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Jornada Primera. Melilla

1. La llegada. Las razones

La primera imagen de Melilla la obtenemos desde el aire, mientras nuestro minúsculo aeroplano da las preceptivas vueltas de aproximación a la pista de aterrizaje que se ha conseguido habilitar en el poco terreno disponible. Lo más honrado que puede decirse de esta impresión de pájaro es que no resulta en exceso halagüeña. Desde arriba, la ciudad queda delatada no sólo en su angostura, sino también en su desamparada promiscuidad con los alrededores. Para bien o para mal, la vista aérea no reconoce rayas divisorias, y al observador le resulta imposible ceñir la mirada a Melilla, una superficie de unos pocos kilómetros cuadrados arrinconada contra una playa. Sin querer, los ojos se van en seguida a lo demás, a los relieves y elevaciones por los que se desparraman las casas blancas de Marruecos. El país limítrofe alcanza su más apabullante presencia en el monte Gurugú, al que la ciudad queda inapelablemente sometida.

Con una maniobra ajustada, el avión toma tierra. Tras cumplir el consabido ritual de desabrochado de cinturones y recuperación de bultos, nos asomamos a la escalerilla. Una bofetada de aire tropical, caliente y húmedo, nos sacude el rostro y el cuerpo. Es la primera sensación del aire de África, que en nuestro caso tiene esa contundencia con que los desplazamientos aéreos le hacen sentir a uno el cambio de ambiente. Estamos, además, a finales de julio, cuando más inclemente, por caluroso, es el clima aquí.

En el pequeño edificio terminal del aeropuerto, los pasajeros del avión son casi en su totalidad recibidos por personas del lugar. Incluso los que no tienen a nadie esperando se mueven con ese desembarazo que distingue a los que no llegan por primera vez a un sitio. Todos ellos son residentes, actuales o antiguos, o familiares de residentes. No hay un solo turista, salvo que pueda contársenos como tales (y puede, quizá) a nosotros tres. A esta ciudad nadie viene si no tiene alguna razón perentoria o ineludible para venir, y menos en julio, época en la que tantos otros y apetecibles destinos se ofrecen al ocioso. Cuando días atrás, en Madrid, hemos dicho que hoy volaríamos a Melilla, quienes nos escuchaban lo han considerado casi invariablemente una extravagancia. La única excepción al estupor y la incomprensión ha sido una mujer nacida en la ciudad, y que quizá siente por ella la ceguera del cariño. Esta mujer, con todo, ha juzgado algo extraño el resto de nuestro itinerario por Marruecos, que en parte ha recorrido ella misma.

Todos los pasajeros tienen un coche esperando a la puerta, salvo nosotros, que nos vemos obligados a coger un taxi que aguarda sin mucha esperanza a la salida del edificio terminal. Es un Mercedes antediluviano, sucio y corroído, el primero de los miles que veremos durante nuestro viaje. Al volante se sienta un notorio ex legionario, y es imposible equivocarse por la planta, los tatuajes y las insignias en el salpicadero (entre ellas, una de las fuerzas expedicionarias en Bosnia). Hasta lleva la bandera con el águila en la correa del reloj. Le damos la dirección de nuestro hotel, en el centro. Lo ubica, naturalmente, porque no hacerlo implicaría una colosal desmemoria para alguien en su circunstancia. Durante el trayecto, siento la comezón de interrogarle y tratar de sacarle la historia que le llevó allí, al Tercio, y luego, tras licenciarse, le hizo taxista en la exigua ciudad colonial. He tratado con otros ex legionarios, en Málaga, cuando iba allí a pasar el verano con mi familia, y les he oído narrar de corrido a mi padre sus peripecias. Pero quizá éste no participe de la locuacidad proverbial de aquellos, y de hecho su gesto, un poco reconcentrado, no lo augura. Como voy sentado a su lado y me resulta violento no cambiar palabra, elijo un tema neutro y le pido algunas precisiones geográficas sobre la situación del aeropuerto y los puestos fronterizos. En rigor no las necesitamos, gracias al estudio previo del mapa de la ciudad, pero me permiten ir ablandando su costra. Al cabo de pocos minutos llegamos a las inmediaciones del centro y pasamos bajo el puente del antiguo ferrocarril de las minas. Lo reconozco por las fotografías que he visto de él. Eran fotografías de otro tiempo, exactamente de los oscuros días del desastre de 1921, cuando hasta aquí llegaban los cañonazos de los rifeños, pero apenas ha cambiado su inconfundible silueta de hormigón. No obstante mi certeza, consulto con el conductor si ése es el puente del antiguo ferrocarril de las minas. El ex legionario pone un gesto de ostensible asombro. Los forasteros que caen por el aeropuerto deben de ser en general fastidiados padres que acuden de mala gana a la jura de bandera de sus desgraciados hijos, a los que la crueldad del sorteo militar destinó a este agujero africano. Seguramente no es habitual que se interesen por los monumentos de la ciudad, y mucho menos que los señalen como quien reconoce algo que esperaba ver. Desde ese momento es mucho más amable, pero el trayecto se acaba y la ocasión de ahondar ya se ha perdido. Al cabo de cinco minutos estamos ante el hotel, y el ex legionario, a quien hemos dado una razonable propina, nos ayuda a descargar los bultos y se despide con una advertencia amistosa:

– Tengan cuidado con los moros chicos.

En ese momento, un remolino de cinco o seis niños y niñas de no más de nueve años se organiza a nuestro alrededor. Es el primer contacto con la mendicidad de Marruecos, abnegada y acuciante como ninguna otra que hayamos conocido, y que en la ciudad española incrustada en el lomo de su miseria se ejerce regularmente a las puertas de los hoteles. Desde temprana edad, los moros, como los llama con superioridad el taxista y cualquier otro español que haya vivido aquí un par de meses, saben que no se puede esperar mucho de los residentes, que están insensibilizados a su portentoso aparato petitorio. Los forasteros, los que recalan en los hoteles, son las víctimas predilectas. Por eso los niños se agarran a nuestros macutos, a las piernas, nos tiran de la ropa. Con esfuerzo (nadie sale a espantarlos, como ocurriría en cualquier otro negocio del implacable occidente o incluso del mismo Marruecos), conseguimos entrar en el hotel. En el mostrador nos aguarda muy ligeramente, sin ninguna curiosidad, un hombre de aspecto amargado. Lo único un poco llamativo que percibo en su mirada es una extrañeza desvaída, la que le produce ver entrar a tres tipos de unos treinta años con aspecto de exploradores. Quién puede tener nada que explorar aquí, a esa edad y en estas fechas, en vez de irse a ligar a Mallorca o a Benidorm? Una décima de segundo después, el hombre del mostrador se provee de una esforzada sonrisa comercial y nos da la bienvenida. Confirma que tenemos una reserva, toma nuestros datos y hace que nos acompañen a las habitaciones. Cada uno toma posesión de la suya. Son dignas, aunque viejas. El aspecto del hotel (las paredes, los muebles, las tapicerías) le hace a uno remontarse a como era la Península en 1970. Después, paseando por las calles de Melilla, abandonadas no pocas de ellas a su suerte por las autoridades, podremos confirmar esa impresión de desfase temporal.

La ventana de mi habitación da a un patio mezquino y sucio. Al asomarme a ella percibo junto a mí la presencia de un aparato antediluviano de aire acondicionado, que arranca con un frágil estruendo varios segundos después de apretar el interruptor. Elijo ese momento y el asmático arrullo de la máquina para hacerme yo mismo, como comprobación, la pregunta: Qué hago aquí, en Melilla, este sábado de finales de julio de 1997? Nada de lo que veo debilita, sin embargo, mi convicción acerca de la conveniencia y aun la necesidad de este viaje. Todo lo contrario. Vengo a Melilla porque esperaba encontrar más o menos esto, un lugar que ha quedado descolgado del tiempo, como un residuo dejado por la historia. Vengo en parte por esa historia, y por eso vengo a finales de julio. Fue a finales de julio de 1921 cuando el ejército español sufrió en la zona de Melilla uno de sus más sonados reveses, quizá el que encabezaría con toda justicia el apretado libro que podría titularse Grandes derrotas de la historia militar española . Cuando menos, es el descalabro más extraordinario del siglo, y aunque casi todos los españoles de mi generación tienen o han debido tener un abuelo o un tío abuelo que participó en aquella infausta guerra, una espesa capa de silencio y de vergüenza la ha mantenido ajena a la conciencia de mis compatriotas. Hace poco se cumplieron 75 años del desastre, y como siempre que se conmemora un número redondo (o semirredondo), salió algún libro y hubo alguna reseña, pero todo se apagó rápidamente, frente a la pujanza de otros asuntos cruciales con los que la actualidad nacional reclamaba entonces la atención del público. Incluso los intentos de refrescar la memoria fueron más bien anecdóticos: mapitas esquemáticos con las líneas y las posiciones dibujadas, frías cifras de muertos (15.000, 20.000) y fotografías viejas que todos miraban con indiferencia, aunque se tratara de cadáveres pudriéndose al sol. Hay que admitir, indudablemente, que no tenían el lujo de colores con que la televisión nos acerca las masacres del momento. También se pudo ver, no obstante, una fotografía nueva, y por tanto en color. Mostraba a alguien sonriente que se había desplazado con ocasión del aniversario a la llanura de Annual, a unos ciento veinte kilómetros de Melilla. Allí, en Annual, estaba el campamento en el que comenzó el holocausto. En la fotografía era una llanura verde de aspecto inofensivo, casi bucólico, porque el conmemorador en cuestión parecía haber viajado allí en el frescor de la primavera.

Creo que fue esa fotografía colorida lo que me decidió sobre todo a venir en julio, sin riesgo de verdores refrescantes, para contemplar esa misma llanura como la contemplaron los que en ella murieron, y para sentir en la piel y en los sesos el mismo sol que a ellos los abrasaba mientras los acribillaban desde las colinas. Nunca he sido un militarista (aunque de niño corrí acaso el riesgo, como todos), y en el caso de que lo fuera, supongo que no me interesaría por las derrotas. Lo que desde hace años hace que me apasione ese olvidado y ominoso episodio de la historia de mi país es precisamente el sufrimiento desorbitado que tantos españoles hubieron de experimentar, y la inconmensurable estupidez nacional que les condenó a ello. Tampoco tengo tendencias masoquistas, pero siempre he creído que el sufrimiento revela la naturaleza del ser humano, y aquél de 1921 fue un impresionante apocalipsis, en el que miles de hombres fueron sometidos a las pruebas más duras y quedó al descubierto lo mejor y lo peor de ellos. Por eso, y porque aquellos hombres eran nuestros abuelos, me irritó hasta la náusea ver que con ocasión del aniversario se gastaban con desgana unos pocos cientos de miles de pesetas en adecentar malamente alguno de los cementerios africanos donde se pudre la infinidad de muertos españoles de aquella guerra, muchos de ellos en fosas comunes. Por eso, también, me pareció un insulto que se pusieran en aquellos cementerios unas plaquitas conmemorativas y que fuera a inaugurarlas un funcionario de segundo nivel del Ministerio de Defensa, dando lugar a alguna minúscula noticia de periódico. Ante las tumbas de aquellos hombres, enviados a morir en su día con la aquiescencia y el entusiasmo del rey, sólo acudía ahora un funcionario desconocido. Siempre había abrigado el deseo de viajar al Rif, donde ocurrió todo, pero el día que vi al funcionario corriendo la banderita sobre la placa, con cara de estar archivando sin más aquel desafuero y aquel padecimiento tan extremo debajo, me resolví a hacer sin pérdida de tiempo este viaje.

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