Por la noche cenamos al aire libre, en un restaurante donde todos beben cerveza y suenan de vez en cuando teléfonos móviles. Las mujeres jóvenes (por ejemplo mis primas) llevan pantalones o faldas cortas. La atmósfera es fresca y el aire gratificante. En esta terraza de Rabat uno podría sentirse como si estuviera en un lugar de la costa europea, si no fuera porque a lo lejos se ve iluminada la torre Hassan, el bellísimo minarete interrumpido de la mezquita de Yacub alMansur (Hassan significa precisamente belleza). Después de la cena, vamos a pasear junto a la torre, por el hoy inmaculado recinto donde en otro tiempo se alzaba la mezquita inconclusa. Apenas se encuentra a dos calles de donde viven mis tíos. Frente a la torre se alza el lujosísimo mausoleo de Mohammed V, demasiado enjoyado para nuestro gusto. Preferimos acercarnos a la torre almohade, tosca y estilizada a un tiempo, y acodarnos en la balaustrada que da a la ría. Al otro lado se ven las luces de Salé, y recuerdo, esta vez sí, la primera vez que estuve en Rabat, cuando sólo tenía tres años y corría con una de mis primas por este mismo pavimento. Mi tía, que me acaba de enseñar una fotografía de esos instantes que constituían mi única memoria de aquel viaje, añade algo más:
– Aquí venía tu abuelo a pasear todas las mañanas, y siempre se asomaba a la ría. Le gustaba mirar Salé, ahí enfrente.
La voz de mi tía se quiebra un poco y la tibia y soñadora noche de Rabat queda por un momento velada por una bruma que no sale de la ría, sino que tiembla y porfía por derramarse desde mis ojos. Impido que caiga, aunque quizá no debiera. A todo hombre debe pasarle alguna vez que esa bruma resbale, para saber que ha vivido.