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Jornada Cuarta. Xauen-Fez

Me despierto con el canto del gallo, una sensación casi olvidada en la lejanía de mi niñez. Alargo la estancia en la cama en un duermevela plácido, mientras veo aumentar la luz que se filtra entre las rendijas de los postigos. Cuando al fin me asomo a la ventana, descubro la presencia de la niebla que baja desde las montañas y que envuelve la ciudad. No se ve el Tissuka, y el morabo de la colina es una figura espectral cuya silueta se esboza apenas. Inundada por la niebla que acaricia sus fachadas de cal, Xauen es más blanca que nunca, y las rejas moriscas de las ventanas, más negras y precisas.

Hay algún problema con el agua caliente, lo que me obliga a darme una ducha fría. Otra sensación perdida en mi memoria, cuya contundenci a reconozco al instante. He madrugado más que nadie, así que me toca aguardar a mis compañeros en el vestíbulo, lleno de luz: la niebla, que no puede con el resplandor del día, se va disipando rápidamente. Media hora después, casi se ha levantado por completo. Tras liquidar la cuenta del hotel (una suma por la que en España ya no debe de encontrarse ni la más inmunda y sospechosa pensión), devolvemos el equipaje al maletero y subimos al coche. Bajamos despacio por el paisaje matinal de Xauen, resistiéndonos a despedirnos. Todavía nos detenemos un momento para cambiar dinero en un banco, a la salida de la ciudad. La transacción la intento en francés, pero el español aseado y resuelto del empleado de banca me disuade de esforzarme. Está claro que el turismo español forma parte de la rutina de la ciudad. El empleado es por añadidura de una escrupulosidad y una corrección ejemplares, como ya quisiera uno encontrarlos en España.

Si nuestro viaje fuera en puridad un recorrido por el territorio del antiguo Protectorado, la ruta obligada conduciría a Tetuán, la que fue desde el principio la capital del Marruecos español. Sin embargo, cuando decidimos venir a Marruecos, no pudimos dejar del todo al margen la antigua zona francesa. En parte puede achacarse a una frívola veleidad de turistas; pero también en el Marruecos francés hay huellas de algunas cosas que nos importan. Nuestro viaje por él podrá resultar más somero, pero no casual. Ya hemos comprobado suficientemente que nada aquí resulta casual para nosotros.

Es por todo ello por lo que desde Xauen, en lugar de viajar hacia el norte, tomamos el camino del sur; hacia Uazzán y Fez, la vieja capital del imperio jerifiano.

Esta carretera atraviesa al principio zonas de montes de mediana altura, que me recuerdan por su aspecto y por el tipo de vegetación algunos parajes de Sierra Morena. Aunque por aquí no hay niebla, el día está levemente velado por una capa de nubes que impi den que el calor empiece a apretar en condiciones. Al cabo de unos veinte kilómetros llegamos al río Lucus, la antigua frontera entre las zonas francesa y española. Todavía sigue en pie el viejo puesto aduanero, con sus barreras inservibles a ambos extremos del puente que cruza sobre el río.

El Lucus es un río importante, de ancho cauce, aunque una buena parte de él sea hoy un pedregal. La corriente, poco profunda, baña una anchura de unos veinte o treinta metros. La carretera corre más o menos paralela al río durante unos veinte kilómetros, en dirección oeste. Este recorrido por el valle del Lucus, sin apenas tráfico, resulta una experiencia grata y relajante. Un poco antes de llegar a Zoco es-Sebt, la carretera tuerce hacia el sur y se separa del río. Según el mapa, a menos de diez kilómetros río abajo, en la ribera septentrional, se encuentra Muires. Éste es otro nombre familiar para mí. Entre el 20 y el 25 de septiembre de 1920, mi abuelo, en compañía de otros pobres diablos, cazadores todos ellos del batallón de Las Navas, hubo de asaltar el blocao llamado de Muires, que cayó tras enconada resistencia. La importancia estratégica de la escaramuza no fue mucha. Con ella sólo se aseguraba una cota más en la línea del Lucus. Pero para aquellos soldados bisoños debió de ser una gran cosa conquistar la altura y pasear la mirada sobre el valle, que era este mismo valle que ahora dejamos atrás.

Seguimos camino hasta Uazzán. Cuando en 1925 Francia atacó a los Beni-Serual y Abd el-Krim se vio obligado a responder, estuvo a punto de tomar esta ciudad, que constituía la plaza más septentrional de los dominios franceses. Nuestra ruta reproduce la que entonces siguió la ofensiva relámpago de los rifeños contra la línea francesa del río Uerga. Desde la carretera vemos los caminos que serpentean entre las montañas, que forman una red alternativa por la que transitan los lugareños en sus abnegados borriquillos. A medida que nos alejamos del Lucus el terreno se vuelve más árido, y ya lo es bastante cuando avistamos Uazzán, una ciudad blanca al pie de dos montes mucho menos imponentes que los de Xauen. Es como una mala imitación, emplazada en un paisaje menos atractivo. La dejamos a nuestra derecha y en la bifurcación entre las carreteras P28 y P26 tomamos esta última. No es el camino más cómodo, pero sí el más recto, y tiene para nosotros la ventaja de atravesar por el mismo centro la zona de Beni-Serual.

Beni-Serual es hoy una tierra especialmente deprimida. Sus pueblos, tan pequeños que ni siquiera aparecen en los mapas, ofrecen un aspecto bastante mísero. Las casas son de adobe con tejado de chapa, y la carretera está en tan mal estado que a duras penas podemos superar los cincuenta kilómetros por hora. A lo largo del viaje adelantamos carros tirados por mulos y viejas furgonetas en las que viajan cantidades increíbles de personas. El paisaje resulta de veras desolador, y sobre él cae a media mañana un sol de justicia bajo el que se afanan hombres cansinos y sufridos borricos. No hemos recorrido en el Rif otra zona que parezca vivir en condiciones tan precarias como ésta. Aquí no se ve ni un solo coche moderno, ni uno solo con matrícula europea. Ésa puede ser una de las claves de su pobreza. En Beni-Serual, no hay emigrantes que regresen con divisas.

– Y tampoco hay hashish -apostilla Hamdani.

Sobre estas llanuras y estas colinas despellejadas sufrieron de lo lindo los franceses en el maldito verano de 1925. Quizá por eso llegaron a la conclusión de que debían ayudar a los infelices españoles a acabar con aquella enojosa revuelta. Aquel verano tuvieron los franceses ocasión de escribir en estas tierras algunas páginas de ese desgraciado heroísmo que parecía reservado a los españoles. En Aulai, por ejemplo, los franceses resistieron durante veinte días al enemigo, que les bombardeaba con morteros y les arrojaba sobre el parapeto los cadáveres destrozados de sus compañeros (para que se pudrieran al sol ante sus ojos). En el Blocao n.o 7, un grupo de treinta soldados resistió un asedio de quince días. Al final fueron todos pasados a cuchillo. En Beni-Derkul, el inexperto teniente Lepeyre aguantó dos meses con sus soldados senegaleses esperando unos refuerzos que nunca llegaron. En otros puestos, las tropas indígenas se pasaron a los rifeños, tras masacrar a los oficiales. El ordenanza del teniente Condamine de la Tour mantuvo el cadáver de su jefe erguido sobre el caballo para que los soldados no aflojaran. Mientras se ofrece a nuestros ojos el calcinado escenario de BeniSerual, donde nada conforta la vista, comprendo un poco mejor qué clase de suplicio debieron de suponer aquellos atroces episodios. Con ellos empezaron los franceses a saborear el gusto amargo de la guerra del Rif, y aunque los políticos como Painlevé insistían cínicamente en que entre las bajas apenas había franceses de la metrópoli, pronto empezaron a alzarse voces contra el conflicto. Una de las más singulares fue la del surrealista André Breton, que saboteó un encopetado banquete en la Closerie des Lilas al grito de "¡Vive les Rifains!", ocurrencia por la que él y sus compañeros acabaron pasando la noche en la comisaría.

La carretera, con todo, no empeora de veras hasta que llegamos al Uerga.

En mitad del camino surge de pronto un paredón descomunal sobre el que hay una gigantesca inscripción en árabe. Hamdani traduce: "Dios, Patria, Rey". Es la presa de El Wajda (" la Unión "), recientemente construida por un consorcio hispano-ruso-italiano. La antigua carretera seguía por terreno ahora inundado, así que tendremos que rodear el embalse por una pista de tierra. Esto se dice pronto, pero cuando la pista ha subido lo suficiente como para que podamos contemplar el embalse, la visión nos deja estupefactos. En medio del desierto amarillo se abre de pronto un inmenso mar color turquesa, cuyos confines se pierden en el horizonte. El sol es tan fuerte que la mancha azul resulta borrosa, pero no cabe duda de que la presa es un remedio radical contra las irregularidades del caudal del Uerga. En adelante las crecidas se quedarán aquí, convertidas en una capa más de este océano interior. La reserva de agua es tan grande que abre nuevas perspectivas a la agricultura de la zona. Quizá se trate de la salvación de Beni-Serual.

Para nosotros, sin embargo, es un serio contratiempo. Al cabo de veinte interminables kilómetros la pista sigue subiendo y bajando por los montes. Nos tropezamos con un paseante y con algunos trabajadores que preparan la futura carretera que se construirá sobre la pista. Las indicaciones que nos dan se resumen en que no queda mucho para volver a conectar con la carretera, pero media hora después seguimos sufriendo con nuestro frágil utilitario por la pista inacabable. Queríamos llegar a comer a Fez, lo que a medida que la pista se alarga nos parece más difícil.

Por fin, desde lo alto de un monte, vemos la línea gris de la carretera. Salimos a la altura de Fez-el-Bali y seguimos sin demora hacia Fez. Bajamos a buena marcha hasta el río Sebu, en la región de Cheraga. En abril y mayo de 1925 las tropas de Abd el-Krim llegaron hasta estas alturas, a sólo treinta kilómetros de Fez. Como hizo en 1921 con Melilla, el líder rifeño rehusó tomar la capital del imperio, que estaba prácticamente a su merced. Durante el comienzo de la ofensiva contra Francia, había declarado que la guerra decidiría dónde estaba su frontera. A las puertas de Fez, comprendió que sus hombres podían tomar la ciudad, pero no defenderla frente a la artillería y la aviación francesas. Por eso se detuvo, pero después de la derrota lamentaría siempre aquella prudencia. Quizá si hubiera entrado en Fez el imperio habría conocido un sultán rifeño, y los europeos, aterrorizados, se habrían visto obligados a negociar. Mientras los rifeños se aproximaban, la población marroquí de Fez vivía sumida en la angustia. Todos conocían la reputación de los montañeses y el desprecio que sentían por los fasíes, a quienes consideraban afeminados. Hasta las mujeres montañesas que había en los harenes de Fez se comportaban desabridamente y miraban por encima del hombro a sus compañeras. Tampoco los de Fez trataban demasiado bien a los rifeños que llegaban a la ciudad por cualquier asunto. Pero esta vez no eran unos pocos, sino muchos rifeños. Sólo los europeos permanecían ajenos a todo. Cuentan que mientras los guerreros de Abd elKrim se acercaban, arrasando todos los puestos defensivos franceses, en los jardines de Fez resonaban las risotadas de las cocottes, ritmos de jazz y música de baile. Habría sido toda una sensación que alguna de aquellas fiestas hubiera sido interrumpida por una partida de beniurriagueles con sus turbantes blancos y sus chilabas pardas. Una edificante imagen que se perdió la historia.

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