Seguimos hasta la entrada de Fezel-Bali. Si no fuera por las antenas de televisión, los letreros y los coches, su aspecto podría ser el mismo que hace trescientos años. Las casas se apiñan sobre los relieves del terreno, formando una colmena cuyo color oscila entre el arena y el gris. Pronto resulta imposible continuar con el coche. Hamdani lo deja en una pequeña explanada, al cuidado de un aparcacoches que se las apaña para amontonar un número increíble de vehículos en el limitado espacio de que dispone. Eso implica que hay que dejarle las llaves. Recuerdo que llevamos todo el equipaje en el maletero y le pregunto a Hamdani si no será imprudente. Menea la cabeza:
– C'est comme nous.
Como si lo guardáramos nosotros. Me arrepiento de haber vuelto a mostrar desconfianza y de haberle forzado a repetirme que no hay nada de qué preocuparse, que él sabe lo que hace. Pero no deja de asombrarme cómo se llega y se confía sin más en un desconocido. El guardacoches no tiene más acreditación que un raído guardapolvo azul.
Entramos en la medina al fin. La impresión supera cualquier expectativa. La mayoría de las calles no tienen arriba de tres metros de ancho, y transcurren entre las casas y las tiendas bajo una especie de entoldado continuo que sume todo en la penumbra y a veces en la tiniebla. Sigue valiendo la descripción que hiciera Badía, hace casi doscientos años:
Las calles son muy oscuras, porque no solamente son muy estrechas en términos de ser casi imposible marchar de frente dos hombres a caballo, sino también porque las casas, que son altísimas, tienen en el primer piso un vuelo o proyección que quita mucha luz, inconveniente que se aumenta con la especie de galenas o pasadizos que reúnen la parte superior de las casas por ambos lados.
De vez en cuando el entoldado se interrumpe y se abre un remanso de luz, que uno cruza deprisa para volver a acogerse al abrigo y al frescor re lativo (aunque escaso) de la sombra. Por la medina la gente camina deprisa, y en sus callejas puedes cruzarte lo mismo con un par de mujeres envueltas en sedas que con un borrico que su propietario arrastra sin el más mínimo miramiento hacia nadie. Los dependientes de las tiendas (exiguas, viejas, algunas mugrientas) observan al transeúnte y sólo unos pocos, y sobre todo si el que pasa es turista, reclaman su atención. Los demás parecen sumidos en un sopor de siglos, como si no tuvieran interés en vender más que lo que se venda solo. En las tiendas se despacha ropa, cuero, hojalata, plata, baratijas, mantecas repugnantes para nuestro olfato demasiado delicado. El olor general de la medina, mezclado y fuerte, es una prueba continua para el europeo, aunque hay que reconocer que acaba resultando a su modo estimulante. En el suelo hay bastante inmundicia, que los fasíes pisotean sin ningún escrúpulo. A medida que nos vamos internando en el oscuro entramado de callejones, retrocedemos en el tiempo. La ciudad dentro de la ciudad, cuya luz ínfima cambia el aspecto de todas las cosas, tiene ese misterio un poco solemne de lo subterráneo. Es como la catacumba, como el pasadizo que conduce a olvidados vestigios. Al otro lado de un recodo aparece de pronto una imagen que parece recobrada del siglo Xii: a ambos lados del callejón, hacinados en sus rincones insalubres y sin más herramientas que las tradicionales, laboran los curtidores. Más allá, los afiladores, y un poco más allá, los caldereros. La oscuridad es aquí casi absoluta, y los hombres tienen la piel ennegrecida por la suciedad de sus talleres. Sus ojos te miran curiosos, desde otro mundo, desde otra época.
En la medina de Fez nos compramos gandoras, cuya comodidad para el verano resulta inigualable, y algunos regalos de plata. El regateo, que asume desde el principio Hamdani, se hace largo y un tanto violento. Incluso llegamos a irnos varias veces de la tienda. Con todo, en Fez están más endurecidos que en Xauen y sólo es posible obtener rebajas de entre el 30 y el 40 por ciento del precio original. El que nos vende las gandoras es un negro socarrón, bastante astuto y coriáceo. Respecto de los negros, que se mezclaron mucho con la población marroquí a lo largo de los siglos, hay una actitud compleja. No es raro oír a un bereber referirse a ellos con cierta distancia, pero los hijos que los marroquíes tenían con las esclavas de raza negra siempre fueron reconocidos sin problemas y en igualdad de condiciones con el resto. Al vendedor de gandoras, mientras discute con Hamdani el precio de nuestra compra, se le abre una inmensa sonrisa color marfil, que a ratos es lo único que se ve de él en la penumbra de su tienda.
En algún lugar de la medina, cuando ya llevamos cerca de una hora deambulando, Hamdani nos señala una gran puerta abierta en un muro. De ella salen unas mujeres, que se calzan antes de pasar al callejón.
– Pueden mirar, si quieren -nos invita Hamdani.
Es la mezquita Karauiyn. Se ve un patio soleado, un suelo de azulejos, un gran arco de estuco gris perfilado en naranja y añil. Las paredes encaladas forman una peculiar combinación con las tejas verdes. Ese contraste entre el blanco y el verde es uno de los signos distintivos de la arquitectura de Marruecos: bajo el férreo sol norteafricano, llama siempre poderosamente la atención del viajero. En la mezquita no podemos entrar, pero sí en la cercana medersa (escuela coránica) el-Attarin. El célebre trotamundos tangerino del siglo Xiv Ibn Battuta, que había conocido durante sus legendarios viajes todas las grandes mezquitas y medersas del Islam, de Bagdad a Samarcanda, de Medina a Delhi, habla con rendida admiración en su libro, dictado al andalusí Ibn Yuzayy, de la mezquita y la medersa de Fez. Pagamos la entrada para la medersa y nos abren una enorme puerta con batientes de bronce. La atravesamos y nos encontramos de pronto solos en medio de un patio ricamente decorado, con una fuente en el centro. Ningún ruido atraviesa sus gruesos muros y podemos disfrutar durante unos minutos del recogimiento de este lugar donde oraban, meditaban y discutían los estudiosos del libro sagrado. Uno de ellos fue el joven Abd el-Krim, que adquirió aquí en Fez su formación religiosa. El ambiente de la lujosa medersa, entre artesonados, azulejos y abigarrados arcos, debía de parecerle increíble, en comparación con sus recuerdos del Rif menesteroso y polvoriento. De pronto, suena una voz amplificada por la megafonía. Es el muecín que llama a la oración de la tarde. Escuchamos su voz metálica rebotar entre los muros de la medersa, mientras repite una y otra vez, dejando subir y caer la entonación:
– Al-lahu akbar.
Dios es grande, y al volver al callejón también lo es el bochorno. Estamos deshidratados, después de lo que llevamos sudado en la pesada atmósfera de la medina. Vemos una fuente de la que muchos beben, pero recuerdo la advertencia de mi familia y buscamos un lugar donde comprar agua embotellada. Vaciamos en un suspiro una botella de litro y medio de Sidi-Harazem (cuyo manantial, por cierto, está en las afueras de Fez). También tomamos un vaso de limonada fría, incapaces de resistir la tentación. Cuando ya me la he bebido, se me enciende una bombilla y rezo por que no la elaboren con agua de la fuente. Tendría gracia, caer así. Minutos más tarde, mientras regresamos guiados por el conocimiento fiable y experto de Hamdani, pasamos junto al río, canalizado a través de la medina. Su olor hediondo deja lugar a pocas dudas sobre alguna de las utilidades que le dan los habitantes de Fezel-Bali. Llegamos a la salida. En una tienda que hay junto a ella, compro un par de cintas de música andalusí, dejándome aconsejar por Hamdani. Cuestan bien poco, trescientas o cuatrocientas pesetas cada una, al cambio. Los intérpretes son un tal Hadj Abd el-Karim Rais y un tal Hadj Mohammed Bajdub. Los dos han peregrinado a La Meca, como indica la primera palabra de su nombre. Hadj Mohammed Bajdub es un hombre grueso de tez muy blanca, que sonríe en la carátula de la cinta como si estuviera un poco bebido. Del otro no hay fotografía. Con este botín regresamos al coche, bajo el sol de fuego. El Seat sigue donde lo dejamos, custodiado por el hombre del guardapolvo azul. Pregunto a Hamdani cuánto debemos darle. No más de diez dirhams, informa, siempre atento al precio justo de las cosas.
Hamdani nos lleva a ver el atardecer desde un sitio que según él resulta privilegiado. Pocos forasteros lo conocen, asegura. Es una de las alturas que dominan la ciudad, más allá de la muralla norte y de la avenue des Merinides. Parece un lugar al que los fasíes van normalmente a pasear; al menos hoy está lleno de familias. Por fortuna, lo que no hay es ningún autocar de lujo con su indeseada carga, ya que eso habría perturbado gravemente el apacible paisaje local. Desde el promontorio se ve toda Fez, y un poco más acá algunos de sus cementerios: el de Bab-Maruq, el de Bab-el-Guissa y la necrópolis de los sultanes meriníes. Los cementerios son de una singular belleza, con sus apretadas tumbas blancas. También se ve en primer término el bastión o bory del norte. Desde él y desde su gemelo del sur las tropas del sultán vigilaban la ciudad en las épocas de revueltas. Mientras contemplamos cómo la luz va aflojando sobre Fez, hemos de reconocer que nuestro conductor ha tenido una buena idea. Confortados por la brisa, nos quedamos extasiados ante la quieta imagen de la ciudad. Como dice el escritor local Tahar Ben Jelloun, sus murallas ya no la defienden; sólo conservan los recuerdos.
Para el alojamiento de esa noche, Hamdani nos lleva a un hotel en la ciudad nueva. Es un hotel grande, para extranjeros, aunque sin grandes lujos. De todos modos, es demasiado para lo que él se puede pagar. Fez es una ciudad cara, por culpa del mucho turismo. Hamdani dice que él se buscará otro hotel y algún sitio para cenar. Nosotros podemos hacerlo en cualquier restaurante de los cercanos a nuestro hotel. Quedamos en que vendrá a buscarnos mañana a las ocho y media. Por hoy le relevamos de sus obligaciones. En el Rif era necesario tener con nosotros a alguien que hablase árabe, pero en Fez no hay ningún problema. Aunque aquí, como en la mayoría de Marruecos, es el árabe la lengua coloquial preferida, casi todos saben francés.
Mi habitación tiene una bañera enorme, plantada en mitad del cuarto de baño como las de los años treinta. La lleno y me regalo una larga inmersión para quitarme el calor del día.También me ayuda a aliviar mis quemaduras solares, que no han mejorado precisamente hoy. De hecho, quizá haya sido el día que más ha apretado el sol desde que llegamos a Melilla.
Cenamos en una terraza de una calle cualquiera de la Fez moderna. Una ciudad destartalada y sucia donde se mezclan los turistas con los sempiternos paseantes y desocupados marroquíes. A las nueve de la noche, el movimiento es bastante apreciable, sobre todo si se tiene en cuenta que es martes, aunque ya vamos percatándonos de que en ese terreno las diferencias entre los días de la semana son más bien imprecisas. Para cenar me pido cuscús (o alcuzcuz), aunque no sea la mejor elección para la noche. Tampoco el que me sirven resulta valer gran cosa: los he comido mucho mejores en lugares tan inopinados como Nueva York y Viena. Además la cena no nos sale nada barata, sobre todo en comparación con los precios que hemos pagado en el Rif. Debe de ser porque nos atienden en español. Recargo turístico.