El dromedario blanco queda atrás, dejándonos una de esas sensaciones de prisa excesiva que a veces acometen al viajero que intenta abarcar demasiado. Apuntamos hacia Meknés, a sólo un par de decenas de kilómetros. Llegaremos con tiempo de hacer alguna visi ta antes de comer. Aunque lo intente, no puedo utilizar la hispanización usual del nombre de la ciudad, Mequínez, que me parece especialmente cómica y ante todo innecesariamente forzada. Meknés dice Hamdani y Meknés se queda.
Para describir la imagen que ofrece la ciudad en la distancia, vale parcialmente, aunque no resulte demasiado sugerente, el apunte que dejó Domingo Badía: "La altura en la que está situada es pequeña y su triple lienzo de murallas forma un recinto capaz de contener un ejército numeroso, además de la población. Dichas murallas tienen quince pies de elevación sobre tres de espesor con algunas aberturas de trecho en trecho. La ciudad, mirada desde lo alto del camino, presenta una hermosa perspectiva con sus torres. Está rodeada de huertas y olivares en anfiteatro". Meknés es una ciudad llana y extendida, de la que destacan las torres de sus mezquitas, el recinto de sus murallas y la vegetación que la circunda. Hay una parte nueva bastante más impersonal, que se sitúa frente a la vieja, y claramente separada de ella. El limitado tiempo que hemos reservado para Meknés nos fuerza a prescindir de esta parte más moderna.
Hamdani nos da un paseo por las calles y carreteras que siguen la larga línea de las murallas de la vieja Meknés. Es sin duda la ciudad más fortificada que hemos visto en Marruecos, y eso tiene algo que ver con la personalidad de quien fue el máximo impulsor de su desarrollo, el sultán Mulay Ismaíl, contemporáneo de Luis Xiv (con el que tuvo una cierta relación y de quien incluso quiso desposar una hija). La ciudad, originariamente llamada Meknés ez-Zeitun ("Meknés de los olivos") fue fundada muchos siglos atrás y después conquistada y reedificada por los almorávides y los almohades, pero fue Mulay Ismaíl quien realmente construyó la Meknés imperial. De ella hizo su capital a medida, alternativa y en parte premeditado contrapeso de Fez y Marrakech. Fue Mulay Ismaíl un sultán implacable y poderoso, uno de los po cos (si no el único) que llegó a ejercer su poder incluso en el indómito norte del país. La verdad es que sus súbditos tenían muy buenas razones para temerle. Aparte de dedicarse al saqueo de mármol en Volúbilis, a Mulay Ismaíl se le atribuye haber cometido con sus propias manos una cantidad fabulosa de homicidios (de 20.000 a 30.000, según las fuentes) y una invencible propensión a arrasar cualquier vestigio de quienes le habían precedido en el trono.
Aparcamos el coche en la amplia y bastante diáfana plaza el-Hedim, estratégicamente situada entre la medina y la ciudad imperial. De esta última visitamos las atracciones principales, o mejor dicho las que se nos permite visitar. La mayor parte de la superficie la ocupa el recinto prohibido del Palacio (Dar-el-Majzén), que alberga incluso un gigantesco campo de golf dentro de sus muros (resulta chocante imaginarse las onduladas praderas verdes en medio de las viejas murallas de textura arenosa). Lo que sí podemos ver es el mausoleo de Mulay Ismaíl, uno de los pocos templos en los que se permite el acceso a los no musulmanes, nos dicen que por deferencia especial de Mohammed V y en homenaje al mariscal Lyautey, que siempre fue un infiel respetuoso del Islam. El mausoleo es por supuesto un edificio blanco de tejados verdes, al que se entra a través de una magnífica puerta de piedra labrada. Hemos de descalzarnos y caminamos sobre las esteras hasta la sala donde se encuentra el sepulcro del gran malvado (o gran héroe, según se mire; los marroquíes le consideran uno de sus máximos sultanes, por sus victorias militares y su devoción islámica). La sala principal, más bien pequeña, se encuentra profusamente decorada e invita al recogimiento. Nos quedamos durante un rato en una de sus dependencias, cálidamente iluminada por una luz cenital.
No lejos del mausoleo se encuentra el Kubbet-el-Jiyatin, un antiguo pabellón en el que se recibía a los embajadores, y a muy pocos pasos una entrada a los subterráneos. Junto a esta entrada se nos ofrece un guía oficial, sin demasiada vehemencia. Sabe que los extranjeros no se hacen de rogar para que les enseñen las famosas prisiones subterráneas de Mulay Ismaíl. Hamdani nos aconseja que le contratemos y así lo hacemos. El guía nos precede por la escalera y desembocamos en unos inmensos silos abovedados de firmes columnas. Aquí se nos refiere la historia. Estos sótanos eran las prisiones de Mulay Ismaíl, que construyeron a la fuerza los mismos que fueron recluidos después en ellas: prisioneros cristianos de España, Portugal, Holanda, hasta un número de 30.000 o 40.000. Las argollas que se ven en las columnas eran donde se encadenaba a los prisioneros. Aquí morían a miles, y los que sobrevivían, después de tanto tiempo en esta oscuridad, quedaban ciegos al volver a ver la luz del día. Es un ambiente efectivamente tétrico, reina una intensa humedad y la temperatura resulta en varios grados inferior a la que hay fuera. Según nos cuenta el guía, los corredores subterráneos conducen a una salida situada a muchos kilómetros de la ciudad, en dirección a Volúbilis. Por ellos se traía el mármol que Mulay Ismaíl ordenó arrancar de la antigua ciudad romana. Eran también prisioneros quienes lo traían, naturalmente. No sabemos si en realidad hubo alguien encerrado aquí alguna vez. Las versiones más fiables dicen que esto era un simple almacén que permitía al previsor Mulay Ismaíl tener cubierta una de sus más persistentes obsesiones: que la ciudad dispusiera en todo momento de provisiones suficientes para resistir un largo asedio. Paseamos un rato entre las colosales columnas que sujetan la bóveda, sin alejarnos demasiado para evitar que nos suceda lo que a esos turistas que anduvieron tres días perdidos por el laberinto. Un grupo de británicos se aventura riendo ruidosamente en las profundidades del subterráneo. Gente sin miedo a la leyenda.
En la ciudad imperial nos vemos casi obligados a entrar en un comercio de alfombras, pese a que no tenemos ninguna intención de comprar una. El dependiente dice que le da igual, que siempre que puede pone en práctica la máxima de los vendedores de alfombras beduinos: es bueno enseñar las alfombras, aunque no te las compren, porque así les da el aire. Lo recita en español y con una ancha sonrisa, pero cuando nos vamos sin comprar nada, como le avisamos, deja que esa sonrisa se le congele en los labios.
La mellah, el barrio de los judíos, está también en Meknés cerca del palacio imperial. Echamos un vistazo, sin hallar en ella nada que nos atraiga (al margen de sus curiosos balcones), y nos dirigimos hacia la medina. La de Meknés es bastante más pequeña y menos impactante que la de Fez. Es en general menos oscura, y de ella destacan su mercado de aceitunas (de muchísimas clases), sus comercios de telas y sus puestos de animales vivos. Así, viva, es como prefieren aún hoy los marroquíes comprar la carne; con el calor y las carencias de higiene, mantener vivos los animales es la única forma fiable de conservarlos. Hamdani nos conduce a un telar tradicional, a cuyos dueños pide permiso para visitarlo. Nos dejan que entremos y nos quedamos embobados viendo a los operarios manejar las máquinas medievales con prodigiosa rapidez. Ellos ni se inmutan. Están acostumbrados a servir como atracción turística. En Meknés, igual que en Fez, hay bastantes turistas en la medina. Van (como nosotros mismos) vestidos con pantalones cortos y camisetas, muchos de ellos sin mangas. La blancura de sus miembros, de esa forma visible, desentona clamorosamente en el ambiente cargado y moruno de las callejas. Nos cruzamos con un par de chicas de aspecto nórdico, cuyos ojos azules y cuyos cabellos lacios y descoloridos nos parecen desvaídos frente a los ojos oscuros y el pelo fuerte y brillante de las marroquíes. Me sorprende recibir una impresión tan nítida de insipidez al ver a las mujeres europeas al lado de las del Magreb. Compruebo que mis ojos y mi sensibilidad se van acostumbrando a las intensidades de esta tierra, y temo no volver a sentir los sabores al volver a Europa.
Se nos ha hecho la hora de comer y Hamdani nos lleva a un lugar que conoce, cerca de la salida de la medina. Dice que es un sitio donde suelen ir a comer las familias los días de fiesta; un sitio como siempre seguro, barato y limpio. Ante la entrada del establecimiento, cuyas paredes se encuentran completamente revestidas de mosaicos de azulejos, está la inevitable parrilla con sus pinchos de carne chisporroteando humeantes al sol. Antes de entrar compramos unas uvas en un puesto de fruta. Su aspecto es muy apetecible, pero las compramos sobre todo por la insistencia de Hamdani, ya que dudamos si debemos comer algo que ha podido ser lavado con agua corriente (siempre el temor a la diarrea, que venimos esquivando aunque Eduardo y mi hermano han tenido amagos). Nos cuestan una cantidad ínfima, tres o cuatro dirhams, y las pasamos al restaurante sin que nadie nos ponga una mala cara. Hamdani nos consulta y esta vez la elección es unánime: carne de cordero a la parrilla para comer y té para beber.
Nos instalamos ante una mesa del segundo piso, en un rincón sombrío y apartado del paso. Aquí, bajo un providencial ventilador, nos regalamos una de las mejores comidas del viaje. La carne, que viene en abundancia, está deliciosa. El pan, como siempre, extraordinario. Y las uvas, una vez que superamos el miedo y aceptamos que nos suceda lo que a Alá le plazca, nos parecen una ambrosía digna de la mesa de los dioses. Entre sorbo y sorbo de té, disfrutamos de nuestros manjares y apuramos la que va a ser nuestra última conversación de sobremesa con Hamdani.
Comparando los precios de Marruecos con los de España, derivamos hacia el tema económico en general. Hamdani se queja de lo altos que son los impuestos, y también de algo más.
– Al final los impuestos sólo los pagan los pobres -asegura-. Los que tienen dinero se escapan. Los funcionarios se escapan. Sólo quedan los que no tienen ninguna influencia.
Le decimos que Eduardo es funcionario de Hacienda en España. Teme haber metido la pata y observa cuidadosamente:
– Ah, entonces usted tampoco pagará impuestos.
– Nada de eso. Pago como todos -dice Eduardo.
Hamdani menea la cabeza, asombrado.
– ¿Que paga impuestos? No creía que los funcionarios de Hacienda pagaran impuestos en ninguna parte. Si ellos son los que los controlan.
– Pues en España sí pagamos -insiste Eduardo.
A nuestro conductor le cuesta un rato creerlo. Sin embargo, desemboca en una conclusión de más calado.