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Jornada Quinta. Fez-Meknés-Rabat

Por la mañana, Hamdani llega con retraso y con aire apurado. Se ha visto atrapado en un atasco de tráfico, nos explica entre disculpas. Hace una mañana soleada, lo que quiere decir que una nueva jornada de fuego se cierne sobre Fez. Los únicos que están a salvo son los turistas que se alojan tras los inexpugnables muros de los hoteles de lujo, y que disponen por ello de grandes piscinas donde zafarse del castigo. A propósito del hotel, Hamdani se interesa por cómo lo hemos encontrado.

– Muy bien. Más que suficiente -le respondo.

Antes de salir de Fez, paramos en una teleboutique para telefonear a mi familia de Rabat, adonde esperamos llegar a la caída de la tarde. El establecimiento está en un barrio residencial de las afueras, rodeado de monótonos bloques blancos. Son viviendas muy humildes, pero algo que llama la atención es que en muchas de las ventanas se ve el plato de una antena parabólica. La televisión marroquí es difícilmente soportable, y a través de las parabólicas es posible acceder, por contra, a todos los brillos de Eldorado. Desde la Liga de Campeones de fútbol hasta los opulentos bulevares de Los Ángeles. Desde los tiernos dibujos de las películas de Walt Disney hasta las depravadas e incansables rubias platino que lo hacen todo en los filmes pornográficos europeos. Antes de volver a subir al coche nos quedamos unos minutos observando los bloques del arrabal de Fez. Otra instantánea para añadir al siempre postergado retrato de lo corriente.

De nuevo en ruta, discutimos el plan del día. Hamdani dice que tenemos tiempo suficiente para verlo todo y llegar a Rabat a tiempo. Es cuestión de organización, y de pensar bien lo que se quiere ver. Alaba cómo hemos organizado nuestro viaje, que hoy termina por lo que a él respecta. Se queja de las personas que vienen con mucho dinero pero ninguna organización, a quienes alguna vez ha debido conducir.

– Riegan el dinero por todas partes pero no ven nada -se lamenta-. Se pasan el día bebiendo whisky y buscando hoteles de lujo con aire acondicionado, sin interesarse por conocer nada del país.

En ese caso, asegura, él no se esfuerza, se aparta y procura estorbarles lo menos posible. Considera que con esa gente no tiene nada que hacer. Los lleva a los lugares cómodos que buscan y se olvida de ellos.

Nuestro primer destino de esta jornada es la antigua ciudad romana de Volúbilis, en las proximidades de Meknés. Para ir allí tomamos la carretera de Uazzán hasta pasado el río Mikkes y luego nos dirigimos al valle del río Krumán. La ruta no depara hallazgos de interés hasta que aparece ante nuestros ojos este valle, una amplia extensión de campos ocres con algunas tupidas arboledas. En medio de él, sobre una elevación, se encuentra la ciudad romana, que desaparece momentáneamente de nuestra vista cuando nos acercamos. Aparcamos en el centro de recepción de visitantes, muy poco concurrido por lo temprano de la hora. Le ofrecemos como siempre a Hamdani que nos acompañe a visitar las ruinas, pero declina nuestra invitación. Nos esperará a la sombra, junto al coche. No debemos darnos ninguna prisa por él, insiste. Pagamos nuestras entradas y nos dirigimos al recinto. Hay que subir una colina, tras la que se encuentra la ciudad. Sopla un viento débil, cuyo suave murmullo recorre el valle.

Volúbilis, cuando aparece ante nuestros ojos, nos sorprende vivamente. Es de verdad grande: la vista se pierde entre los restos de sus edificaciones. La ciudad, fundada quizá en el siglo I antes de Cristo, fue romana desde mediados del siglo siguiente. En ella tenían su sede los procuradores de la provincia tingitana, y durante los siglos II y III conoció un cierto esplendor. Estaba rodeada por casi tres kilómetros de murallas, tenía un capitolio, un foro, numerosos templos y mansiones, barrios industriales. Al parecer, el aceite de oliva era una de sus principales riquezas. Sus acomodados patricios levantaron sus lujosas villas, espléndidamente adornadas con mosaicos y estatuas, a lo largo del decumanus maximus , la gran avenida que cruzaba la ciudad desde la puerta de Tánger hasta la puerta occidental. En mitad de la avenida se levantó en el siglo Viii un gran arco del triunfo, que se conserva en buena parte. Volúbilis entró en decadencia a partir de ese siglo, pero durante varios más mantuvo cierta importancia. Los árabes que llegaron en el siglo Viii la encontraron habitada por bereberes cristianos que seguían hablando en latín. Muchos de los tesoros de Volúbilis, sobre todo las estatuas, están en el museo arqueológico de Rabat. Pero los mosaicos, de gran valor, pueden contemplarse casi todos en su emplazamiento original. La desgracia de Volúbilis fueron los terremotos que la asolaron, y quizá por encima de ellos haber sido objeto de la atención del megalómano sultán Mulay Ismaíl, que la saqueó de todo su mármol para construir sus palacios de la cercana Meknés. Por lo que leemos y nos contarán las gentes del lugar, existe unanimidad en sostener que lo de Mulay Ismaíl con el mármol era una afición patológica.

Volúbilis invita a pasearla con negligencia. Nuestras guías aconsejan un número innumerable de mosaicos, situados en los restos de las antiguas casas señoriales. En lugar de localizarlos sobre el mapa e irlos buscando entre las piedras, preferimos caminar de aquí para allá y de pronto encontrarnos alguno y admirarlo como si fuera un descubrimiento que nos depara la fortuna. Tropiezo con uno que representa el mito de Orfeo, en la parte sur de la ciudad. Causa cierta extrañeza observar durante unos minutos la trama romana de esa imagen y acto seguido levantar la vista y encontrar se con un horizonte marroquí. No son cosas que estén habitualmente reunidas en nuestra visión cargada de ignorancias y prejuicios. Por cierto que desde el patio de la Casa de Orfeo se comprende que juba, rey de Mauritania, pusiera aquí la ciudad, y también que los romanos la consolidaran después. Volúbilis se emplaza sobre un altozano privilegiado, expuesto a un aire de inusitada pureza, y desde ella se domina una gran distancia en cualquier dirección.

Es singularmente placentero caminar por los restos del foro, entre lo que queda del capitolio y los templos. Resulta curioso pensar en el extraño y sinuoso camino por el que hasta esta atalaya magrebí (al extremo occidente) llegó a través de los romanos el espíritu del ágora griega. Los bereberes de Volúbilis venían aquí a discutir de los asuntos públicos como en su día se hiciera en la plaza de Atenas, y a ventilar sus pleitos de la misma forma en que se ventilaban en el foro romano. Departían sobre estos escalones, al pie de estas columnas entre las que hoy crece el pasto. A ningún viajero que haya estado en Roma puede dejar de impresionarle la magnitud relativamente humilde de su foro, que tanto contrasta con la potencia de la idea que lo alienta. Resulta asombroso ver cómo esa misma idea pudo fructificar aquí, en Volúbilis.

Pudo ser en esta plaza donde Mulay Idriss, a fines del siglo Viii, fue proclamado imán. Mulay Idriss, que tan ingratamente contribuiría a la agonía de Volúbilis fundando Fez. Uno no puede rehuir la tentación de imaginar, mientras pasea entre las villas dispuestas a ambos lados del decumanus maximus , cómo fue muriendo la ciudad de los opulentos comerciantes de aceite; cómo dejó de haber en sus calles bellas muchachas vestidas con finas túnicas y cómo dejaron de celebrarse las fiestas de verano en sus patios con estanques. Un día, los ricos palacios fueron invadidos por los campesinos hambrientos y se dejó de leer a Séneca en sus bibliotecas. Hoy, desde el punto más alto de Volúbilis, al que trepamos sorteando el peligro de unas chatarras oxidadas, conmueve ver las siluetas truncadas de sus ruinas. Esas siluetas fragmentarias guardan para nosotros la nostalgia de aquel esplendor que se esfumó bajo el soplo potente del Islam. Salvo el arco del triunfo, el largo y ostensible trazado del decumanus maximus y un par de muros y una docena de columnas enhiestas alrededor del foro, el resto fue abatido por el tiempo. A fin de cuentas, el tiempo no tiene más misión comprobada que ésa, abatir lo que contra él se levanta. En todo caso, Volúbilis (esclarecedor su mismo nombre) merece la parada y la visita y también la pereza con la que nos retiramos, demorándonos por sus rincones para atisbar todavía algún otro rastro de los lejanos días de su poder perdido.

Hamdani nos aguarda junto al coche, y como siempre nos pregunta si nos ha gustado lo que hemos visto. Sospecho que él no conoce Volúbilis, porque no puede permitirse el lujo de pagar el precio para turistas de la entrada y porque su singular pundonor o su conciencia del deber le impiden aceptar que aquéllos a quienes aquí trae le inviten. Quizá simplemente no le atraiga, quién sabe. Pero cuando le digo que ha resultado una interesante experiencia, asiente y afirma con cierto orgullo:

– Sí, dicen que es muy bonito.

Por las carreteras que serpentean entre las colinas, llegamos poco después a Mulay Idriss, la ciudad que se considera santa por albergar el sepulcro de Mulay Idriss I el Grande, descendiente de Mahoma y fundador de la primera dinastía árabe de Marruecos. La ciudad surge tras una revuelta de la carretera y tiene la forma de la joroba de un dromedario. La han levantado sobre un monte sin dejar ni un solo resquicio por cubrir. Faltan sólo algunas semanas para las peregrinaciones de agosto, que congregan aquí a un gran número de marroquíes. Hay restricciones de acceso a determinados lugares para los no musulmanes, así que le pedimos a Hamdani que nos acerque a alguna elevación a propósito para ver bien la ciudad. El coche remonta con dificultad las cuestas hasta un descampado ante uno de los flancos de Mulay Idriss. Nos bajamos y en los cinco minutos que nos entretenemos se nos acerca el inevitable guía espontáneo. Al cabo de un par de indagaciones, nos habla directamente en español, un español atroz, pero incontenible. Nos ofrece guiarnos al interior de la ciudad santa, nos cuenta la historia de Mulay Idriss, nos dice que la ciudad es la segunda más santa después de La Meca, etcétera. La verdad es que en nuestro itinerario de esta jornada no hemos reservado un hueco para visitar como quizá se merecería Mulay Idriss. Nos cuesta hacérselo comprender, y aún nos acompaña hasta el coche y sigue ofreciéndonos sus servicios hasta que todos hemos vuelto a instalarnos en nuestros asientos.

– Lástima que tú no tener tiempo para ver Mulay Idriss. Poco haber mejor en todo Marruecos -advierte, como si nos compadeciera.

Sin embargo, antes de alejarnos de Mulay Idriss, todavía podemos contemplarla desde otros dos puntos, alguno más ventajoso que el primero. La abombada ciudad blanca resplandece tranquila bajo el mediodía. Tras ella está el macizo del Zarhun, con sus altas montañas cubiertas de árboles, que la rodean como si la protegieran del curioso. El santuario de Mulay Idriss, casi en la cúspide de la joroba, consta de varios edificios blancos con puntiagudos tejados verdes. Las casas se arremolinan a su alrededor, completamente apretadas y sin someterse a ningún orden racional en su disposición. Hay algo que desahoga el alma en este desprecio de los marroquíes por el trazo perpendicular a la hora de hacer ciudades. Es como si las casas se enroscaran las unas sobre las otras, en una promiscuidad deliberada, astuta, gozosa.

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