Al final de un callejón, nos asomamos a una especie de terraza sobre la ciudad. Mientras el sol se pone sobre el horizonte, el valle se llena de misterio. Corre la brisa sobre nuestra piel quemada y nos quedamos aquí hasta que el atardecer termina de cumplirse en el último confín de la tarde. No lejos de donde estamos se ve una ventana abierta y en la habitación correspondiente un individuo rubio que va y viene arriba y abajo con un libro en las manos. De fondo suena la música de Pink Floyd, Wish you were here . Algún europeo atrapado por la ciudad. Xauen, un buen lugar para retirarse un par de semanas, un par de meses, un par de años o siempre.
Antes de que llegue la hora de cenar, subimos hacia la plaza. No tenemos muy clara su ubicación exacta, pero está claro que debe de estar hacia arriba. Avanzamos por los callejones que se vuelven añiles como la noche. Es una noche taimada, dulce y veloz. No nos cruzamos con nadie y doy en imaginar que a la vuelta de un callejón nos cierra de pronto el paso una figura fantasmal, envuelta en anchas ropas blancas. Podría ser un soldado de la guardia del Raisuni, que patrulla aburrido por los alrededores de su palacio. Podría ser el Baccali, paseando solo con su fusil mientras espera a los montañeses; podría tratarse también, del Jeriro ya vencido, que recorre por última vez Xauen mientras siente que la ciudad sagrada ya no le pertenece a él, sino a los victoriosos españoles que tarde o temprano van a asaltarla. Es fácil concebir ésta y otras fantasías, porque en seguida nos damos cuenta de que nos hemos extraviado. Creíamos que para volver sólo era preciso subir, pero llevamos quince minutos subiendo y no nos suena de nada el lugar donde hemos ido a parar. Por el aire y el aspecto podría ser un rincón de Sevilla o de Córdoba. En cualquier caso, parece una plazoleta española, de esa España medieval que recordó aquí Barea. Para reconstruir sus impresiones, sólo faltaría que se deslizasen junto a las paredes los hebreos temerosos y que nos mirasen de arriba abajo los moros altivos. La noche se cierra sobre nuestras cabezas y buscamos en vano a nuestro alrededor. Todo está mudo y quieto: el cielo morado, las paredes azules, las luces anaranjadas de los faroles. Pero la sensación de estar perdidos resulta reconfortante, porque sentimos que aquí, en la desierta plazoleta del laberinto blanco, queda aún algo de aquella vieja Xauen misteriosa que violaron nuestros abuelos. En nuestra fantasía surge ahora su imagen, la de los hombres de Castro Girona que pudieron pisar por primera vez esta plazoleta, allá por 1920. Aquellos campesinos andaluces o castellanos debían avanzar por la medina atentos y prevenidos. No era cosa de correr la misma suerte que aquel compañero demasiado atrevido que había acabado con un tajo de gumía en la garganta.
Todavía vagamos por la medina durante otro cuarto de hora, hasta que llegamos a una calle donde hay tiendas y cierta animación. Aquí seguimos la corriente predominante entre los transeúntes y ellos nos conducen en seguida hasta la plaza. En ella encontramos a Hamdani, que nos espera desde hace rato en la mesa que habíamos reservado.
Cenamos placenteramente en la plaza de Xauen, disfrutando del frescor de la noche y planeando las próximas jornadas. Hamdani nos habla de la medina de Fez, de la que no es tan fácil salir como de la de Xauen, y de las inmensas prisiones subterráneas de Meknés, diseñadas por un cautivo portugués para el cruel Mulay Ismaíl. También estas prisiones son un laberinto. Según cuentan, un día se internaron en ellas demasiado alegremente unos turistas europeos y tardaron varios días en encontrarlos. Hablamos de la música andalusí, de la que Hamdani resulta buen conocedor. Nos promete buscar un sitio en Fez donde comprar algunas cintas. También charlamos acerca del Islam. Hamdani es un musulmán devoto. No bebe alcohol y ora cinco veces al día si no está trabajando; cuando trabaja, ora dos veces y recupera por la noche las tres perdidas. Declara no entender lo que está pasando en Argelia. Según él, los argelinos se han vuelto locos, porque degollar niños y mujeres no es cumplir el Islam, sino ir contra sus preceptos.
Después de cenar damos un último paseo. Muchos comercios siguen abiertos, y quienes los atienden siguen intentando echar el lazo a los turistas que remolonean por la plaza. La noche invita a eso, a caminar sin prisa de un lado a otro y a sentarse cada tanto aquí o allá, para hablar despacio de los asuntos sobre los que normalmente no se conversa. Todo invita a la confidencia y al abandono, y los tres sentimos habernos impuesto un itinerario que nos impide permanecer en esta ciudad día tras día y noche tras noche, recuperando la insólita posesión de nuestros espíritus. Lo miramos todo infectándonos del futuro recuerdo y también de una certeza: la de que no ha de pasar mucho antes de que volvamos con más calma a Xauen. En ésta como en otras cosas, Barea ha resultado ser un explorador digno de crédito. También nosotros, como él, nos sentimos seducidos por el encanto sabio y sinuoso de la vieja ciudad acostada entre los cuernos de la montaña.
Desde la ventana de mi habitación, antes de acostarme, miro las estrellas que titilan sobre el Tissuka. Hasta la ventana llegan los aromas de la noche y las voces de un hombre y dos mujeres que charlan en un árabe cálido y despacioso. De vez en cuando se oye también una voz infantil, inmoderada y urgente, que las mujeres y el hombre apaciguan con su murmullo. Un murmullo semejante podía oírse hace mil años en Al-Ándalus, entre casas iguales a estas casas. Los echamos y vinieron aquí, para no olvidarse. Es bueno encontrarlos y escuchar la música de sus voces. Es bueno saber que Xauen, la santa y la misteriosa, sigue aquí y no se esconde de quienes nacimos en la tierra que siempre han llorado y llorarán sus hijos.