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4 Ojos como luciérnagas

«Cumplir cuarenta años no es, pues, tan terrible», pensó doña Lucrecia, desperezándose en el cuarto a oscuras. Se sentía joven, bella y feliz. ¿La felicidad existía, entonces? Rigoberto decía que sí, «por momentos y para nosotros dos». ¿No era una palabra hueca, un estado que sólo alcanzaban los tontos? Su marido la quería, se lo demostraba a diario en mil detalles delicados y casi todas las noches solicitaba sus favores con ardor juvenil. También él parecía rejuvenecido desde que, cuatro meses atrás, decidieron casarse. Los temores que tanto tiempo la inhibieron de hacerlo -su primer matrimonio había sido desastroso y el divorcio una pesadillesca agonía de tinterillos ávidos- se habían esfumado. Desde el primer momento tomó posesión de su nuevo hogar con mano segura. Lo primero que hizo fue cambiar la decoración de todas las habitaciones para que nada recordara a la difunta esposa de Rigoberto, y ahora gobernaba esta casa con soltura, como si hubiera sido aquí el ama desde siempre. Sólo la cocinera anterior le mostró cierta hostilidad y debió reemplazarla. Los demás criados se llevaban muy bien con ella. Justiniana sobre todo, quien, promovida por doña Lucrecia a la categoría de doncella, resultó un hallazgo: eficiente, despierta, limpísima y de una devoción a toda prueba.

Pero el éxito mayor era su relación con el niño. Había sido su mayor desvelo, antes, algo que creyó un obstáculo insalvable. «Un entenado, Lucrecia», pensaba, cuando Rigoberto insistía en que debían acabar con sus amores semiclandestinos y casarse de una vez. «No funcionará nunca. Ese niño te odiará siempre, te hará la vida imposible y tarde o temprano terminarás también odiándolo. ¿Cuándo ha sido feliz una pareja donde hay hijos ajenos?»

Nada de eso había ocurrido. Alfonsito la adoraba. Sí, ése era el verbo justo. Tal vez demasiado, incluso. Bajo las tibias sábanas, doña Lucrecia se desperezó de nuevo, estirándose y encogiéndose como una remolona serpiente. ¿No se había sacado ese primer puesto para ella? Recordó su carita arrebolada, el triunfo de sus ojos color cielo cuando le alcanzó la libreta de notas:

– Aquí está tu regalo de cumpleaños, madrastra. ¿Puedo darte un beso?

– Claro que sí, Fonchito. Me puedes dar diez.

Le pedía y le daba besos todo el tiempo, con una exaltación que, a ratos, la hacía recelar. ¿De veras que el niño la quería tanto? Sí, se lo había ganado con todos esos regalos y mimos desde que puso los pies en esta casa. ¿O, como fantaseaba Rigoberto atizándose el deseo en sus afanes nocturnos, Alfonsito estaba despertando a la vida sexual y las circunstancias le habían confiado a ella el papel de inspiradora? «Qué disparate, Rigoberto. Si es todavía tan pequeñito, si acaba de hacer su primera comunión. Qué absurdos se te ocurren».

Pero, aunque nunca admitiría en voz alta semejante cosa y menos delante de su marido, cuando se hallaba a solas, como ahora, doña Lucrecia se preguntaba si el niño no estaba efectivamente descubriendo el deseo, la poesía naciente del cuerpo, valiéndose de ella como estímulo. La actitud de Alfonsito la intrigaba, parecía a la vez tan inocente y tan equívoca. Recordó entonces -era un episodio de su adolescencia que nunca olvidó- aquel dibujo casual que aquella vez vió trazar a las gráciles patitas de una gaviota en la arena del club Regatas; ella se acercó a mirarlo, esperando encontrarse con una forma abstracta, un laberinto de rectas y curvas, ¡y lo que vió le hizo más bien el efecto de un jiboso falo! ¿Era consciente Foncho de que, al echarle los brazos al cuello como lo hacía, al besarla de esa manera demorada, buscándole los labios, infringía los límites de lo tolerable? Imposible saberlo. El niño tenía una mirada tan franca, tan dulce, que a doña Lucrecia le parecía imposible que la cabecita rubicunda de aquel primor que posaba de pastorcillo en los Nacimientos del Colegio Santa María pudiera albergar pensamientos sucios, escabrosos.

«Pensamientos sucios», susurró, la boca contra la almohada, «escabrosos. ¡Jajajá!» Se sentía de buen humor y un calorcito delicioso corra por sus venas, como si su sangre se hubiera transubstanciado en vino tibio. No, Fonchito no podía sospechar que aquello era jugar con fuego, esas efusiones se las dictaba sin duda un oscuro instinto, un tropismo inconsciente. Pero, aun así, no dejaban de ser juegos peligrosos ¿verdad, Lucrecia? Porque cuando lo veía, pequeñín, arrodillado en el suelo, contemplándola como si su madrastra acabara de bajar del Paraíso, o cuando sus bracitos y su cuerpo frágil se soldaban a ella y sus labios casi invisibles de delgados se adherían a sus mejillas y rozaban los suyos -ella nunca había permitido que permanecieran allí más de un segundo-, doña Lucrecia no podía impedir que la sobresaltara a veces un ramalazo de excitación, una vaharada de deseo. «Tú eres la de los pensamientos sucios y escabrosos, Lucrecia», murmuró, apretándose contra el colchón, sin abrir los ojos. ¿Se volvería un día una vieja fragorosa, como algunas de sus compañeras de bridge? ¿Sería esto el demonio del mediodía? Cálmate, acuérdate que te has quedado viuda por dos días -Rigoberto, en viaje de negocios, por asuntos de seguros, no volvería hasta el domingo- y, además, basta ya de flojear en la cama. ¡A levantarse, ociosa! Haciendo un esfuerzo por sacudirse la agradable modorra, cogió el intercomunicador y ordenó a Justiniana que le subiera el desayuno.

La muchacha entró cinco minutos después, con la bandeja, la correspondencia y los periódicos. Abrió las cortinas y la luz húmeda, tristona y grisácea del Septiembre limeño invadió la habitación. «Qué feo es el invierno», pensó doña Lucrecia. Y soñó con el sol del verano, las playas de arenas ardientes de Paracas y la caricia salada del mar sobre su piel. ¡Faltaba tanto todavía! Justiniana le puso la bandeja sobre las rodillas y le acomodó los almohadones para que le sirvieran de espaldar. Era una morena esbelta, de cabellos crespos, ojos vivarachos y voz musical.

– Hay algo que no sé si decírselo, señora -murmuró, con un mohín tragicómico, mientras le alcanzaba la bata y ponía las zapatillas de levantarse a los pies de la cama.

– Ahora tienes que decírmelo, porque ya me abriste el apetito -repuso doña Lucrecia, mientras mordía una tostada y tomaba un sorbo de té puro-. ¿Qué ha pasado?

– Me da vergüenza, señora.

Doña Lucrecia la observó, divertida. Era joven y, bajo el mandil azul del uniforme, las formas de su cuerpecillo se insinuaban frescas y elásticas. ¿Qué cara pondría cuando su marido le hacía el amor? Estaba casada con el portero de un restaurante, un negro alto y fornido como un atleta que venía a dejarla todas las mañanas. Doña Lucrecia le había aconsejado que no se complicara la vida con hijos siendo tan joven y la había llevado personalmente a su médico para que le recetara la píldora.

– ¿Otra pelea entre la cocinera y Saturnino?

– Es algo del niño Alfonso, más bien -Justiniana bajó la voz como si el chiquillo pudiera oírla desde su lejano colegio y fingió confundirse más de lo que estaba-. Es que anoche lo pesqué… Pero, no se lo vaya usted a decir, señora. Si Fonchito sabe que se lo he contado, me mata.

A doña Lucrecia la entretenían esos dengues y aspavientos con que Justiniana alhajaba siempre lo que decía.

– ¿Dónde lo pescaste? ¿Haciendo qué cosa?

– Espiándola, señora.

Un instinto advirtió a doña Lucrecia lo que iba a oír y se puso en guardia. Justiniana señalaba el techo del cuarto de baño y ahora sí parecía confundida de verdad.

– Hubiera podido caerse al jardín y hasta matarse -susurró, moviendo los ojos en las órbitas-. Por eso se lo cuento, señora… Cuando lo reñí, me dijo que no era la primera vez. Se ha subido al techo muchas veces. A espiarla.

– ¿Qué dices?

– Lo que has oído -contestó el niño, desafiante, casi heroico-. Y lo seguiré haciendo aunque me resbale y me mate, para que lo sepas.

– Pero, te has vuelto loco, Fonchito. Eso está muy mal, eso no se hace, pues. Qué diría don Rigoberto si supiera que espías a tu madrastra cuando se baña. Se enojaría, te daría una paliza. Y, además, puedes matarte, fíjate qué alto está.

– No me importa -respondió el niño, con una resolución relampagueante en los ojos. Pero instantáneamente se apaciguó y, encogiéndose de hombros, añadió muy humilde-. Aunque mi papá me pegue, Justita. ¿Me vas a acusar, entonces?

– No le diré nada si me prometes no subir aquí nunca más.

– Eso no te lo puedo prometer, Justita -exclamó el niño, apenado-. Yo no prometo lo que no voy a cumplir.

– ¿No estás inventando todo eso con la imaginación tropical que tienes? -balbuceó doña Lucrecia. ¿Debía reírse, enojarse?

– Dudé mucho antes de animarme a contárselo, señora. Porque a Fonchito, que es tan bueno, yo lo quiero tanto. Pero es que subiéndose a ese techo se puede matar, se lo juro.

Doña Lucrecia trataba en vano de imaginárselo allá arriba, agazapado como una fierecilla, acechándola.

– Pero, pero, no me lo acabo de creer. Tan formalito, tan educado. No lo veo haciendo una cosa así.

– Es que Fonchito se ha enamorado de usted, señora -suspiró la muchacha, tapándose la boca y sonriendo-. No me diga que no se dio cuenta, porque no me lo creo.

– Qué adefesios dices, Justiniana.

– ¿Acaso para el amor hay edades, señora? Algunos comienzan a enamorarse a la edad de Fonchito. Y él que es tan vivo para todo, además. Si usted hubiera oído lo que me dijo, se quedaba con la boca abierta. Como me quedé yo, pues.

– ¿Qué estás inventando ahora, zonza?

– Lo que oyes, Justita. Cuando se quita la bata y se mete en la tina llena de espuma, no te puedo decir lo que siento. Es tan, tan linda… Se me salen las lágrimas, igualito que cuando comulgo. Me parece estar viendo una película, te digo. Me parece algo que no te lo puedo explicar. Será por eso que lloro ¿no?

Doña Lucrecia optó por echarse a reír. La mucama tomó confianza y sonrió también, con cara cómplice.

– Sólo te creo la décima parte de lo que me cuentas -dijo, por fin, levantándose-. Pero, aun así, algo hay que hacer con este niño. Cortar esos juegos por lo sano y cuanto antes.

– No se lo vaya a decir al señor -le rogó Justiniana, asustada-. Se enojaría mucho y tal vez le pegaría. Fonchito ni siquiera se da cuenta que hace mal. Palabra que no se da. Él es como un angelito, no diferencia lo bueno de lo malo.

– No se lo puedo contar a Rigoberto, claro que no -asintió doña Lucrecia, reflexionando en voz alta-. Pero hay que poner punto final a esta tontería. No sé cómo, pero de inmediato.

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