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Continuamos por la carretera hasta que avistamos la bandera rojigualda y los edificios del puesto fronterizo. Más allá del acantilado está Ceuta, la nutriente de toda esta gente que reza cada noche para que ese territorio nunca sea marroquí y no se le estropee su medio de subsistencia. Conocemos la ciudad. Como tantos españoles, hemos ido alguna vez a comprar allí artículos sin impuestos, que luego hemos pasado más o menos de contrabando ante nuestros propios policías.

Pero sólo por el vicio de la avaricia, no por necesidad. No vamos a entrar hoy en Ceuta. Además de haberla visto ya, la cola es disuasoria. Damos media vuelta para ir en busca del camino de Tánger.

Se nos queda para siempre impresionado, en la memoria y en el corazón, el espectáculo de los centenares de caminantes sobre las vías abandonadas y la cuneta polvorienta de Fnideq. Andan y miran como podrían mirar y andar los refugiados y los fugitivos de una guerra. Y hay una guerra. La que la fría Europa libra contra ellos para que nunca puedan vivir como los europeos, porque de ello depende en muchos aspectos nuestra prosperidad. Para empezar, sólo se es próspero cuando se tienen cosas de las que carecen otros. Pero también nos conviene por otras razones que ellos sigan pasando ropa y cachivaches en bolsas de basura para poder malvivir. Así, cuando se pone una fábrica o se organiza una explotación agraria en Marruecos, basta con pagar un par de perras de jornal. Así, además, hay donde colocar los trastos que ya no tienen valor allende el Estrecho; a cambio sacamos cosas más baratas, las que ellos nos producen. Cada viaje de esta gente con su hato al hombro, felicitémonos, nos hace un poco más ricos.

4. Fnideq-Alcazarseguer

La carretera que lleva desde Fnideq hasta Tánger, primero por las montañas y luego por la costa comprendida entre el Yebel Musa y el Cabo Malabata, no es en modo alguno una ruta principal. De hecho, hasta hace no mucho era difícilmente transitable en sus primeros tramos. Mi tío nos cuenta que una vez que intentó ir a Tánger por aquí tuvo que volverse porque no podía seguir. En compensación de todas estas penalidades, la ruta atraviesa uno de los paisajes más hermosos de Marruecos.

Al principio la carretera transcurre entre las poderosas montañas que se alzan en la frontera que separa Ceuta del resto del continente. La imagen que ofrecen estas montañas, verdes y misteriosas, con la bruma que les llega del Atlántico, es tan seductora que el viajero no puede evitar detenerse, y admirarlas a placer desde alguno de los muchos miradores que van surgiendo en la cuneta. Los ojos se pierden entre los valles y recorren sin uno quererlo una nítida herida trazada en las laderas. Esta herida la forman las alambradas y la pista de la línea fronteriza, que tantos intentan traspasar cada día. Algunos vienen del propio Marruecos. Otros vienen desde el lejano río Níger, han cruzado el Sáhara y en estas montañas queman su última etapa. Les parece la salvación, pero antes de poder pasar a la Península los almacenarán en un campo de internamiento (aunque pueden buscarse muchos eufemismos, hay un solo nombre exacto).

La carretera impide ir deprisa y nadie lamenta que así sea. De vez en cuando nos cruzamos con algún coche, pero en general circulamos solos. Sobre algún altozano, aquí y allá, se divisan pequeñas casas aisladas. Junto a la carretera hay a veces paradas de autobús en las que espera un único cliente, como si no existiera el tiempo. La altura le da profundidad y volumen al paisaje, y la brisa que llega desde el océano cercano entra purifi cante en nuestros pulmones. Hemos pasado del camino polvoriento a la limpia senda montañera y el ánimo lo agradece. Pasamos cerca del pueblecito de Biutz. Fue en estos riscos y despeñaderos, hoy tan bucólicos, donde el entonces capitán Franco recibió su famoso tiro en la barriga, sobre cuyas consecuencias tan malvadas especulaciones hubo siempre. Andaba guerreando junto al Raisuni contra los Anyera, que debían complacerse en atraer a los soldados españoles a este terreno especialmente desventajoso. El ambicioso capitán de infantería, entonces un chaval de veinticuatro años que ya buscaba la gloria, sólo sacó en el asalto a aquel blocao un mal balazo. Estos valles y barrancos vieron su angustia, una angustia como quizá nunca sufriera. Pero no era más que un aplazamiento. La Cruz Laureada que entonces le denegaron sus jefes, considerando que nada había de heroico en su desempeño, se la autoconcedería él, ya como Caudillo, en 1939.

Desde antes de Biutz domina la estampa la masa granítica del Yebel Musa, el monte que con el peñón de Gibraltar (Yebel Tarik) forma las míticas Columnas de Hércules. Levanta menos de 900 metros, pero lo hace directamente desde el mar y eso le da toda una apariencia. Su nombre, el de uno de los caudillos musulmanes que dirigieron la invasión de AlÁndalus, imprime carácter a la mirada que desde su cima África apunta a Europa. Es una mirada codiciosa y también la mirada amarga de la nación bereber, que todavía no puede creer que los cristianos restauraron la barrera del Estrecho.

Junto al Yebel Musa hay un estrecho valle y sobre él un pueblo. Al fondo del valle se ve una playa apetecible y parece que poco explotada. Nosotros continuamos sin embargo hacia el occidente, la dirección primordial de nuestro viaje. Pronto la carretera se acerca a la costa y podemos disfrutar de la solitaria quietud de este litoral, el más septentrional de Marruecos, donde el Mediterráneo pierde su nombre y su reino a manos del Atlántico. Es una costa poco ha bitada, y en la franja más próxima al océano está cubierta de una tupida vegetación, gracias a la brisa del Estrecho. La tarde es buena, apacible y soleada. Aun así, cuando nos detenemos para estirar las piernas junto a la orilla sentimos el golpe y el frescor del viento. Aunque el mar está en calma, ya no es la superficie lisa y clara del Mediterráneo frente a Restinga, apenas cincuenta kilómetros atrás. El Atlántico es oscuro y turbio, y su paz está erizada de crestas que el viento peina con sus dedos innumerables. Al fondo, hacia el este, se alza el Yebel Musa, esquina de todas las tormentas. Más allá del mar se divisa la costa española, tan cerca que desconcierta un poco. Es muy corto el salto y demasiado limpia la vista, desde esta cornisa de África.

La carretera costera continúa ofreciéndonos a la derecha el espejo ligeramente encrespado del Atlántico, bajo la luz de la tarde, y a la izquierda los relieves de los montes que se acercan a morir al mar. Entre ellos advertimos, a medida que avanzamos en dirección a Tánger, un número creciente de chalés. No son espectaculares, pero resultan más que deseables por su favorecido emplazamiento frente al océano. En esta costa todavía no se ha producido ninguno de los destrozos de los que suelen ser víctimas las costas en nuestro tiempo. Quizá hace demasiado viento y el mar de enfrente es demasiado bronco para que prospere como zona turística. Otra razón para mirar con arrobo las casas que se levantan en las laderas de los montes, y para alabarles el gusto a sus dueños.

El camino nos lleva sin grandes variaciones hasta Alcazarseguer (elKsar es-Sghir, "la fortaleza pequeña"). La carretera apenas roza el pueblo propiamente dicho. Cruza sobre el río y describe una curva mientras se encarama a su barrio más alto. Nos detenemos en esa curva y desde ella contemplamos la playa. En primer término vemos la desembocadura del río el-Ksar, sobre cuyo valle, semioculto entre los montes, se asienta el resto del pueblo. Al lado de esa desembocadura hay unas ruinas casi irreconoci bles, las de la pequeña fortaleza que le da su nombre al lugar. Antaño fue un puesto defensivo desde el que las tropas del sultán ejercían su control sobre la zona.

En octubre de 1458, el aventurero portugués Duarte de Meneses tomó la fortaleza en un audaz golpe de mano. Aguantó el sitio a que le sometieron a continuación y una vez que se deshizo de sus sitiadores se dedicó a guerrear por las montañas de Anyera. Duarte de Meneses fue un tipo notable, mezcla de héroe y bandolero. Durante años, desde su base de Alcazarseguer, se movió a sus anchas por todo el territorio entre Tetuán, Ceuta y Tánger, exigiendo tributos y desvalijando a quien le venía en gana. Su fama y la perspectiva de ganancias atrajeron a varios centenares de mercenarios castellanos, que se enrolaron en su ejército al mando de un tal Fernando Arias Saavedra. Pero Duarte de Meneses también fue un organizador. Dio a Anyera una constitución, cuyos dieciocho puntos redundaban principalmente en su propio provecho. Lo curioso del caso es que con esa constitución la región vivió en relativa paz.

En tiempos, la fortaleza despedía a los guerreros almohades que partían desde aquí hacia la Península Ibérica para hacer la guerra santa. Hoy es el mudo escenario de los juegos de un grupo de muchachos que corretean entre sus muros. En su conjunto el paraje resulta bastante tranquilo. La playa no es del todo mala, el río es más bien modesto y los campos cercanos no parecen descuidados ni tampoco todo lo contrario. Sobre la arena de la playa descansan un buen número de pateras. Alcazarseguer, por su situación privilegiada frente a las costas españolas y la poca distancia, es una de las bases principales de los transportistas de peregrinos al mundo de los sueños. Es todo un símbolo, si se piensa, que sus clandestinas travesías sigan la misma derrota que llevaban las naves de los expedicionarios almohades que llevaron a cabo las invasiones de antaño.

Hemos parado en Alcazarseguer para contemplar a nuestras anchas esta playa. El 1 de marzo de 1925, Primo de Rivera ordenó un desembarco para reprimir una revuelta de las cábilas de la zona. Era un problema incómodo, porque Alcazarseguer estaba detrás de las líneas españolas. La operación fue un ensayo del futuro desembarco de Alhucemas, a menor escala. Pero la escala es lo de menos cuando uno va en la barcaza y sabe que en las costas hay enemigos dispuestos a hacerle un agujero en la cabeza. En una de las barcazas que se acercaron hasta Alcazarseguer el 1 de marzo de 1925 iba mi abuelo, con su sección de ametralladoras y sus}cuotas} apenas curtidos en los apuros del tren Ceuta-Tetuán. La arena de esta playa que hoy pisan despreocupadamente los chavales marroquíes, la tuvo que pisar él con la mirada fija en los montes desde donde les disparaban. Y como sargento y veterano, debía estar pendiente de que los hombres que iban a su cargo no se dejaran desbaratar por el miedo. La historia no registra que aquella operación, que alcanzó sus objetivos, encontrara grandes obstáculos. Eso no quiere decir gran cosa: aunque por debajo del centenar de muertos la historia no se inmute, conviene recordar alguna vez que con que sólo haya diez muertos ya son diez los mundos destruidos. Una vez que consolidaron la cabeza de puente y obligaron a replegarse a los levantiscos, las tropas fijaron sus posiciones. Una gran parte de la fuerza de desembarco se retiró, pero a mi abuelo lo dejaron en Alcazarseguer con una máquina y su dotación para cubrir el parapeto.

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