En el fondo, todos estamos siempre pagando impuestos, de una manera o de otra. Toda la vida es pagar impuestos. Hasta los regalos que uno le hace a la mujer, cuando se casa, son impuestos. Siempre hay que andar pagando, antes de estar seguro de qué es lo que van a devolverte. Ésa es la vida.
Hamdani bebe sin prisa de su vaso de té, dejando que sus ojos diminutos se pierdan en una distancia que está más allá de las mugrientas paredes del restaurante de Meknés, quizá en el sur donde nació. Grupos de mujeres y niños suben y bajan alborotando por la escalera que comunica con el piso de abajo. A través de la ventana nos llegan los sonidos de la calle y una estrecha franja de luz viva que rompe en dos la sombra de nuestra mesa. Intuyo que recordaremos siempre este almuerzo de Meknés, la charla grave y serena de Hamdani, el placer con que toma las uvas, casi el único alimento que ingiere. El agua fresca y dulce de esas uvas encierra un tesoro para los corazones como el suyo habituados a la áspera sequedad del desierto. Pero nuestro conductor no se atraca, las toma de una en una, con la misma mesura con que se bebe de una cantimplora que está a punto de agotarse. Es imposible no reconocer la superioridad moral de su parquedad sobre nuestra glotonería. Ya lo dejó advertido Mahoma: el origen de todas las enfermedades está en el estómago, y el ayuno es el mejor remedio.
Antes de abandonar Meknés, Hamdani nos lleva a admirar la tarde desde un jardín cercano al gran estanque del Agdal. En el estanque, el paranoico Mulay Ismaíl (hay que conceder que algo debía serlo) no sólo disponía de un gran reservorio de agua para resistir sus asedios imaginarios, sino también de un escenario para organizar delirantes batallas navales tierra adentro. Esta tarde junto al estanque del Agdal la gente va a refrescarse y a lavar los coches, y la superficie del agua refulge dolorosamente a la luz del sol. Desde nuestro observatorio vemos toda la Meknés nueva, extendida en la llanura, y más allá de los árboles y de las murallas los minaretes de las mezquitas de la vieja Meknés. No tiene quizá el encanto ni la dimensión de Fez, pero el paisaje resulta mucho más grato. Meknés de los olivos, quieta y tímida, pródiga en dulces y recónditas sombras bajo el furioso calor de la tarde. Antes de irnos recuerdo que fue aquí donde Joseph Klemms, el burlón artillero y cartógrafo alemán de Abd el-Krim, sedujo a la celosa muchacha marroquí que acabaría entregándole. Un lugar propicio para el amor y la traición.
Tomamos la carretera de Rabat, que registra bastante tráfico a esta hora de la tarde. La carretera no es mala, pero no deja de ser bastante escasa en comparación con las europeas, y la ruta que nos aguarda, de unos ciento cincuenta kilómetros, superará con holgura las dos horas. Los marroquíes, por otra parte, no conducen con especial precaución. En esta carretera, la primera en la que nos tropezamos con tráfico de verdad, menudean los adelantamientos temerarios y las forzadas salidas al arcén, que tampoco es una zona demasiado confortable como lugar de escapatoria. Hamdani sufre a los imprudentes con resignación, esquivándolos con las maniobras que resultan en cada caso precisas, siempre con la mínima brusquedad imprescindible y sin alterarse en ningún momento. Es una dificultad más de su trabajo, que asume y vence como las otras.
La ruta de Meknés a Rabat termina por hacerse un poco aburrida. Alterna la llanura cubierta de olivos y demás vegetación mediterránea, donde la fila de coches puede estirarse algo, con zonas de montes bajos entre los que la caravana serpentea más apretada. Entre sobresalto y sobresalto, nos abandonamos a la música andalusí de Bajdub, que tiene una cierta monotonía agradable y afinidades indudables con el flamenco: parece una forma embrionaria, algo más adusta quizá. Pasado el morabo de Sidi Bu-Lahzem se llega a Jemisset, una ciudad de aspecto más o menos nuevo sobre unas colinas en cuya subida la carretera se desdobla transitoriamente. Desde aquí continuamos camino hasta Tiflet y después hasta Sidi Allal-el-Babraui. Desde esta última, a apenas treinta kilómetros de Rabat, el paisaje se hace más hospitalario, verde y boscoso. También el tráfico se incrementa, a medida que nos acercamos a la capital, y la carretera empieza a parecerse más a lo que estamos acostumbrados en Europa.
La llegada a Rabat nos ofrece a la vista una llanura cubierta de árboles, en la que sólo se abre el gran espacio despejado del aeropuerto. Esta parte presenta un aspecto impecable de limpieza y conservación. La carretera corre a lo largo de una valla interminable tras la que se atisba un hermoso parque. De trecho en trecho se ve una garita con un centinela en uniforme de camuflaje y un fusil ametrallador terciado sobre el pecho.
– Son paracaidistas -explica Hamdani-. Todo esto que ven a la izquierda es el palacio del príncipe heredero.
Podemos recorrer dos o tres kilómetros antes de que se acabe la valla del palacio. Contiguo al recinto, y diríase que casi formando parte de él, hay un hipódromo, cubierto de césped como si esto fuera Epson. Todo está impoluto y los paracaidistas lucen imponentes en sus uniformes camuflados, con vistosos pañuelos al cuello. Es imposible no acordarse durante un segundo del polvo y la cochambre de Bab-Berred, pero nos guardamos prudentemente nuestra impresión por respeto a Hamdani. No sabemos si es o no súbdito leal y convencido de la corona, pero acaso sea todavía más im pertinente tratar de averiguarlo haciendo algún comentario malicioso.
Rabat, cuando al fin podemos ver la propia ciudad, se extiende discontinua por una serie de colinas poco pronunciadas, con grandes bosques de eucaliptos en sus alrededores. A lo lejos, a la luz del atardecer, se distinguen algunos minaretes, murallas, y las siluetas enfrentadas de la torre Hassan y el mausoleo de Mohammed V, una especie de cubo de mármol blanco con una pirámide verde que le sirve de cúspide. Es una ciudad hermosa y señorial, en la que se mezcla el aire europeo con la tradición marroquí.
Junto a la desembocadura del río Bu Regreg, donde se encuentra hoy Rabat, ya hubo asentamientos de fenicios y cartagineses, que llamaron Sala a su colonia (de ahí viene el nombre de Salé, la ciudad gemela al otro lado de la ría). Fue romana desde Claudio y después sede de musulmanes ortodoxos, quienes construyeron en ella un ribat o rábida (convento-fortaleza), de donde tomó su nombre actual. En ella soñó establecer su capital el almohade Yacub al-Mansur ("el victorioso"), quien levantó a fines del siglo Xii las murallas y una gran mezquita inacabada de la que la torre Hassan es el único vestigio.
Rabat no recobraría su esplendor hasta el siglo Xvii, cuando unos cuantos moriscos de los expulsados de España por Felipe Iii se establecieron en ella. Muchos de ellos venían del pueblo de Hornachos, en Badajoz, donde habían formado una comunidad mudéjar de antecedentes nobiliarios a la que Felipe II había otorgado privilegios. Los hornacheros, como se les conocería en adelante, llegaron a Rabat con buena parte de sus bienes, y su organización les permitió ponerse al frente de la ciudad. Constituyeron una junta de gobierno local y a cambio de un tributo anual obtuvieron de los sultanes saadíes el reconocimiento de su autonomía. Aliados con los habitantes de la vecina Salé, fundaron una república pirata, feliz ocurrencia que les serviría a la vez para obtener sustento y para vengarse de los reyes que les habían expulsado. Con ayuda de navegantes holandeses armaron una pujante flota que fue el azote de los mares, del Mediterráneo a las islas británicas, hasta bien entrado el siglo Xix. A comienzos del siglo XX, el sagaz Lyautey, escarmentado por las revueltas habidas en Fez a la instauración del Protectorado, decidió situar en Rabat su centro de operaciones. La eligió por ser una ciudad costera y con menos debilidades estratégicas. El obediente sultán Mulay Yussef siguió con su corte al Residente General francés y desde entonces es Rabat la capital del reino.
Hamdani conduce con soltura por las calles de Rabat, donde también tiene su casa. Damos un rodeo para evitar la zona de más tráfico y llegamos a un elegante barrio de edificios blancos.
– Éste es el barrio de las embajadas -dice Hamdani-. Aquí vive su tío. Es un barrio muy bueno.
Al menos parece tranquilo. Y sin que haya nada suntuoso en los edificios, ofrece un aspecto de orden y limpieza. Recorremos un par de avenidas y desembocamos en una calle pequeña y silenciosa. No es la primera vez que yo vengo aquí. Ya lo hice veintiocho años atrás, en mi primera visita a Marruecos, pero mi memoria no guarda de todo aquello más que retazos confusos que temo alterar artificialmente al tratar de hacerlos corresponder con alguna imagen concreta de estas calles. Buscamos un lugar para aparcar el coche y mientras lo hacemos veo en la ventana a una de mis primas. Pronto sale toda mi familia a saludarnos. A mi tía le hace especial ilusión que mi hermano vaya a verla a Rabat por primera vez. Mi tío nos recibe con idéntico alborozo. Él es musulmán y la hospitalidad es para él la primera regla. Desde que aparece mi tío, que no en vano es policía retirado, Hamdani adopta la misma actitud respetuosa que cuando nos cruzábamos a los gendarmes en la carretera. Después de ayudarnos a bajar las maletas, cambia unas palabras en árabe con mi tío y hace ademán de retirarse. Pregunto adónde va y mi tío me aclara que va a lavar el coche antes de de járnoslo.
Hamdani vuelve al cabo de una hora, cuando ya estamos instalados en la casa. Mi tía le invita a acompañarnos en nuestra merienda, lo que hace muy comedidamente. Al cabo de media hora, durante la que informa a mi tío de las vicisitudes del viaje y participa siempre con prudencia en la conversación, se levanta para despedirse. Salimos con él a la calle y antes de separarnos deslizo en sus manos una propina generosa, que es posible que sea igual o superior a su salario de los cuatro días anteriores. Para nosotros apenas representa un esfuerzo. Me avergüenza que pueda creer que sólo esa dádiva monetaria, una minucia para nosotros, es nuestra manera de recompensarle. Por eso antes de que se vaya le estrecho con fuerza la mano y le digo:
– Muchas gracias por todo. Sin usted el viaje no habría sido lo mismo.
Baja los ojos, no sé si porque al mismo tiempo le estoy dando dinero (qué infamante acto siempre, más para quien lo da, porque a él va a servirle al menos para regalar algo a su mujer y a sus hijas), o porque entiende que no tengo ninguna obligación de decirle eso. A veces en la vida nos encontramos con personas a las que sabemos que nunca podremos corresponder, busquemos como busquemos las palabras o los actos. Son personas de las que al final nos separamos con una sensación de torpeza e inacabamiento. Por alguna razón me sucede eso con nuestro conductor, aunque sólo hemos dispuesto durante cuatro días de su compañía. Me temo que tiene que ver con algo más que con él y conmigo; quizá con las dos orillas del estrecho que en el curso caprichoso de la historia ha terminado por erigirse en una especie de muralla.