Perdí la oreja izquierda de un mordisco, peleando con otro humano, creo. Pero, por la delgada ranura que quedó, oigo claramente los ruidos del mundo. También veo las cosas, aunque al sesgo y con dificultad. Pues, aunque al primer golpe de vista no lo parezca, esa protuberancia azulina, a la izquierda de mi boca, es un ojo. Que esté allí, funcionando, capturando las formas y los colores, es un prodigio de la ciencia médica, un testimonio del progreso extraordinario que caracteriza al tiempo en que vivimos. Yo debía de estar condenado a perpetua oscuridad, desde el gran incendio -no recuerdo si provocado por un bombardeo o un atentado- en el que todos los sobrevivientes quedaron privados de la vista y el pelo, a causa de los óxidos. Tuve la suerte de perder sólo un ojo; el otro fue salvado por los oftalmólogos luego de dieciséis intervenciones. Carece de párpados y lagrimea con frecuencia, pero me permite distraerme viendo la televisión, y, sobre todo, detectar rápidamente la aparición del enemigo.
El cubo de vidrio donde estoy es mi casa. Veo a través de sus paredes pero nadie puede verme desde el exterior: un sistema muy conveniente para la seguridad del hogar, en esta época de tremendas asechanzas. Los vidrios de mi morada son, claro está, antibalas, antigérmenes, antirradiaciones e insonoros. Están siempre perfumados con un olor a sobaco y almizcle que a mí -ya sé que sólo a mí- me deleita.
Tengo un olfato muy desarrollado y es por la nariz por donde más gozo y sufro. ¿Debo llamar nariz a este órgano membranoso y gigante que registra todos los olores, aun los más sutiles? Me refiero al bulto grisáceo, con costras blancas, que empieza a la altura de mi boca y baja, creciendo, hasta mi cuello de toro. No, no es la hinchazón del bocio ni una manzana de Adán inflada por la acromegalia. Es mi nariz. Sé que no es bella ni útil, pues su excesiva sensibilidad la torna un indescriptible tormento cuando se pudre una rata en la vecindad o pasan materias fétidas por las cañerías que atraviesan mi hogar. Aun así, yo la venero y a veces pienso que mi nariz es el aposento de mi alma.
No tengo brazos ni piernas pero mis cuatro muñones están bien cicatrizados y endurecidos, de modo que puedo desplazarme por la tierra con facilidad y aun a la carrera si hace falta. Mis enemigos no han logrado darme alcance hasta ahora en ninguna de las persecuciones. ¿Cómo perdí las manos y los pies? Un accidente de trabajo, tal vez; o, acaso, un medicamento que engulló mi madre para tener un embarazo benigno (la ciencia no acierta en todos los casos, por desgracia).
Mi sexo está intacto. Puedo hacer el amor a condición de que el mozalbete o la hembra que hace de partenaire me permita acomodarme de tal manera que mis forúnculos no rocen su cuerpo, pues si revientan mana de ellos el pus hediondo y padezco dolores atroces. Me gusta fornicar y, en cierto sentido, diría que soy un voluptuoso. Es verdad que a menudo experimento fiascos o la humillante eyaculación precoz. Pero, otras veces, tengo orgasmos prolongados y repetidos que me dan la sensación de ser aéreo y radiante como el arcángel Gabriel. La repugnancia que inspiro a mis amantes se troca en atracción, e incluso en delirio, una vez que -con ayuda del alcohol o la droga casi siempre- vencen la prevención inicial y aceptan trenzarse conmigo sobre una cama. Las mujeres llegan a amarme, incluso, y los chicos a enviciarse con mi fealdad. En el fondo de su alma, a la bella la fascinó siempre la bestia, como recuerdan tantas fábulas y mitologías, y es raro que en el corazón de un apuesto jovenzuelo no anide algo perverso. Nunca lamentó alguno de mis amantes haberlo sido. Ellos y ellas me agradecen haberlos instruido en las refinadas combinaciones de lo horrible y el deseo para causar placer. Conmigo aprendieron que todo es y puede ser erógeno y que, asociada al amor, la función orgánica más vil, incluidas aquéllas del bajo vientre, se espiritualiza y ennoblece. La danza de los gerundios que conmigo bailan -eructando, orinando, defecando- los acompaña después como un melancólico recuerdo de los tiempos idos, ese descenso a la mugre (algo que a todos tienta y que tan pocos osan emprender) que hicieron en mi compañía.
Mi mayor fuente de orgullo es mi boca. No es verdad que esté abierta de par en par porque aúllo de desesperación. La tengo así para mostrar mis blancos y filudos dientes. ¿No los envidiaría cualquiera? Apenas si me faltan dos o tres. Los demás se conservan firmes y carniceros. Si es necesario, trituran piedras. Pero prefieren cebarse sobre pechugas y nalgas de terneras, incrustarse en tetillas y muslos de gallinas y capones o gargantas de pajarillos. Comer carne es una prerrogativa de los dioses.
No soy desdichado ni quiero que me compadezcan. Soy como soy y eso me basta. Saber que otros están peor es un gran consuelo, por supuesto. Es posible que Dios exista, pero eso, a estas alturas de la historia, con todo lo que nos ha pasado ¿tiene alguna importancia? ¿Que el mundo acaso pudo ser mejor de lo que es? Sí, acaso, pero ¿para qué preguntárselo? He sobrevivido y, a pesar de las apariencias, formo parte de la raza humana.
Mírame bien, amor mío. Reconóceme, reconócete.