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La alcazaba de Xauen contiene también un pequeño museo, situado en el pequeño palacete que se guarece al abrigo de los muros. En sus salas umbrías y silenciosas hay enseres, mapas, fotografías de la Xauen de mediados de siglo, y una muestra de cada uno de los instrumentos de la música andalusí: el kaman (violín de cuatro cuerdas), el oud (guitarra de diez cuerdas), er rabab (violín de dos cuerdas) y el terbukal (tambor). La música andalusí, herencia conservada de aquéllos que fueron expulsados de la Península, es el folklore más característico del Yebala. Poco antes de emprender nuestro viaje, en una noche tibia del manchego Getafe (Xataf , también una antigua fortaleza musulmana), pudimos escuchar a un grupo de mujeres de Tetuán interpretar algunas piezas de esa música. Era al aire libre, en el recogido patio del Hospitalillo de San José, un trozo todavía conservado de La Mancha de Cervantes. Durante el primer cuarto de hora del concierto, el auditorio español estaba completamente desorientado. Costaba entrar en esas armonías, en esos ritmós, en esa narración musical. Pero al final del concierto, el entusiasmo era absoluto. Todos nos dejábamos llevar en la prolongación casi infinita de cada melodía, deseando que no acabara, que la noche no se detuviera y nunca se callaran aquellas voces femeninas que desenterraban el espíritu precioso de la perdida hispanidad musulmana con la misma rotundidad con que echaban al aire mesetario los vivos alaridos del desierto. Algo desde lo hondo de la sangre nos devolvía el eco de los remotos antepasados que habían sentido y creado aquella música. Las serenas mujeres tetuaníes, asombradas, daban las piezas de propina con una azorada sonrisa, y al final se abandonaron también a la alegría del reconocimiento entre las almas y los corazones. He ido a otros conciertos, pero nunca he visto al público y a los intérpretes arrojándose besos como los de aquella noche.Besos espontáneos, como de familia.

Desde la alcazaba, subimos por las empinadas calles de la ciudad hacia el manantial del que se abastece el pueblo. El agua que brota de la entraña del monte, según nos cuenta Hamdani, es fresca y pura y puede beberse sin miedo. Según él, sólo en ciudades con manantial puede beberse el agua:

Xauen, Fez, Marrakech. En las ciudades costeras no debe beberse nunca: ni en Casablanca, ni en Essauira, ni en Agadir. Rabat es una excepción. Le escuchamos atentamente, aunque suponemos que el consejo es sólo válido para el estómago marroquí. En la medina de Fez mi propia familia marroquí me ha desaconsejado beber el agua corriente. Mis dos primas estuvieron al borde de la tumba por beber de una fuente de la que los niños fasíes bebían con toda la soltura del mundo.

Ascendemos por las calles de Xauen, entre las casas entreabiertas y las tiendas de los viejos artesanos que cuelgan los cueros y los bronces junto al umbral. Nos cruzamos con chavales vivarachos, ancianos absortos, perros indolentes. Todas las casas lucen un blanco impecable, sobre el que se dibujan los postigos y puertas de un celeste vivo. Es una extraña cosa pisar el suelo encalado e impoluto. Nos cuenta Hamdani que una vez salió de Xauen de madrugada y vio a las brigadas de mujeres que limpian la ciudad, tan meticulosamente como se limpian pocas otras en Marruecos. Hamdani afea a los de Xauen que dejen hacer esa pesada tarea a las mujeres. Para Hamdani, marrakchí y meridional, los de Xauen son tan "montañeses" o rifeños como los de Alhucemas, y les reprocha que sean tan vagos y hagan trabajar a las mujeres, algo que según él no consentiría nunca un marroquí del llano o del sur.

El manantial, entre rocas y vegetación, es lugar de esparcimiento. Aquí acaba la ciudad y empieza la montaña y aunque no hay mucho sitio las parejas de novios y los jóvenes suben a solazarse. Un militar vigila las bombas y los depósitos de agua, sin demasiada marcialidad. Pasea entre la gente y departe amigable con unos y otros, aunque su uniforme color arena inspira indudable respeto. Desde el manantial se domina el valle y se ve caer la ciudad blanca por la ladera. La tarde es esplendorosa y apacible. De la ciudad viene sólo un murmullo del que de vez en cuando sobresale una voz.

Regresamos hacia la plaza, para curiosear un poco en las tiendas. Ya ha bajado algo la temperatura y empezamos a ver algunos grupos de turistas. Son prácticamente los primeros que encontramos desde Beni-Enzar. Los de Xauen son casi todos españoles, como se ve por su aspecto y sus camisetas de Praga, Londres o Nueva York (destinos turísticos masivos de nuestros compatriotas). Van hablando alto, señalando con el dedo, comprando compulsivamente gumías y trastos de plata. Seguramente bajan desde Ceuta camino de Fez y del circuito de las ciudades imperiales. No es el itinerario más frecuente y no son demasiados, pero su peso se deja sentir en el ambiente angosto de Xauen. Los que atienden en los comercios andan a su acecho. Muchos se le dirigen al forastero en vertiginoso español. En una calle próxima a la plaza nos cruzamos con un mendigo joven y dicharachero. No había mendigos en el Rif, donde faltan los turistas. Éste se ofrece como guía y nos llama todo el rato "amigo". Nos pregunta de dónde venimos y cuando le decimos que de Madrid se despacha orgulloso con cosas tales como "Madrid me mata", "de Madrid al cielo" y "los madrileños son gatos". Y para remate, un arrastrado "Vaya, vaya, en Madrid no hay playa". Es curioso cómo han llegado hasta Xauen los viejos tópicos mezclados con las bobas canciones del verano. La televisión, quizá.

Eduardo tiene el capricho de una rosa del desierto. Hay una tienda que exhibe una media tonelada de ellas, amontonadas. Casi todas son de poca calidad y le cuesta encontrar una en condiciones. En seguida viene la disputa por el precio. Hamdani se percata y media en la transacción. La rosa termina saliendo por cerca de un tercio de su precio original. La negociación es un espectáculo digno de presenciarse. El comerciante es envolvente. Coge a Hamdani por el cuello, se ríe, protesta, lloriquea, grita. Hamdani está quieto y le mira fijamente con sus pequeños ojos de hombre del desierto, encajando todas sus bromas y haciendo otras en su árabe sutil y cadencioso, sin dejar de sonreír pero sin aflojar nunca.

Cuando la rosa ya está en poder de Eduardo, Hamdani observa:

– Les aconsejo que me dejen a mí discutir el precio. Yo sé lo que valen las cosas, así que a mí no pueden engañarme. Hay gente que no cobra a los extranjeros lo que debe, que es sólo lo justo. Los que quieren cobrar más lo estropean todo. Pero conmigo no van a intentarlo.

Me meto en una tienda desierta y desobedeciendo a Hamdani compro, sin pelear su precio, tres cajas de metal con tapa esmaltada. Me parece un poco indigno regatear para bajar una cifra de veinte dirhams, unas trescientas pesetas. Las cajas, ovaladas y de poco más de cuatro o cinco centímetros de largo, tienen un aspecto bastante mugriento. Las cojo precisamente por ese aspecto, que me sugiere alguna probabilidad (dudo que alta) de que sean de producción autóctona. La idea que se me ha ocurrido al verlas es que en ellas guardaré la tierra roja de Annual. Me parece un bonito fetiche, que junta Annual y Xauen, los dos grandes descalabros españoles. Al salir del comercio, Hamdani me pregunta qué he comprado. Le enseño las cajas y enarca imperceptiblemente las cejas.

Las enarca más al saber el precio.

– Es sólo un recuerdo -aclaro-. No importa que no sean bonitas.

Para mí lo son, pero he oído a Hamdani ponderar el brillo de la plata y ya sé que estas tres birrias grisáceas se sitúan por debajo de su idea de belleza.

Antes de volver hacia el hotel, reservamos mesa para cenar en uno de los restaurantes que tienen terraza puesta en la plaza, enfrente de la alcazaba y la mezquita. Va perdiendo fuerza el sol y la blanca pared de la mezquita se hace anaranjada, como si de pronto empezase a disolverse la cal dejando al descubierto el ocre de debajo, el mismo que el del minarete o los cercanos muros de la alcazaba. Más allá, el cielo deriva suave y lentamente a una tonalidad violeta y se hace más rotunda la montaña. Los viejos siguen sentados en el banco al pie de la mezquita, con las piernas cruzadas bajo sus pardas chilabas, observando escépticos a los turistas (chavales de negras camisetas, chicas con imprudentes shorts ) que turban la paz de Xauen.

De vuelta al hotel, se nos une lo que parece un nuevo pedigüeño. Viste una gandora blanca y sucia y aparenta unos veinticinco años. Es simpático, un poco desdentado, y habla un castellano arrastrado pero fluido. Al cabo de un rato de sondeo que repelemos co mo mejor podemos, anuncia:

– Hierba buena, chocolate chachi, chachi piruli. Te lo doy barato -y se lleva dos dedos a la boca como si fumara. Acto seguido mira adelante y atrás y se saca una china tamaño familiar de debajo de la gandora.

– No, muchas gracias -le digo.

Prueba con Eduardo y con mi hermano, con el mismo resultado. Algo le desconcierta en nuestra negativa. Menea la cabeza y se para.

– ¿No quieres, español? Chocolate, hashish , ¿entiendes?

– Sí, pero no, gracias -insiste mi hermano.

El marroquí se echa a reír.

– ¿Y para qué aquí en Xauen, si no hashish ? Verdaderamente no lo comprende.

Cómo puede bajar un español a Xauen sólo para hacer turismo, si en Xauen no hay nada, más que la miseria que él ve todos los días. Un poco después, cuando ya se ha resignado a no vendernos y nos acompaña sólo por el placer de pasear, nos lo cuenta:

– Aquí en Xauen mal todo, sólo chocolate para vivir, malo trabajo, muy malo, Marruecos pobre y hambre.

Mierda, ¿sabes, amigo? Asentimos. Después de eso nos da la mano y se aleja dando saltos, con las manos metidas bajo la gandora y cantando algo en árabe. Seguramente va en busca de algún español que no esté tonto y quiera comprarle.

Dejamos a Hamdani en el hotel. Como no estamos cansados, decidimos dar un paseo por la medina hasta la hora de la cena. Entramos sin gran precaución en el laberinto de callejas y callejones y nos complacemos en caminar sin prisa por su suelo nevado de cal. A veces el callejón muere sin más en una puerta celeste y hay que dar media vuelta. Otras veces, algún residente que nos ve tomar un camino cegado nos advierte, compasivo y atento, aunque no por eso dejamos necesariamente de llegar hasta el final. Encontramos un deleite antojadizo en desembocar en los rincones más recónditos, pasando sin prisa bajo los arcos y siguiendo las estrecheces entre las casas. Todas tienen un número azul pintado sobre el dintel de la puerta principal, y delante de algunas hay chicos y chicas jugando o simplemente mirando a los viandantes. Nos ven pasar con mucha menos hostilidad que el niño que apedreó a mi hermano junto al hotel. En la medina están acostumbrados a que los turistas se pierdan y también a que lo fotografíen todo, porque cada rincón del blanco corazón de Xauen merece una instantánea, o incluso varias, una por cada matiz del azul que se va diluyendo en las fachadas a medida que va cayendo la tarde. Las chicas de Xauen miran sin disimulo y con un poco de suficiencia a los europeos, como si pensaran en el esfuerzo que les va a costar a los pobres incautos salir del dédalo de la medina. Al verlas me acuerdo de las musulmanas cubiertas y las hebreas ruborizadas que corrían a esconderse cuando se cruzaba con ellas el sargento Arturo Barea. Aunque cueste aceptarlo, de ellas descienden estas taciturnas muchachas en chilaba o tejanos que se ríen ahora de nosotros. Tienen la piel blanca y los ojos oscuros, y en ellos, todavía intrincada y poderosa, la luz antigua de la ciudad santa donde ningún cristiano osaba aventurarse.

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