De todas formas, ésta, con ser importante para determinar el momento y el recorrido, no es la principal razón que me atrae a Marruecos. Ni siquiera es la primera, ya que en rigor su propia existencia depende de algunos otros hechos anteriores. En condiciones normales, yo debería haber sido un español ignorante de aquellos sucesos e indiferente a la suerte de Marruecos y de los marroquíes, como casi todos los españoles. Sin embargo, hay algunas circunstancias más que sutiles que me lo impiden.
Desde hace muchos años guardo un librito impreso en Tánger en 1901. Se llama Guía de la conversación y es un manual de árabe marroquí escrito por un tal Reginaldo Ruiz Orsatti, que se titula como "aspirante a joven de lenguas en la Legación de España en Marruecos". El libro está lleno de anotaciones a lápiz y está firmado con mi nombre y primer apellido. Pero yo no hice las anotaciones, ni puse la firma. El autor de unas y otra es mi abuelo paterno, que sirvió en Marruecos de 1920 a 1926 y compró ese libro para tratar de comprender un poco mejor a los hombres contra los que luchaba. Aunque mi abuelo paterno murió cuando yo era pequeño, todavía pude verle alguna vez con la oreja pegada a su vieja radio, para superar su sordera y poder oír los cantos marroquíes que las emisoras del otro lado del Estrecho retransmitían durante todo el día.
– Me gusta oírlos, a los morillos -solía decir-. Me trae recuerdos.
Mi abuelo nunca contaba casi nada de la guerra. Si acaso, pequeñas anécdotas de campamento, pero jamás acciones de combate. Cuando mi padre o cualquier otro le preguntaba cómo había sido la campaña, respondía con su laconismo de andaluz de los montes:
– A tiro limpio -y cambiaba de tema.
Sin embargo, mi padre pudo averiguar algunas cosas por antiguos compañeros de armas de mi abuelo, y estas historias, junto con las que sí consintió en contarle su padre, me las refirió luego muchas veces a mí. Con esas historias que le escuchaba a mi padre fue naciendo en mí la atracción por África en general y por Marruecos en particular, donde mi abuelo había protagonizado todos aquellos hechos extraordinarios. Me asombraban especialmente las pifias de su mono Luisito, que tenía entre otras la insolencia de deshojar los librillos de papel de fumar de los oficiales. Yo sólo había visto monos en el zoo, y a los seis o siete años eran para mí el colmo de lo exótico.
Lo más curioso de todo era que por aquel entonces yo ya había estado en África y en Marruecos. Había ido allí con mis padres cuando tenía tres años, para visitar a una hermana de mi madre que vivía en Rabat. Sin embargo, mis recuerdos eran muy someros, como corresponde a un niño de esa edad. Apenas quedaba en mi memoria la impresión de la explanada frente a la torre Hassan, en Rabat, y una muy borrosa imagen del puerto de Tánger. En cierto modo me fastidiaba aquella sensación, de haber estado en el lugar y no acordarme, y maldecía la inconsciencia de los niños de tres años, que viajan a un lugar fascinante y no se enteran de nada. Aquella rabia no hacía más que acrecentar mi interés por Marruecos, y así fue como a edad más bien temprana, once o doce años, mi padre me permitió leer un libro que se llamaba El desastre de Annual , de Ricardo Fernández de la Reguera y Susana March. En él se narraba en forma novelada el desastre de 1921, y la historia, la peripecia de aquellos hombres simples arrojados al horror absoluto, me pareció tan poderosa como ninguna otra que hubiera leído hasta entonces, y como quizá muy pocas me lo han parecido después. Los episodios terribles se sucedían, desde el cerco de la posición de Igueriben, donde los sitiados, sin agua, habían terminado por beber colonia, tinta y orines, hasta la trágica rendición de Monte Arruit. Lo que se contaba en la novela era atroz, y lo era singularmente para un chico de doce años que no había tenido que soportar una existencia demasiado dura, pero ya en aquel temprano instante de mi conciencia hubo en aquellos acontecimientos algo que me impedía considerarlos sólo aciagos: fue la primera intuición de su carácter esclarecedor, la aproximación a la experiencia de unos hombres que eran derrotados, en la forma más espantosa en que la derrota pudiera manifestarse, y que aun así asumían el desafío de intentar sobrevivir.
Después de ese libro y en años sucesivos vinieron otros, entre los que quizá ninguno, aunque unos eran más sistemáticos, otros más documentados, y otros de más valor literario, me impresionó como el primero. Un lugar de excepción merecen sin embargo Imán , de Ramón J. Sender, y}La ruta}, de Arturo Barea, donde también se sentía el acercamiento a lo que más me concernía de la remota guerra de Marruecos: el dolor y la perplejidad de aquellos hombres arrancados de su tierra y llevados por fuerza al salvaje matadero del Rif. La afición marroquí, que había empezado como una herencia de la sangre, se había convertido así, merced a las páginas de todos aquellos libros, en una herencia del espíritu que debo a quienes los escribieron; una de las más intensas que me han acompañado y supongo que me acompañarán.
Pero todavía había de suceder algo más para terminar de atarme a esta tierra. Quiso el azar que cuando yo tenía dieciséis años Mi otro abuelo, el materno, muriera mientras pasaba una temporada con mi tía en Rabat. Los gastos de repatriación eran altos, el seguro de decesos que mi abuelo había estado pagando previsoramente durante toda su vida no los cubría y ninguno de los hijos tenía dinero sobrante. De modo que mi abuelo materno fue enterrado en el cementerio católico de Rabat. De esa forma extrema culminaba la vinculación de mi otra rama familiar a Marruecos, una vinculación que había comenzado más de veinte años antes mi tía, cometiendo la unánimemente reputada locura de casarse con un marroquí e irse a vivir a África con él. A mis dieciséis años, la de mi abuelo materno era la primera muerte de alguien con quien había convivido de verdad. Más que con mi otro abuelo, por la mayor proximidad geográfica, y hasta edades más conscientes. Cuando supe que lo enterraban allí, en el cementerio católico de Rabat, me hice una promesa: algún día iría a ese cementerio y pondría sobre su tumba un puñado de tierra de Madrid. Mi abuelo me había acostumbrado a pasear sobre esa tierra, por los senderos de los parques madrileños, y estos paseos, que pueden parecer sólo una expansión trivial, no lo son en absoluto para mí. En cierto modo, mi alma depende de ese rito, que he repetido con devoción durante toda mi Vida. Me dolía de veras que mi abuelo no tuviera en su tumba ni un poco de aquella tierra que había querido y me había enseñado a querer. Si estaba algún día a mi alcance, yo debía subsanar esa falta.
Después de repasar todas estas razones, mi mente vuelve al lugar en el que estoy: a la habitación del hotel de Melilla, a las puertas de ese Marruecos mítico al que vengo, con la conciencia y la temblorosa emoción del adulto, a cumplir aquella promesa de mi adolescencia y a buscar los demás rastros de mi herencia espiritual y sanguínea. Imagino que puede ser difícil para algunos de mis compatriotas comprender el arrebato que me trae aquí. Sé que para muchos Marruecos es hoy día un destino casi rutinario, porque está cerca y resulta asequible a ese turismo de saldo que los verdaderamente pudientes desprecian. La gran paradoja es que esa facilidad no favorece demasiado el conocimiento que los españoles tienen de la vida marroquí. El Marruecos de los folletos y los viajes organizados es apenas un puñado de mercados morunos y mezquitas y, ante todo, una amplia oferta de hoteles lujosos que quedan tirados de precio para los turistas españoles. Entre otras cosas, ese Marruecos excluye cautelarmente el Rif, por donde comienza nuestro viaje (y al que todas las guías turísticas atribuyen peligros que sólo aceptan los que bajan al moro en busca de hachís). El Marruecos consabido es el circuito de las ciudades imperiales , de Fez a Marrakech, cuidadosamente jalonado de comodidades occidentales para que los turistas se paseen por el paisaje sin tener que mezclarse mucho con una gente que en realidad no les importa y a la que consideran naturalmente inferior.
Nosotros no somos aventureros, ni nos damos aires de Lawrence de Arabia; pero no es ése el Marruecos al que venimos. Venimos a otro sitio, y porque venimos con fe, sabemos que vamos a encontrarlo. Sólo los viajeros banales y los que andan al descuido se exponen a la decepción.
Salimos para dar nuestro primer paseo a pie por las calles de la ciudad. De forma natural desembocamos en la plaza de España, donde se sitúan el edificio del gobierno de Melilla y el del casino militar, con mucho los más esplendorosos que se ofrecen a nuestra vista. Nadie puede negar que se encuentran en un estado impecable, que denota la generosa disponibilidad de fondos para su cuidado. Enfrente está el puerto, y en primer término una central eléctrica que abastece de energía a la ciudad. Un poco a mano derecha queda el parque Hernández, y un poco más acá la avenida principal, por donde encaminamos nuestros pasos.
El ambiente del centro de Melilla, en este sábado estival, resulta moderadamente animado. Se ve a la gente ir y venir, aunque no hay mucha actividad en las tiendas que se alinean en la pequeña avenida, una típica calle comercial no muy distinta de las que existen en todas las ciudades españolas. Tengo el recuerdo de Ceuta y la comparación es inevitable. En lo mercantil, Melilla parece más amortecida: los bazares se ven menos surtidos, los vendedores menos esperanzados. Para venir aquí hay que coger el avión o el barco de Málaga, que tiene una travesía mucho más larga y una frecuencia mucho más baja que los transbordadores que unen Ceuta con Algeciras. Melilla dispone de las mismas ventajas fiscales y tiene una tradición de libre comercio más o menos ininterrumpida desde el Tratado de Aranjuez, firmado en 1780 con el sultán de Marruecos, pero su situación geográfica es claramente desventajosa frente a la otra ciudad española de África.
La avenida no es fea. Hay muestras relativamente cuidadas de arquitectura modernista, que se deben entre otros a un tal Enrique Nieto, un seguidor de Gaudí instalado en la ciudad a comienzos de siglo, y a las veleidades artísticas de algunos ingenieros militares. Esta zona inmediata a la plaza de España es con mucho la parte más atractiva de la ciudad, y la única en la que parece haberse hecho un esfuerzo decidido de preservación. Melilla siempre ha estado sometida a la incertidumbre que se deriva de su condición de ciudad incrustada en territorio extranjero, y nunca se ha invertido en ella más de lo imprescindible. Es significativo que a principios de siglo, cuando más exaltado estaba el imperialismo español sobre Marruecos, los alquileres fueran tan elevados como para permitir la amortización de los inmuebles por sus propietarios en un plazo de cuatro o cinco años. Nadie se fiaba de un plazo más largo para recuperar su dinero, porque Melilla siempre ha estado expuesta al fin, a caer en las manos del moro, de las que tan trabajosamente se la viene defendiendo desde hace ya quinientos años.