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Llegamos a Fez por el norte, o lo que es lo mismo, a través del macizo montañoso del Zalagh. Desde ese ángulo infrecuente, y desde la posición elevada que proporciona la carretera, Fez ofrece una estampa majestuosa. A lo largo del valle del río Fez, ante una llanura en la que la vista se pierde, se extienden las dos ciudades, la vieja y la nueva (el Balí y el Jedid ). La vista hace recordar lo que escribió un antiguo viajero: "¿Cómo resistirse a la atracción de esta ciudad verde y gris, a la seducción de ese rostro de piedra que toma, cuando el cielo se cubre, la palidez de una pasión bruscamente detenida?". La ciudad, fundada a fines del siglo VIII por un descendiente del Profeta, Mulay Idriss, fue refugio de huidos de Al-Ándalus desde la época de los Omeyas de Córdoba, capital de los benimerines y centro espiritual de Marruecos a lo largo de los siglos. Según Benoist-Méchin, el viajero cuyas palabras acabo de recordar, en las calles de Fez uno se cruzaba a menudo con sus eruditos. Caminaban con pasos cortos y llevaban la cabeza cubierta con una capucha marrón o gris. Y a pesar de "sus ojos bajos y sus gestos púdicos", vivían "ebrios de saber, de música y de poesía".

A finales de 1908, en los jardines del palacio imperial de Fez, el sultán Mulay Hafid conversaba a menudo con Ahmed el Raisuni, el encantador bandido del Yebala. Los dos eran jerifes, esto es, descendientes del Profeta, y hallaban gran placer en aquella intimidad. Entre vaso y vaso de té con hierbabuena, el Raisuni disertaba elegantemente sobre las materias más dispares, desde la poesía galante a la teología, desde la filosofía a la estrategia. Uno de los temas favoritos era la yihad , la guerra santa. Cuenta Jean Wolf que una tarde, ante el Corán, los dos jerifes juraron que lucharían durante toda su vida contra los cristianos, sucediera lo que sucediera. Poco después, los franceses sitiaban en Fez a Mulay Hafid. En todo el imperio se movilizaron los súbditos en apoyo del sultán. El Raisuni, siempre cauteloso, mantuvo una ambigua resistencia en el Yebala. Por el contrario Ma el-Ainin, el sultán azul, señor del Sáhara y fundador en 1900 de la remota Smara, combatió ferozmente a los franceses, a quienes infligió severas derrotas. En 1910 Ma el-Ainin marchó al frente de sus hombres azules sobre Fez, en socorro de Mulay Hafid. Pero los franceses, al mando del general Moinier, le derrotaron y le obligaron a replegarse al desierto. El 21 de marzo de 1911, los hombres de Moinier entraron en Fez. Aquella soldadesca ni siquiera se privó de profanar el recinto sagrado de la gran mezquita Karauiyn. Los días del orgulloso imperio pertenecían al pasado.

En julio de 1911 los franceses ya habían tomado Meknés y Rabat y los españoles Larache y Alcazarquivir. En marzo de 1912 se firmaba en Fez el tratado por el que se establecía el Protectorado franco-español sobre Marruecos. Atendiendo la llamada a guerra santa de los imanes, la población de Fez, arrebatada por el odio, se rebeló contra los extranjeros. Los soldados marroquíes asesinaron a sus oficiales franceses y asaltaron el barrio de los europeos. Éstos evacuaron durante setenta y dos horas la ciudad y la bombardearon salvajemente. Después entraron otra vez y fusilaron en masa a los rebeldes. Enardecidos por esta represión, unos 20.000 hombres de las cábilas cercanas a Fez se sublevaron y bajo el mando de un tal Hayami sitiaron la ciudad. Hubert Lyautey, recién nombrado Residente General, logró en junio romper el cerco. El 12 de agosto de 1912, Mulay Hafid abdicó ante Lyautey. No quería ser un sultán con las manos atadas. Respecto del Protectorado, escribió a sus vencedores: "Ténganlo en cuenta, señores; represento a un pueblo que jamás fue una colonia, que jamás ha sido un pueblo sumiso ni un pueblo vasallo; represento a un imperio que desde hace siglos y generaciones es un imperio autónomo. Es por ello por lo que en nombre de un derecho burlado, pisoteado, pero que es la gran realidad del mañana, protestamos contra el principio mismo de este tratado de protectorado". Mulay Hafid fue en seguida reemplazado por Mulay Yussef, el sultán-marioneta en cuyo nombre los europeos harían años después la guerra a Abd el-Krim.

Entramos en Fez bajo un calor durísimo, que casi impide respirar. Recorremos alguna de las avenidas de la ciudad nueva, fuera de las murallas. Pasamos al lado de edificios oficiales y de hoteles para turistas acomodados. Hamdani nos lleva a comer a un lugar que dice conocer. Lo cierto es que tardamos un buen rato en llegar allí y que cuando al fin aparca nos encontramos frente a un bar sin aliciente especial, junto a un cruce cualquiera de la ciudad moderna, que resulta ruidosa y muy poco agraciada. Tomamos asiento en las consabidas sillas de plástico, poco apetecibles bajo el fuego que invade el aire. Para comer nos ofrecen cierta variedad de opciones, pero mi hermano y yo elegimos otra vez pinchos de carne a la parrilla. Eduardo se permite el capricho de unas chuletas de cordero. Hamdani, siempre frugal, se une a nuestra carne, de la que dice que tomará sólo un poco. Mientras esperamos a que nos traigan lo que hemos pedido, presenciamos una escena muy instructiva. Un guardia de tráfico está levantando con ayuda de una grúa un Mercedes con ma trícula belga al parecer mal aparcado. En seguida sale del bar una pareja marroquí; aparentan ser los dueños del vehículo y le piden al guardia que baje el coche. Las explicaciones son en árabe, por lo que no entendemos gran cosa, pero de los gestos se desprende que están justificando que estaban al lado, en el bar, y que sólo lo han tenido mal aparcado un momento. El guardia ordena que siga la operación, implacable. Al cabo de una larga discusión, se aviene al fin a no llevarse el coche, pero no sin antes cobrarle una cuantiosa multa al quejumbroso emigrante. La cosa tiene toda la pinta de una venganza del guardia. A él se le derriten los sesos sobre el asfalto de Fez por un puñado de dirhams, mientras los jactanciosos emigrantes ganan en Europa para comprarse Mercedes que les restriegan por las narices a quienes se quedan aquí.

Damos cuenta de nuestro almuerzo mientras contemplamos desde la terraza el ajetreo urbano de Fez. En las ciudades marroquíes siempre hay alguna actividad, a cualquier hora del día, incluso ahora, al comienzo de la tarde. Las raciones que nos han traído eran abundantes, aunque la comida de los cuatro nos ha costado una cantidad tan módica como 100 dirhams. Sobre nuestros platos quedan algunas patatas fritas y algún trozo de pan, y las chuletas de Eduardo, que no puede juntar del todo los incisivos, tienen algunos pingajos de carne que no ha podido rebañar. Nos damos cuenta porque viene junto a nuestra mesa un harapiento niño de unos ocho años que las mira con fruición. El niño se queda allí quieto durante un par de minutos, y cuando ve que Eduardo no sigue apurando las chuletas, alarga una mano y coge una. Aquello nos anonada, nos avergüenza, y a Eduardo le deja sin habla. De pronto se acerca una mujer, con un hato al hombro, y nos pregunta si puede llevarse las sobras. Parece la madre del niño, aunque no es joven. Nos resulta violento, pero asentimos, y la ayudamos a vaciar los platos. El niño, al ver que no tenemos inconveniente, se apodera de otras dos chuletas y empieza a roerlas compulsivamente. La madre le da un golpetazo en la mano y se las quita. Las chuletas no son para que él se atraque allí mismo, sino para partirlas con la familia después, cuando lleguen a casa. Recoge hasta la última sobra y nos da las gracias rutinariamente. Después se marcha, perseguida por el chiquillo. Acabamos de asistir a una demostración práctica de lo que pueden llegar a valer los restos de una comida de mil quinientas pesetas. Eduardo, mucho más abochornado que ninguno y todavía aturdido, repite, mirando al suelo:

– Joder, joder…

Antes de irnos pedimos café, quizá para tratar de espantar la mala conciencia. Aunque nos olemos que nada que podamos conseguir a cambio de nuestro dinero ayudará decisivamente en ese empeño.

Poco antes de las cinco, volvemos a recorrer las avenidas en dirección a la ciudad antigua. Pasamos primero por Fezel Jedid, donde está el palacio real. De él sólo podemos ver las murallas almenadas y la suntuosa decoración de sus siete puertas. Están labradas en madera y oro, con exquisitos adornos azules y verdes. Muy cerca está la mellah , la antigua judería de Fez. Mellah o mallah significa literalmente "lugar de sal", y este toponímico, por el que se conocía el lugar donde se emplazó la de Fez, se aplica en todo Marruecos. Ahora la mayoría de los habitantes de la mellah de Fez son musulmanes, pero en otro tiempo era lugar reservado a los hebreos. Según cuenta el aventurero catalán Domingo Badía o Alí Bey, que entró en Fez a comienzos del siglo Xix fingiendo ser un noble sirio, a los judíos los encerraban de noche en la mellah y les obligaban a andar descalzos por la ciudad. También les forzaban a vestir manto, pantuflos y bonete negros, y si se cruzaban con un musulmán notable, debían apartarse a la izquierda de la dirección del musulmán e inclinarse totalmente. Charles de Foucauld, que hizo sus itinerarios por Marruecos disfrazado de rabino a fines del mismo siglo, refiere que aún entonces era frecuente que los hebreos fueran apedreados, y hasta parece justificarlo:

El estado de israelita no carecía de sinsabores; andar descalzo por las poblaciones y a veces por los huertos, recibir injurias y pedradas, no era nada: pero vivir constantemente con los judíos marroquíes, gente despreciable y repugnante donde las haya, salvo raras excepciones, era un suplicio intolerable. Como a un hermano, abriéndome su corazón, se jactaban de acciones criminales, o me confiaban sentimientos innobles. ¡Qué de veces no he echado de menos la hipocresía!

En cierta ocasión, Badía, extrañado de que los judíos se avinieran a vivir en tan ásperas condiciones, le preguntó a uno de ellos por qué no se marchaba a otro país. El hebreo le dijo que no podía, pues era esclavo del sultán. Lo cierto era que los judíos venían a ser los protegidos del Majzén, que les amparaba en sus actividades comerciales e incluso les daba concesiones de aduanas. Por eso su barrio, en Marrakech, en Meknés y en Fez, está junto al palacio imperial. Cuando caía un sultán, los desórdenes subsiguientes solían incluir el asalto de las masas a la mellah, donde se liquidaban las deudas asesinando a los acreedores judíos. Y es que, a pesar de todo, sus negocios eran prósperos. Aunque vivían despreciados por todos, incluso por los más bajos soldados y por los negros, dice Badía que pudo ver en Fez a muchas judías hermosas y ricamente adornadas. Aparte de estar agradecidos por la protección que les dispensaba el Majzén, que les permitía enriquecerse a costa de los musulmanes, los hebreos tenían otra razón para no emigrar: si querían irse, debían pagar antes fuertes sumas al sultán. Un siglo después, los judíos encontrarían en la zona del Rif a un nuevo y curioso protector: Abd elKrim, que durante su corto gobierno suavizó las condiciones de menosprecio en que vivían también en el norte.

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