– ¿No está la madrastra? -preguntó Fonchito, decepcionado.
– Ya no tardará -repuso don Rigoberto, cerrando apresuradamente The Nude, de sir Kenneth Clark, que tenía sobre las rodillas. Con brusco sobresalto, retornaba a Lima, a su casa, a su escritorio, desde los vapores húmedos y femeninos del atestado Baño turco del pintor Ingres, en el que había estado inmerso-. Ha ido a jugar bridge con sus amigas. Pasa, pasa Fonchito. Conversemos un rato.
El niño le sonrió, asintiendo. Entró y se sentó a la orilla del gran confortable inglés de cuero aceitunado, bajo los veintitrés tomos empastados de la colección «Les maitres de l'amour », dirigida y prologada por Guillaume Apollinaire.
– Cuéntame del Santa María -lo animó su padre, a la vez que, disimulando el libro con su cuerpo, iba a devolverlo al estante con vidriera y cerrojo donde guardaba sus tesoros eróticos-. ¿Van bien las clases? ¿No tienes dificultades con el inglés?
Las clases iban muy bien y los profesores eran buenísimos, papi. Entendía todo y mantenía largas conversaciones en inglés con el padre MacKey; estaba seguro de que este año terminaría también con el primer puesto de la clase. Le darían el premio de excelencia, tal vez.
Don Rigoberto le sonrió, satisfecho. La verdad, este chiquito no hacía más que darle alegrías. Un modelo de hijo; buen alumno, dócil, cariñoso. Se había sacado la suerte con él.
– ¿Quieres una Coca-cola? -le preguntó. Se acababa de servir dos dedos de whisky y manipulaba la hielera. Alcanzó a Alfonso su vaso y se sentó a su lado-. Tengo que decirte algo, hijito. Estoy muy contento contigo y puedes contar con la moto que me pediste. La tendrás la semana próxima.
Al niño se le iluminaron los ojos. Una ancha sonrisa alborozó su cara.
– ¡Gracias, papito! -Lo abrazó y lo besó en la mejilla.- ¡La moto que tanto quería! ¡Qué maravilla, papi!
Don Rigoberto se lo sacó de encima, riendo. Le acomodó los revueltos cabellos, en una discreta caricia.
– Tienes que agradecérselo a Lucrecia -añadió-. Ella ha insistido para que te compre la moto ahora mismo, sin esperar los exámenes.
– Ya lo sabía -exclamó el niño-. Ella es buenísima conmigo. Más buena todavía, creo, de lo que era mi mamá.
– Es que tu madrastra te quiere mucho, chiquitín.
– Y yo también a ella -afirmó el niño, al instante, con vehemencia-. ¡Cómo no la voy a querer si es la mejor madrastra que hay en el mundo, pues!
Don Rigoberto bebió y paladeó: un agradable fuego le recorrió la lengua, la garganta y ahora descendía entre sus costillas. «Amable lava», improvisó. ¿A quién había salido tan bonito su hijo? Su cara parecía circundada por un halo radiante y rebosaba frescura y salud. No a él, ciertamente. Tampoco a su madre, porque Eloísa, aunque atractiva y de buen ver, jamás tuvo esa finura de rasgos, ni unos ojos tan claros ni una transparencia de piel semejante ni esos rizos de oro tan puro. Un querubín, un pimpollo, un arcángel de estampita de primera comunión. Seria mejor, para él, que de grande se afeara un poco: a las mujeres no les gustaban los hombres con cara de muñequito.
– No sabes qué alegría me da que te lleves tan bien con Lucrecia -añadió, luego de un momento-. Era algo que me asustaba mucho cuando nos casamos, ahora te lo puedo decir. Que ustedes no congeniaran, que tú no la aceptaras. Hubiera sido una gran desgracia para los tres. Lucrecia también tenía mucho miedo. Ahora, cuando veo lo bien que se llevan, me río de esos miedos. Si ustedes se quieren tanto que, a ratos, hasta celos tengo, pues me parece que tu madrastra te quiere más que a mí y que tú también la prefieres a ella que a tu padre.
Alfonso se rió a carcajadas, palmoteando, y don Rigoberto lo imitó, divertido con la explosión de buen humor de su hijo. Un gato maulló a lo lejos. Pasó un automóvil por la calle con la radio a todo volumen y durante unos segundos se oyeron las trompetas y maracas de una melodía tropical. Luego, surgió la voz de Justiniana, canturreando en el repostero, mientras accionaba la lavadora.
– ¿Qué quiere decir orgasmo, papá? -preguntó de pronto el niño.
A don Rigoberto le sobrevino un acceso de tos. Carraspeó, mientras reflexionaba: ¿qué debía responder? Procuró adoptar una expresión natural y se mantuvo sin sonreír.
– Bueno, no es una mala palabra -aclaró, prudentemente-. Desde luego que no. Se relaciona con la vida sexual, con el placer. Podría decirse, tal vez, que es la culminación del goce físico. Algo que no sólo experimentan los hombres, también muchas especies de animales. Ya te hablarán de eso, en el curso de biología, seguramente. Pero, sobre todo, no pienses que es una lisura. ¿Dónde te encontraste con esa palabra, chiquitín?
– Se la escuché a mi madrastra -dijo Fonchito. Con una expresión muy pícara, se llevó un dedo a los labios en signo de complicidad-. Me hice el que sabía lo que era. No le vayas a decir que tú me la explicaste, papi.
– No, no se lo diré -murmuró don Rigoberto. Tomó otro sorbo de whisky y escudriñó a Alfonso, intrigado. ¿Qué había en esa rubicunda cabecita, detrás de esa frente tersa? Vaya usted a saberlo. ¿No decían que el alma de un niño era un pozo insondable? Pensó: «No debo averiguar nada más». Pensó: «Debo cambiar de conversación». Pero el morbo de la curiosidad o la atracción instintiva del peligro fue más fuerte, y, como quien no quiere la cosa, preguntó-: ¿Le oíste esa palabrita a tu madrastra? ¿Estás seguro?
El niño asintió varias veces, con la misma expresión entre risueña y pícara. Tenía las mejillas arreboladas y en sus ojos refulgía la gracia.
– Me dijo que había tenido un orgasmo riquísimo -explicó, con cantarina voz de ruiseñor.
Esta vez, a don Rigoberto el whisky se le escapó de las manos; paralizado por la sorpresa, vió rodar el vaso sobre la alfombra de arabescos plomizos del estudio. El niño se precipitó a recogerlo. Se lo devolvió, murmurando:
– Menos mal que estaba casi vacío. ¿Quieres que te sirva otro, papi? Ya sé cómo te gusta, he visto cómo lo hace mi madrastra.
Don Rigoberto dijo que no con la cabeza. ¿Había oído bien? Sí, por supuesto: para eso tenía las orejas grandes. Para oír bien las cosas. Su cerebro había comenzado a crepitar como una hoguera. Esta conversación había ido demasiado lejos y era preciso cortarla de una vez y para siempre, so pena de algún imponderable gravísimo. Por un instante, tuvo la visión de un hermoso castillo de naipes que se desbarataba. Tenía una lucidez total sobre lo que debía hacer. Basta, se acabó, hablemos de otra cosa. Pero también esta vez el canto de las sirenas de los abismos fue más poderoso que su razón y que su sensatez.
– Qué invenciones son ésas, Foncho -hablaba muy despacio pero, aun así, su voz temblaba-. Cómo vas a haberlo oído a tu madrastra semejante cosa. No puede ser, hijito.
El niño protestó, airado, con una mano en alto.
– Claro que sí, papi. Por supuesto que se la oí. Si me la dijo a mí, pues. Ayer nomás, en la tarde. Te doy mi palabra. ¿Por qué te iba a mentir? ¿Te he mentido nunca, yo?.
– No, no, tienes razón. Tú siempre dices la verdad.
No podía controlar la incomodidad que había tomado posesión de él como una fiebre. El malestar era un moscardón estúpido, se daba encontrones contra su cara, sus brazos, y él no podía abatirlo ni esquivarlo. Se puso de pie y, caminando despacio, fue a servirse otro trago de whisky, cosa más bien insólita, pues nunca bebía más de una copa antes de la cena. Cuando regresó a su asiento, se dio con los ojos glaucos de Fonchito: seguían sus evoluciones por el estudio con la dulzura de costumbre. Le sonrieron y, haciendo un esfuerzo, también le sonrió.
«Ejem, ejem», carraspeó don Rigoberto, luego de unos segundos de ominoso silencio. No sabía qué decir. ¿Seria posible que Lucrecia le hiciera confidencias de esa índole, que le hablara al niño de lo que hacían ellos por las noches? Desde luego que no, qué tontería. Eran fantasías de Fonchito, algo muy típico de su edad: descubría la malicia, afloraba la curiosidad sexual, la libido naciente le sugería fantasías a fin de provocar conversaciones sobre el fascinante tabú. Lo mejor, olvidar todo aquello y disolver el mal momento con banalidades.
– ¿No tienes tareas para mañana? -preguntó.
– Ya las hice -contestó el niño-. Sólo tenía una, papi. Composición de tema libre.
– ¿Ah, sí? -insistió don Rigoberto-. ¿Y qué tema escogiste?
Al niño se le volvió a encender la cara con una alegría candorosa y don Rigoberto repentinamente sintió un miedo cerval. ¿Qué pasaba? ¿Qué iba a pasar?
– Sobre ella, pues, papi, sobre quién iba a ser -palmoteaba Fonchito-. Le he puesto como título: «Elogio de la madrastra». ¿Qué te parece?
– Muy bien, es un buen título -contestó don Rigoberto. Y casi sin pensarlo, con una risotada falsa, añadió-: Parece el de una novelita erótica.
– ¿Qué quiere decir erótica? -averiguó el niño, muy serio.
– Relativo al amor físico -lo ilustró don Rigoberto. Bebía de su vaso, a sorbitos, sin darse cuenta-. Ciertas palabras, como ésta, sólo cobran su sentido con el tiempo, gracias a la experiencia, algo que importa más que las definiciones. Todo eso vendrá poco a poco; no hay ninguna razón para que te apresures, Fonchito.
– Como tú digas, papi -asintió el niño, abriendo y cerrando los ojos: sus pestañas eran enormes y sombreaban sus párpados con una irisación violácea.
– ¿Sabes que me gustaría leer ese «Elogio de la madrastra»?
– Claro, papacito -se entusiasmó el niño. Se puso de pie de un salto y echó a correr-. Así, si hay una falta, me la corriges.
En los pocos minutos que tardó Fonchito en volver, don Rigoberto sintió que el malestar crecía. ¿Demasiado whisky, tal vez? No, qué ocurrencia. ¿Indicaba esa opresión en las sienes que caería enfermo? En la oficina, había varios griposos. No, no era eso. ¿Qué, entonces? Recordó aquella frase de Fausto que lo había conmovido tanto de muchacho: «Amo al que desea lo imposible». Él hubiera querido que fuera su divisa en la vida, y, en cierta forma, aunque de manera secreta, alentaba la sensación de haber alcanzado aquel ideal. ¿Por qué tenía ahora la angustiosa premonición de que un abismo se abría a sus pies? ¿Qué clase de peligro lo amenazaba? ¿Cómo? ¿Dónde? Pensó: «Es absolutamente imposible que Fonchito haya oído decir a Lucrecia "Tuve un orgasmo riquísimo"». Le sobrevino un ataque de risa y se rió, pero sin la menor alegría, haciendo una mueca lastimosa que le devolvió el cristal del estante libidinoso. Ahí estaba Alfonso. Tenía un cuaderno en la mano. Se lo alcanzó sin decirle nada, mirándolo fijamente a los ojos, con esa mirada azul tan sosegada y tan ingenua que, como decía Lucrecia, «hacía sentirse sucia a la gente».