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La avenida se acaba pronto. A medida que nos alejamos y empezamos a subir, aparece ante nosotros la faz menos lucida de la ciudad. Las calles están sucias, los edificios, viejos y descuidados. Las tiendas son sustituidas por los mercadillos callejeros, donde la actividad sí es febril. En ellos se venden productos de aseo personal y de limpieza doméstica, ropa, fruta, hortalizas. A medida que nos internamos en esta zona, ya no cabe hacerse ilusiones: estamos, de golpe, en una ciudad musulmana.

Hasta entonces, mientras avanzábamos por la avenida, nos hemos cruzado esporádicamente con algunos moros de diversos pelajes. Entre todos nos han llamado la atención algunos de edad madura y aspecto señorial, vestidos con chilabas y camisas impolutas, siempre blancas. Detenidos en una esquina o un portal, departían con ese aplomo y esa falta de apresuramiento que distinguen a quienes han conseguido sujetar las riendas de la vida. En modo alguno se les veía disminuidos o apocados en la avenida principal de la ciudad gobernada por los europeos. He podido, al paso, fijarme en el costosísimo reloj de oro de uno de ellos, y me han asaltado intuiciones razonables acerca de la manera en que se ganan el respeto de quienes tienen en la mente y en la sangre la irresistible propensión a menospreciarles. Se trata de esa lejana consecuencia de la Revolución Francesa que tan incorrecto resulta enunciar en su cruda realidad: todos los hombres con dinero en el bolsillo en una cantidad mínimamente apreciable son más o menos iguales ante la ley. La ley que al final se impone siempre, la de la selva.

Sin embargo, ahora que la atildada ciudad colonial ha quedado atrás y se desata el súbito desaliño de la ciudad moruna, el paisaje humano se vuelve más móvil y variopinto. Los graves moros de blanco que aquí nos tropezamos, más escasos, son todavía más impresionantes por la altivez con que observan al resto. Pero el interés está ahí, en los demás. En los vendedores que porfían a gritos para endosar su mercancía, en las mujeres que revuelven desabridas los géneros, en los niños indisciplinados y en la muchedumbre de hombres ociosos, que apoyados en las paredes lo examinan todo con una mirada oscura y torva. Son los primeros de los muchos que veremos. Hombres en la plenitud de sus fuerzas, mirando pasar la vida como si esperaran algo que saben que no ha de ocurrir nunca. Son tantos y marcan de tal forma el paisaje de las ciudades y los pueblos magrebíes que les han inventado un nombre, los hittistes , "los que sostienen las paredes". Los que aquí vemos deben estar acostumbrados a vigilar al europeo, pero nuestro aspecto manifiestamente forastero nos depara un escrutinio que parece alcanzar una minuciosidad especial. También tendremos que irnos haciendo a ese escrutinio, que se agravará en cuanto atravesemos la frontera.

Recorriendo el mercadillo me veo a mí mismo en Madrid, hace veinte años, cuando en los rastrillos de los barrios o en el Rastro céntrico se vendían esos mismos productos: artículos para la subsistencia que hoy todo el mundo compra en España en los hipermercados que nos pusieron los franceses o en los que unos pocos espabilados autóctonos levantaron imitándoles. Muchos de los compradores en el mercadillo de Melilla son plausiblemente visitantes del otro lado de la frontera, que vienen a hacerse con champú, detergente o falsa ropa de marca, para su uso propio o, en mayor medida, para luego revender la mercancía en Marruecos, donde se cotiza bien.

En el mercado de fruta y hortalizas, por el contrario, son los vendedores los que deben venir del otro lado, porque parece más bien dudoso que en Melilla haya mucho sitio para huertas. Otro síntoma es que entre los compradores abundan aquí los españoles, inexistentes en el mercadillo por el que acabamos de pasar. El género no es abundante y por lo común tiene buen aspecto, pero no ese buen aspecto aséptico y plastificado de las fruterías europeas, sino el de lo recién arrancado de la tierra. Sentados en el suelo junto a sus productos se hallan quienes los venden, mujeres y hombres gastados por el esfuerzo, que pueden ser también quienes los cultivan. Son taciturnos, como quien defiende algo que se ha sacado de dentro, marcando con ello la diferencia con los vocingleros del mercadillo de ropa y droguería, que revenden lo que antes compraron.

A ambos lados de la marquesina bajo la que se organiza el mercado de fruta hay mesas y sillas y en ellas vemos a los primeros hombres (porque son hombres, siempre) entregados al despacioso ritual del té a la hierbabuena. Nos fijamos en el té de color verde apagado, en el que flotan las hojas de color verde vivo de la hierbabuena recién arrancada. Los vasos humean y sólo muy de vez en cuando se ve a algún bebedor largar un trago ruidoso al brebaje ardiente. Lo principal es darle vueltas al vaso, cogiendo el filo entre el pulgar y el índice, y para algunos ni siquiera eso, sino sólo dejar la mano muerta junto al té humeante, viendo pasar a los transeúntes. Sentimos la curiosidad de probarlo, pero no hay una sola mesa libre ni perspectivas de que se desocupe alguna. Así que nos disponemos a desandar el camino hecho, en dirección al mar.

Todavía en la ciudad musulmana, dos sensaciones intensas y dispares salen a nuestro encuentro. Una, omnipresente en el calor de este mediodía, es el olor. Un olor parcialmente fétido, de alimentos en descomposición, que me recuerda el olor que más de una vez percibí hace muchos años en algún rincón desheredado de ciudades españolas. El olor fuerte y a la vez turbiamente estimulante de lo que se pudre al sol. La segunda sensación la experimentamos al cruzarnos con un grupo de moras muy jóvenes. Van con vestidos largos de colores oscuros, pero llevan la cabeza sin cubrir y una de ellas una airosa cabellera suelta. Sus ropas son granates, sus cabellos muy negros y la piel muy blanca. Ríe ruidosamente y se mueve con rapidez y desparpajo. A los tres nos sorprende la poderosa belleza de la muchacha. Uno tiene la sospecha, no sé si fundada o arbitraria, de que en las fantasías de los españoles, rendidas por el cine y la televisión al arquetipo nórdico, las mujeres marroquíes ocupan un espacio subalterno, si es que ocupan alguno. De hecho, quizá ninguno esperaba que aquí hubiera mujeres así, con ese atractivo descarado y esa blancura subrayada por el fulgor nocturno de los ojos, cuyo misterio vuelve anodina la blancura de las europeas. Pero también a eso habremos de habituarnos, porque no es la primera mora bonita con la que vamos a tropezarnos, ni mucho menos. Por casualidad me acuerdo ahora de un libro en el que pude comprobar cómo un español muy significado ponderaba la belleza de las marroquíes. Debería haber tenido más en cuenta aquel caso a la hora de forjar mis expectativas, porque no se trataba precisamente del español más fogoso y sensual que vieron los siglos. El libro era Diario de una bandera y su autor el entonces comandante del Tercio de Extranjeros y más tarde general superlativo de todos los ejércitos Francisco Franco Bahamonde.

Vamos buscando por las calles un atajo para llegar a la playa. En el hotel, antes de salir, hemos recabado consejo sobre cuál era la mejor playa de la ciudad. El hombre de la recepción, un poco menos distante que a nuestra llegada, se ha reído y nos ha dicho que sólo hay una. Yo creía que había dos, y en realidad así es, pero una de ellas está en una estrecha ensenada en Melilla la Vieja, la parte más antigua de la ciudad, y nadie la usa. La otra, la playa utilizable, empieza a partir del antiguo muelle minero, al que en tiempos iba a parar el ferrocarril, y que ahora han convertido en una especie de complejo con restaurantes y bares y amenidades diversas. La playa baja de norte a sur, porque Melilla afronta el Mediterráneo hacia el oriente.

De camino hacia la playa, atravesamos por la parte de la ciudad que no se puede considerar centro histórico ni tampoco arrabal desfavorecido, o lo que es lo mismo, esa parte de la ciudad en la que vive el común de sus gentes, tan frecuentemente ninguneada por los viajeros que a cualquier ciudad llegan en busca de exotismo. Yo debo confesar, en cambio, mi debilidad por estas zonas anodinas y funcionales. Mirándola bien, esta parte de Melilla no es muy diferente de la parte equivalente de otras ciudades que conozco. El trazado de las calles y el aspecto de los edificios recuerdan mucho a los barrios residenciales de Málaga levantados hace cuarenta o cincuenta años, caracterizando a Melilla como una ciudad antes andaluza que española. Y la afinidad con Málaga no es casual, habiendo dependido siempre de ella, en lo administrativo y en sus líneas vitales de comunicación y aprovisionamiento.

La gente que nos tropezamos por aquí (no mucha) es en buena proporción gente de avanzada edad, sobre todo mujeres. Las generaciones de soldados que me preceden en mi familia me permiten identificar al instante el porte difícilmente confundible de las viudas militares. Mujeres vestidas dignamente, porque disponen de una pensión suficiente al menos para eso, y que se mueven con prudencia y energía. Me admira que se hayan quedado, en lugar de regresar a la Península. Pero muchas de ellas pueden haber nacido en Melilla, donde conquistaron en tiempos la preciada pieza (según el criterio de la ciudad-guarnición) de un oficial o suboficial joven. Y otras han debido pasar aquí gran parte de su vida y carecen de los medios para reconstruirla en otra parte. La pensión de las viudas militares da para no tener que mendigar, pero no para emprender aventuras.

¿Qué españoles viven en Melilla, aparte de estas viudas contumaces? Y al decir españoles, en este punto, me refiero a quienes lo son de procedencia. Casi prefiero utilizar la palabra español en esa acepción restringida, aunque sea inexacta (muchos magrebíes de Melilla son también españoles de pasaporte), porque la alternativa, llamar a los de origen peninsular cristianos , como hace algún folleto sobre la ciudad, me resulta anticuada y aún más impropia. Sin lugar a dudas, la colonia más nutrida la forman los militares, ya sean profesionales o de reemplazo. Melilla siempre ha sido una plaza militar y todavía hoy se mantiene lo que ya es sólo una especie de aparatosa ficción defensiva. Nadie en su sano juicio admite que la guarnición aquí estacionada, con ser relativamente numerosa, baste para repeler un eventual ataque marroquí, pero el hecho es que aquí siguen los regimientos, los pertrechos y los miles de soldados. Otra fracción importante de la población son los funcionarios, los de la administración local y los de las delegaciones de la administración estatal. Para una pequeña ciudad de sesenta mil habitantes hay que aplicar en todos sus negociados, aunque sea mínimamente, el aparato de la burocracia del estado moderno, desde la sanidad hasta los juzgados y desde Hacienda hasta la policía. Y eso supone un buen puñado de funcionarios. No son pocos los policías, por ejemplo, ya que deben vigilar la pujante inmigración ilegal y controlar sus efectos nocivos. Todos estos funcionarios lamentan más o menos su suerte, pero no todo es desgraciado para ellos. Pagan la mitad de impuestos que sus compañeros de la Península y se benefician de precios más bajos en casi todos los artículos de consumo. No pocos tienen un apartamento en la Costa del Sol en el que pasan los fines de semana (quizá sea por eso por lo que hoy, sábado, apenas hay nadie en la calle). El resto de los habitantes de origen peninsular se reparte entre comerciantes y profesionales liberales. Al parecer hay un buen número de médicos, que tienen un floreciente negocio. Los marroquíes son muy aficionados a sus servicios, lo que les proporciona una ingente clientela transfronteriza. Aparte de eso, poco más queda para hacer de Melilla esa ciudad española en el norte de África que propugna sin tregua ni desfallecimiento la propaganda institucional. He conocido a bastantes melillenses que viven en la Península y que aman su tierra (como cualquiera), pero que sólo vuelven a Melilla de visita, cuando vuelven. ¿A qué otra cosa podrían volver? Y sin embargo, es innegable que la ciudad, ahora que avistamos el paseo marítimo y la playa al fondo de la calle por la que vamos subiendo, tiene el sello indeleble y el austero encanto de lo español. Es la herencia de todos los compatriotas que en ella o por ella se dejaron la piel o derramaron la sangre. Hemos visto las ruinas de un antiguo hospital militar, todavía con la cruz roja, aunque desteñida y maltrecha, agarrada a sus fachadas de piedra y ladrillo. Ahora, esos edificios están vacíos y abandonados, pero en ellos se amontonaron en otro tiempo multitud de españoles forzados a entregar su juventud. Ésas son cosas que difícilmente se apagan, como difícilmente se apaga, en el otro extremo, la normalidad. También es profundamente española la normalidad de Melilla, hasta en ese cartel que vemos a la puerta de un comercio, en el que debajo de una fotografía de ciertos personajes sobradamente conocidos alguien ha escrito: Concurso para encontrar a las Spice Girls melillenses . Bajo estas palabras hay otra fotografía en la que se ve a cinco niñas de unos catorce años, cuatro muy blancas y una atezada, de aspecto magrebí. Llevan ropas ceñidas y maquillajes chillones.

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