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Epílogo

– ¿Nunca tienes remordimientos, Fonchito? -preguntó Justiniana, de pronto. Iba recogiendo y doblando sobre una silla la ropa que el niño se quitaba de cualquier manera, lanzándosela luego con pases de basquet.

– ¿Remordimientos? -se asombró la cristalina voz-. ¿Y de qué, Justita?

Ella, agachada para coger un par de medias de rombos verdes y granates, lo espió a través del espejo de la cómoda: Alfonso acababa de sentarse al filo de la cama y se ponía el pantalón del pijama, encogiendo y estirando las piernas. Justiniana vió asomar sus pies blancos y esbeltos, de talones rosados, los vió mover los diez dedos como haciendo ejercicios. Por fin, su mirada encontró la del niño, quien al instante le sonrió.

– No me pongas esa cara de mosquita muerta, Foncho -dijo, incorporándose. Se sobó las caderas y suspiró, observando al niño perpleja. Sentía que, una vez más, iba a vencerla la rabia-. Yo no soy ella. A mí, con esa carita de niño santo no me compras ni me engañas. Dime la verdad, por una vez. ¿No tienes remordimientos? ¿Ni uno solo?

Alfonso lanzó una carcajada, abriendo los brazos, y se dejó caer de espaldas en la cama. Pataleó, con las piernas levantadas, disparando y recibiendo la imaginaria pelota. Su risa era fuerte y elocuente y Justiniana no descubrió en ella ni una sombra de burla o de mala intención. «Miéchica», pensó, «quién entiende a este mocoso».

– Te juro por Dios que no sé de qué me estás hablando -exclamó el niño, sentándose. Pesó con convicción sus dedos cruzados-. ¿O me estás haciendo una adivinanza, Justita?

– Métete en la cama de una vez que te puedes resfriar. No tengo ninguna gana de cuidarte.

Alfonso la obedeció en el acto. Saltó, levantó las sábanas, se deslizó entre ellas ágilmente y se acomodó la almohada bajo la espalda. Luego, se quedó mirando a la muchacha de una manera mimosa y consentida, como si fuera a recibir un premio. Los cabellos le cubrían la frente y sus grandes ojos azules fosforecían en la semipenumbra en que se hallaban, pues la luz de la lamparilla se detenía en sus mejillas. Tenía la boca sin labios entreabierta luciendo la blanquísima hilera de dientes que se acababa de cepillar.

– Te estoy hablando de doña Lucrecia, diablito, y lo sabes muy bien, así que no te hagas -dijo ella-. ¿No te da pena lo que le hiciste?

– Ah, era de ella -exclamó el niño, decepcionado, como si el tema resultara demasiado obvio y aburrido para él. Se encogió de hombros y no vaciló lo más mínimo al añadir-: ¿Por qué me daría pena? Si hubiera sido mi mamá, me habría dado. ¿Acaso lo era?

No había rencor ni cólera cuando hablaba de ella en su tono ni en su expresión: pero esa indiferencia era lo que, precisamente, irritaba a Justiniana.

– Hiciste que tu papá la botara de esta casa como un perro -susurró, apagada, tristona, sin volver la cabeza hacia él, los ojos fijos en el entarimado lustroso-. Le mentiste primero a ella y después a él. Hiciste que se separaran, cuando eran tan felices. Por tu culpa, ella debe ser ahora la mujer más desgraciada del mundo. Y don Rigoberto también, desde que se separó de tu madrastra parece un alma en pena. ¿No te das cuenta cómo le han caído encima los años en unos pocos días? ¿Tampoco eso te da remordimientos? Y se ha vuelto un beato y un cucufato como no he visto. Los hombres se vuelven así cuando sienten que van a morirse. ¡Y todo por tu culpa, bandido!

Se volvió hacia el niño, asustada, pensando que había dicho más de lo prudente. Desde lo ocurrido, ya no sé fiaba de nada ni de nadie en esta casa. La cabeza de Fonchito se había adelantado hacia ella y el cono dorado de la lamparilla la circundaba igual que una corona. Su sorpresa parecía ilimitada.

– Pero, si yo no hice nada, Justita -tartamudeó, pestañeando, y ella vió que la manzana de Adán subía y bajaba por su cuello como un animalito nervioso-. Yo nunca he mentido a nadie y menos a mi papá.

Justiniana sintió que le ardía la cara.

– ¡Le mentiste a todo el mundo, Foncho! -alzó la voz. Pero se calló, tapándose la boca, pues en ese instante se oyó, arriba, correr el agua del lavador. Don Rigoberto había empezado sus abluciones nocturnas, las que, desde la partida de doña Lucrecia, eran mucho más breves. Ahora se acostaba siempre temprano y ya no se le oía tarareando zarzuelas mientras se aseaba. Cuando Justiniana volvió a hablar lo hizo bajito, sermoneando al niño con su dedo índice-. y me mentiste a mí también, por supuesto.

Cuando pienso que me tragué el cuento de que te ibas a matar porque doña Lucrecia no te quería.

Ahora sí, bruscamente, la cara del niño se indignó.

– No era mentira -dijo, cogiéndola de un brazo y sacudiéndola-. Era cierto, era tal cual. Si mi madrastra me seguía tratando como en esos días, me hubiera matado. ¡Te lo juro que me hubiera, Justita!

La muchacha le retiró el brazo de mal modo y se apartó de la cama.

– No jures en vano que Dios te puede castigar -murmuró.

Fue a la ventana y, al correr las cortinas, advirtió que en el cielo destellaban unas cuantas estrellas. Se quedó mirándolas, sorprendida. Qué raro ver esas lucecitas titilantes en vez de la neblina acostumbrada. Cuando se dio vuelta, el niño había cogido el libro que tenía en el velador y, acomodándose la almohada, se disponía a leer. De nuevo se lo notaba tranquilo y contento, en paz con su conciencia y con el mundo.

– Por lo menos dime una cosa, Fonchito.

Arriba, el agua del lavador corría con un murmullo constante e idéntico, y en el techo dos gatos maullaban, peleando o fornicando.

– ¿Qué, Justita?

– ¿Lo planeaste todo desde el principio? La pantomima de que la querías tanto, eso de subirte al techo a espiarla cuando se bañaba, la carta amenazando con matarte. ¿Hiciste todo eso de a mentiras? ¿Sólo para que ella te quisiera y después poder ir a acusarle a tu papá que te estaba corrompiendo?

El niño colocó el libro en el velador, señalando la página con un lápiz. Una mueca ofendida desarmó su cara.

– ¡Yo nunca dije que ella me estaba corrompiendo, Justita! -exclamó, escandalizado, azotando el aire con una de sus manos-. Eso te lo estás inventando tú, no me hagas trampas. Fue mi papá el que dijo que me estaba corrompiendo. Yo sólo escribí esa composición, contando lo que hacíamos. La verdad, pues. No mentí en nada. Yo no tengo la culpa de que él la botara. A lo mejor lo que él dijo era cierto. A lo mejor ella me estaba corrompiendo. Si mi papá lo dijo, así será. ¿Por qué te preocupas tanto por eso? ¿Preferirías haberte ido con ella que quedarte en esta casa?

Justiniana apoyó la espalda en el estante donde Alfonso tenía sus libros de aventuras, los gallardetes y diplomas y las fotos de colegio. Entrecerró los ojos y pensó: «Tendría que haberme ido hace rato, es verdad».

Desde la partida de doña Lucrecia tenía el presentimiento de que también a ella la acechaba un peligro aquí y vivía sobre ascuas, con la permanente sensación de que si se descuidaba un instante caería también en una emboscada de la que saldría peor que la madrastra. Había sido una imprudencia encarar al niño de ese modo. No lo haría nunca más porque Fonchito, aunque lo fuera en edad, no era un niño, sino alguien con más mañas y retorcimientos que todos los viejos que ella conocía. Y, sin embargo, sin embargo, mirando esa carita dulce, esas facciones de muñequito, quién se lo hubiera creído.

– ¿Estás enojada conmigo por algo? -lo oyó decir, compungido.

Mejor no provocarlo más; mejor, hacer las paces.

– No, no lo estoy -respondió, avanzando hacia la puerta-. No leas mucho que mañana tienes colegio. Buenas noches.

– Justita.

Se volvió a mirarlo ya con una mano en la perilla.

– ¿Qué quieres?

– No te enojes conmigo, por favor. -Le imploraba con los ojos y con las largas pestañas batientes; le rogaba con la boquita fruncida en un semipuchero y con los hoyuelos de las mejillas latiendo-. Yo a ti te quiero mucho. Pero tú, en cambio, me odias ¿no, Justita?

Hablaba como si fuera a romper en llanto.

– No te odio, zonzo, cómo te voy a odiar.

Arriba, el agua seguía corriendo, con un sonido uniforme, interrumpido por breves espasmos, y se oía también, de cuando en cuando, los pasos de don Rigoberto yendo de un lado a otro del cuarto de baño.

– Si es verdad que no me odias, dame siquiera un beso de despedida. Como antes, pues, ¿te has olvidado?

Ella dudó un momento, pero luego asintió. Fue hasta la cama, se inclinó y lo besó rápidamente en los cabellos. Pero el niño la retuvo, echándole los brazos al cuello, y haciéndole gracias y monerías, hasta que Justiniana, a pesar de sí misma, le sonrió. Viéndolo así, sacando la lengua, revolviendo los ojos, meciendo la cabeza, alzando y bajando los hombros, no parecía el diablillo cruel y frío que llevaba dentro, sino el niñito lindo que era por fuera.

– Ya, ya, déjate de payasadas y a dormir, Foncho.

Volvió a besarlo en los cabellos y suspiró. Y a pesar de que acababa de prometerse que no volvería a hablarle de aquello, de pronto

se oyó decir, apresurada, contemplando esas hebras doradas que le rozaban la nariz:

– ¿Hiciste todo eso por doña Eloísa? ¿Porque no querías que nadie reemplazara a tu mamá? ¿Porque no podías aguantar que doña Lucrecia ocupara el lugar de ella en esta casa?.

Sintió que el niño se quedaba rígido y en silencio, como meditando lo que debía responder. Después, los bracitos enlazados en su cuello presionaron para obligarla a bajar la cabeza, de modo que la boquita sin labios pudiera acercarse a su oído. Pero en vez de oírlo musitar el secreto que esperaba sintió que la mordisqueaba y besaba, en el borde de la oreja y el comienzo del cuello, hasta estremecerla de cosquillas.

– Lo hice por ti, Justita -lo oyó susurrar, con aterciopelada ternura-, no por mi mamá. Para que se fuera de esta casa y nos quedáramos solitos mi papá, yo y tú. Porque yo a ti…

La muchacha sintió que, sorpresivamente, la boca del niño se aplastaba contra la suya.

– Dios mío, Dios mío -se desprendió de sus brazos, empujándolo, sacudiéndolo. A tropezones salió del cuarto, frotándose la boca, persignándose. Le parecía que si no tomaba aire su corazón estallaría de rabia-. Dios mío, Dios mío.

Ya afuera, en el pasillo, oyó que Fonchito reía otra vez. No con sarcasmo, no burlándose del rubor y la indignación que la colmaban. Con auténtica alegría, como festejándose una gracia. Fresca, rotunda, sana, infantil, su risa borraba el sonido del agua del lavador, parecía llenar toda la noche y subir hasta esas estrellas que, por una vez, habían asomado en el cielo barroso de Lima.

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