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No queremos acostarnos sin dar una vuelta por estas calles caóticas, donde aún a las diez quedan tenderetes dispuestos para vender las más diversas mercaderías, desde fruta hasta perfumes. Es un pueblo comerciante, de eso no cabe duda. Llegamos a la entrada de un parque, junto a la avenida, resto indudable del gusto francés. No es desagradable, pero está vacío de gente y preferimos las calles llenas de basura y de una multitud remolona y ruidosa. Paseamos entre esa multitud como lo hacen otros turistas, extraños e irremediablemente emboba dos. Hay gente que te pide en todos los idiomas posibles, gente que te ofrece, gente que te observa. La noche de la Fez moderna es desordenada y acogedora. Uno camina por aquí como si lo hubiera hecho toda la vida, no como por las atildadas ciudades europeas, donde a veces se tiene la sensación de estar ensuciando sin derecho alguno. Recuerdo que también Fez fue en parte construida por fugitivos de la península Ibérica, que tanto ha alimentado la población de Marruecos a lo largo de los siglos. En la medina hay un barrio y una mezquita que llaman de los Andaluces, en recuerdo de quienes vinieron aquí en el siglo Ix, expulsados por el impío califa de Córdoba Alhaquem I después de una revuelta religiosa.

Siempre han acogido aquí a los más melancólicos de nuestros expulsados. De los que lo fueron por aquel califa, la otra mitad, al mando del manchego El Baluti, enarboló en sus naves la bandera blanca de los Omeyas y se dedicó a asolar el Mediterráneo oriental. Arrasaron Alejandría, dominaron Egipto, plantaron cara al sultán de Bagdad y terminaron por conquistar Creta, desde donde, adelantándose en más de cuatrocientos años a los almogávares, perturbaron el sueño de Bizancio por espacio de siglo y medio. Derrotaron uno tras otro a todos los almirantes de la orgullosa Constantinopla, hasta que el mejor de todos ellos, Nicéforo Focas, acabó en un feroz asalto con aquel reino hispanocretense, a mediados del siglo X. Mientras tanto, los correligionarios menos audaces de aquellos aventureros andaluces lloraban su nostalgia en Fez.

Durante el paseo se nos une un hombre de treinta y pocos años que nos habla en aceptable español. Dice ser guía y se ofrece para enseñarnos mañana la medina. Le decimos que mañana nos vamos y que la medina ya la hemos visto. En otro lugar eso nos libraría de él, pero esto es Marruecos.

– Bueno, pues entonces te cuento mi historia gratis -se ríe.

Su historia es la de muchos guías ilegales, es decir, sin permiso del ayuntamiento. Si los descubren, los meten durante un mes en la cárcel. A él le cogieron la semana pasada.

– Me ha costado mil dirhams salir.

Los he pedido a mi familia. No sabes cómo es cárcel aquí de Fez, con la calor. En un mes te mueres. Fijo.

Y sin embargo, aquí está, intentándolo de nuevo. No hay otra cosa que hacer. Está resignado a que vuelvan a cogerle cualquier otro día, y se lamenta de su destino, porque ahora podría estar en España.

– Vivía en Murcia -afirma, con nostalgia-. Gané dinero y volví a Marruecos, como tonto. Luego se acabó el dinero y ya no me dieron visado.

Menea la cabeza, con rabia.

– Así soy, tonto -repite-. Doce años trabajando y nada, sólo para que me metan ahora en cárcel de Fez.

Ha acompasado al nuestro su paso y mira al cielo, pensativo. De pronto se vuelve hacia nosotros y aclara:

– No pido nada, ¿eh? Sólo hablo contigo, si no molesta.

Poco después se despide de cada uno con un fuerte apretón de manos, mirándonos muy dentro de los ojos. Es como si quisiera decirle a esa España con la que sueña que la echa de menos, igual que los desterrados andaluces que llegaron aquí hace más de mil años, huyendo de la ira de Alhaquem. Tres o cuatro horas después, en plena madrugada, me despierta la voz de un muecín llamando a la oración. Recuerdo durante un segundo al guía que añora Murcia, y que quizá también escucha en mitad de la noche la plegaria que hace olvidar (o aceptar) todo infortunio:

– Al-lahu akbar.

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