevarla a cabo con felicidad y sin cortarse. A don Rigoberto le producía un apacible sosiego espiritual, poco menos que el estado de «vacío y plenitud» descrito por los místicos.
La férrea voluntad de domeñar las ingratas arbitrariedades de su cuerpo, obligando a éste a existir dentro de ciertas pautas estéticas, sin desbordar unos límites fijados por su soberano gusto -y el de Lucrecia, en cierto modo- gracias a unas técnicas de extirpación, recorte, expulsión, riego, frote, tonsura, pulimento, etcétera, que había llegado a dominar como un eximio artesano su oficio, lo aislaba del resto de los hombres y le producía esa milagrosa sensación -que cuando se reuniera en la oscuridad de la alcoba con su mujer alcanzaría su apogeo de haber salido del tiempo. Algo más que una sensación: una certidumbre física. Todas sus células estaban en este instante liberadas -chas chas hacían las hojas plateadas de la tijerilla y chas chas los cercenados pelitos bajaban lentos, ingrávidos, por el aire chas chas desde sus narices al remolino de agua del lavador chas chas-, suspendidas, absueltas del deterioro del acaecer, de la pesadilla del siendo. Esa era la virtud mágica del rito y los hombres primitivos lo habían descubierto en los albores de la historia: convertirlo a uno, por ciertos instantes eternos, en puro estar. Él había redescubierto esa sabiduría a solas, por su cuenta y riesgo. Pensó: «La manera de sustraerse momentáneamente a la ruin decadencia y a las servidumbres edilicias de la civilidad, a las convenciones abyectas del rebaño, para alcanzar, por un breve paréntesis al día, una naturaleza soberana». Pensó: «Esto es un anticipo de inmortalidad». La palabra no le pareció excesiva. En este instante se sentía -chas chas, chas chas- incorruptible; y, pronto, entre los brazos y piernas de su esposa, se sentiría un monarca. Pensó: «Un dios».
El cuarto de baño era su templo; el lavador, el ara de los sacrificios; él era el sumo sacerdote y estaba celebrando la misa que cada noche lo purificaba y redimía de la vida. «Dentro de un momento seré digno de Lucrecia y estaré con ella», se dijo. Contemplándola, habló a su robusta nariz en tono cálido: «Te digo que muy pronto estaremos tú y yo en el paraíso, mi buena ladrona». Sus dos orificios se abrieron, golosos, husmeando el futuro. Pero en vez de los prensiles aromas íntimos de la señora de la casa, olieron el aséptico olor de agua y jabón con que don Rigoberto, mediante complicadas aspersiones manuales y equinos movimientos de cabeza, se acicalaba ahora el interior ya podado de sus narices.
Terminada la parte delicada del rito nasal, su mente pudo abandonarse de nuevo al fantaseo y asoció, de pronto, el inminente tálamo matrimonial, donde Lucrecia yacía esperándolo, con el impronunciable nombre del historiador y ensayista holandés Johan Huizinga, uno de cuyos ensayos le había llegado al corazón, persuadiéndolo de que había sido escrito para él, para ella, para ellos dos. Enjuagándose el alma de la nariz con agua pura mediante un gotero, don Rigoberto se preguntó: «¿No es nuestra cama el espacio mágico del que habla Homo Ludens?». Sí, por antonomasia. Según el holandés, la cultura, la civilización, la guerra, el deporte, la ley, la religión, habían brotado de ese territorio convencional, como arborescencias y frondosidades, felices algunas, perversas otras, de la irresistible propensión humana a jugar. Divertida teoría, sin duda; sutil también, pero seguramente falsa. Sin embargo, el púdico humanista no profundizó aquella intuición genial aplicándola al dominio que la confirmaba, donde casi todo se esclarecía gracias a su luz.
«Espacio mágico, territorio femenino, bosque de los sentidos», buscó metáforas para el pequeño país que habitaba en este momento Lucrecia. «Mi reino es una cama», decretó. Estaba enjuagándose las manos, secándoselas. El vasto colchón de tres plazas permitía a la pareja moverse con comodidad en una dirección o en otra y estirarse e incluso rodar en semoviente y alegre abrazo sin riesgo de rodar al suelo. Era mullido pero tenso, de resortes firmes y tan perfectamente nivelado que los cuerpos podían deslizar por él cualquiera de sus miembros sin encontrar la menor aspereza u obstáculo que conspirara contra determinada gimnasia, posición, temeridad o broma escultórica durante los juegos amorosos. «Abadía de la incontinencia», improvisó don Rigoberto, inspirado. «Colchón jardín donde las flores de mi mujer se abren y arrojan para este privilegiado mortal sus esencias secretas».
Vió que, en el espejito, sus narices se habían puesto a latir como dos pequeñas fauces hambrientas. «Déjame respirarte, amor mío.» La olería y respiraría de pies a cabeza, con esmero y tesón, demorándose mucho en ciertas partes de aroma propio y particular y apresurándose en otras, insípidas; nasalmente la escrutaría y amaría, oyéndola protestar a veces entre risitas sofocadas:
«Ahí, no, mi amor, me haces cosquillas».
Don Rigoberto sintió un ligero vahído de impaciencia. Pero no se apresuró: quien espera no desespera, se prepara para gozar con más discernimiento y saber.
Llegaba a las postrimerías del ceremonial cuando, proveniente del jardín, filtrándose por entre las junturas de los cristales, subió hasta sus narices el penetrante perfume de la madreselva. Cerró los ojos y aspiró. Era un perfume sedicioso el de esta trepadora incoherente. Permanecía muchos días cerrada sobre sí misma, sin librar su aroma verde, como atesorándolo y recargándolo, y, de pronto, en ciertos momentos misteriosos. Del día o de la noche, en razón de la humedad del ambiente, o de los movimientos de la luna y las estrellas, o de ciertos discretos cataclismos ocurridos allá debajo, en el seno de la tierra donde se aposentaban sus raíces, descargaba sobre el mundo ese vaho agridulce y turbador que hacía pensar en mujeres morenas, de cabelleras largas y ondulantes y en danzas en las que, en el desenfrenado remolino de las faldas, se divisaban muslos satinados, nalgas prietas, tobillos finos y, fuego fatuo veloz, la madeja de un frondoso pubis.
Ahora sí -don Rigoberto tenía los ojos entrecerrados y era como si toda la energía hubiera huido del resto de su cuerpo para refugiarse en sus órganos reproductor y nasal- sus narices estaban aspirando la madreselva de doña Lucrecia. Y mientras el tibio y denso perfume, con reminiscencias de almizcle, de incienso, de coles remojadas, de anís, de pescado en vinagre, de violetas abriéndose, de sudores de niña virgen, subía como una emanación vegetal o una lava sulfurosa hasta su cerebro, erupcionándolo de deseo, su nariz, mudada en sensitiva, podía también sentir ahora aquella fronda amada, el roce viscoso de la raja de candentes labios, el cosquilleo del húmedo velloncino cuyos sedosos filamentos hurgaban sus orificios nasales exacerbando aún más el efecto de narcótico vaporoso que le brindaba el cuerpo de su amada.
Haciendo un gran esfuerzo intelectual -repetir en voz alta el teorema de Pitágoras- don Rigoberto detuvo a medias la erección que comenzaba a destocar aquella cabecita enamorada, y, salpicándola con puñados de agua fría, la apaciguó y devolvió, encogida, a su discreto capullo de pliegues. Contempló enternecido el blando cilindro que, sereno ahora, elástico, meciéndose levemente como el badajo de una campana, prolongaba su bajo vientre. Se dijo una vez más que era una gran suerte que a sus padres no se les hubiera ocurrido hacerlo circuncidar: su prepucio era un diligente fabricante de sensaciones placenteras y estaba seguro de que, privado de esa translúcida membrana, hubieran sido más pobres sus noches de amor, acaso una privación tan grave como si una brujería le aboliera el olfato.
Y súbitamente recordó a aquellos audaces extravagantes para quienes aspirar fragancias insólitas y consideradas repelentes por el común, era una necesidad vital, ni más ni menos que comer y beber. Trató de imaginar al poeta Federico Schiller hundiendo ávidamente sus sensibles narices en las manzanas podridas que lo estimulaban y predisponían para la creación y el amor, tanto como a don Rigoberto las figurillas eróticas. Y fantaseó después sobre la inquietante receta privada del elegante historiador de la Revolución Francesa, Michelet -una de cuyas fantasías era observar menstruando a su amada Athéné- quien, cuando lo rendían la fatiga y el desánimo, abandonaba los manuscritos, pergaminos y ficheros de su estudio para deslizarse sigilosamente, como un ladrón, hasta las letrinas del hogar. Don Rigoberto lo intuyó: con chaleco, levita de dos puntas, escarpines y acaso planstrom, arrodillado y reverente ante la taza de excrementos, absorbiendo con infantil delectación las hediondas miasmas que, llegadas a los entresijos de su romántico cerebro, le devolverían el entusiasmo y la energía, la frescura de cuerpo y de espíritu, el ímpetu intelectual y los generosos ideales. «Comparado a esos originales qué normal soy», pensó. Pero no se sintió descorazonado ni inferior. La felicidad que había encontrado en sus solitarias prácticas higiénicas y, sobre todo, en el amor de su mujer, le parecían compensación suficiente de su normalidad. ¿Para qué, teniendo esto, hubiera necesitado ser rico, famoso, extravagante, genial? La modesta oscuridad que era su vida a los ojos de los demás, esa rutinaria existencia de gerente de una compañía de seguros, ocultaba algo que, estaba seguro, pocos congéneres disfrutaban o sospechaban siquiera que existía: la dicha posible. Transitoria y secreta, sí, mínima incluso, pero cierta, palpable, nocturna, viva. Ahora la estaba sintiendo a su alrededor como una aureola y dentro de unos minutos él sería ella, y la dicha sería también su mujer con él y con ella, unidos -en esa trinidad profunda de los dos que, gracias al placer, eran uno o mejor dicho tres. ¿Había resuelto, tal vez, el misterio de la Trinidad? Se sonrió: no era para tanto, cachafaz. Sólo una pequeña sabiduría para oponer un momentáneo antídoto a las frustraciones y contrariedades de que estaba adobada la existencia. Pensó: «La fantasía corroe la vida, gracias a Dios».