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Aquel julio de 1924, mi abuelo, que ya era veterano y sargento, estaba otra vez en medio del fregado. El 18 de ese mes salía con su compañía hacia la posición de Ain Grana, en la zona de Beni-Arós, al noroeste de Xauen. Iba al mando de un puñado de reclutas a los que él mismo acababa de instruir. Ain Grana estaba rodeada por los hombres de Abd el-Krim, y en tan ingrata y forzada compañía pasó mi abuelo dos meses. En una declaración jurada que escribió para completar su hoja de servicios cuarenta años después, resumía así de parcamente la experiencia: "En esta posición se prestan los servicios de vigilancia con mucha precaución, por encontrarse sitiada". Un convoy de Intendencia que consiguió llegar a comienzos de septiembre le trajo la orden de incorporarse al Regimiento de Infantería Borbón número 17, en Málaga, un cómodo destino de retaguardia. Pero ni él ni los de Intendencia pudieron salir hasta el día 20, cuando una sección de la harka (cuerpo indígena auxiliar de las tropas españolas), al mando de un alférez musulmán, logró romper el cerco. Durante el camino de vuelta a Zoco el Jemís de BeniArós, al pasar por la que los soldados llamaban " la Cábila de los Locos", fueron tiroteados ("poca cosa, unos pacasos ", decía él) y el mulo en el que iba mi abuelo se desbocó. Un jinete moro de la harka consiguió retener al animal, cuando ya arrastraba al sargento con un pie enganchado en la artola y la cabeza a punto de deshacerse contra el suelo. A aquel anónimo y vivaz jinete marroquí debemos mi hermano y yo manifiesto agradecimiento. El día 22 mi abuelo estaba ya en Larache, y poco después embarcaba para la Península. Los hombres que quedaron en Ain Grana, los reclutas a quienes él había enseñado, fueron exterminados por el enemigo. La fortuna, otra vez por poco.

En septiembre de 1924, el propio Primo y su estado mayor en pleno su frieron cerca de Ben Karrich una emboscada, de la que se salvaron milagrosamente. La retirada no podía demorarse por mucho más tiempo. Todas las noches, poco antes de la evacuación, Sidi Abd el-Uafi el Baccali, bajá de Xauen afecto a los españoles, paseaba por la ciudad sin más compañía que la de su fusil (al que se refería como "mi amigo"). Durante uno de aquellos paseos nocturnos se encontró con el entonces teniente coronel Mola y le dijo: "Si no hacemos otra cosa que lamentarnos como los hebreos, vamos un buen día a dar lugar a que entren los montañeses en la ciudad y nos hagan picadillo lo mismo que el Rif". Otra noche, la del 15 de noviembre de 1924, los españoles abandonaron silenciosamente Xauen, dejando la ciudad santa a merced de aquellos montañeses a los que el Baccali esperaba desde hacía semanas.

La retirada fue un desastre. Los rifeños cayeron sobre los españoles y les infligieron un duro castigo. En Sheruta murió el general Serrano y 2.000 hombres. En Dar Akobba, una de las posiciones sobre las que se produjo el repliegue, hubo otro descalabro, narrado por Mola en el libro del mismo nombre, donde recoge sus recuerdos como jefe de los regulares de Larache. La lucha fue cruel por ambos bandos. Los moros de Larache que combatían junto a los españoles se agachaban sobre los cuerpos de los rifeños caídos y los degollaban con sus gumías. Cuando liquidaban a alguno que se fingía muerto, se enorgullecían ante su oficial en su castellano hassaní:

– Mi tiniente , que moro montaña no estar muerto, estar vivo como tú.

Ahora sí que estar muerto. ¡Por Dios! En Uad Najla, quedaron tres blindados cubriendo la retirada. Los rifeños los rodearon y las dotaciones de los blindados resistieron durante tres días, sin comida ni bebida ni esperanzas de ser rescatados. Cuando agotaron la munición, los rifeños les permitieron rendirse y asistieron admirados a la salida de los supervivientes. Abd el-Krim, igualmente impresiona do, los puso a la cabeza de la lista de prisioneros para canje. Lo cierto, hazañas aparte, era que Xauen había caído en manos del enemigo. Los españoles iban a quedar durante muchos meses confinados al otro lado de una línea de blocaos y campos minados, esperando una incierta ocasión de contraatacar.

Aquél fue uno de los grandes momentos de la República del Rif. Dicen que la entrada de los rifeños en Xauen, con los pies descalzos, la cabeza inclinada y su joven general Mhamed ben Abd el-Krim al frente, fue impresionante. Cerca de 20.000 guerreros, perfectamente formados, desfilaron por la ciudad santa. Iban con su uniforme, sus turbantes de colores, negros y azules para los soldados, rojos para los oficiales, cantando por primera vez el himno de la República: "Al yaumna hayun lilhurubi hayu ". El estandarte rifeño se izó sobre la fortaleza de Xauen mientras los cañones rugían. El propio emir Mohammed ben Abd el-Krim acudiría más tarde a la ciudad, la más importante de las que se contaban en sus dominios, y pasaría algunas temporadas en su alcazaba.

Durante dos años, Xauen fue el cuartel general de Jeriro, convertido en lugarteniente de Abd el-Krim en el Yebala. En ese tiempo, Abd elKrim atacó a los franceses, éstos se unieron a los españoles y entre ambos formaron la pinza que acabaría con la República del Rif. Un día de 1925 aparecieron en el cielo de Xauen los Breguet de la Escadrille Chérifienne, que bombardearon la ciudad. Tras la caída de Abd el-Krim, en abril de 1926, Jeriro siguió resistiendo. Paradójicamente, la república rifeña alentaba en el Yebala cuando ya había sido extirpada de Alhucemas, donde había nacido. Pero el espejismo no duró demasiado. El 10 de agosto de 1926, el comandante Capaz, haciendo honor a su apellido, tomó Xauen al frente de un destacamento de operaciones especiales compuesto por un millar de hombres. La bandera española volvió a izarse sobre la alcazaba de Xauen, esta vez para no arriarse ya hasta la independencia. En noviembre, los españoles atacaron Tazarut, la antigua fortaleza del Raisuni, y el día 3 de ese mismo mes, imitando fatídicamente la derrota del viejo bandido al que él había aplastado, cayó Ahmed ben Mohammed el Hosmari el Jeriro, el último general de Abd el-Krim. No había cumplido los treinta años. Sus hombres, antes de dispersarse, enterraron su cuerpo en algún lugar secreto de las montañas.

Volvió la guarnición española, y volvieron las tabernas y los burdeles.Dice Barea que en 1931 Xauen ya no era sagrada ni misteriosa; que se había convertido en un lugar de turismo, con hoteles que servían comida francesa, anuncios pegados en las paredes y una carretera ancha para que pudieran llegar cómodamente los ricos británicos y norteamericanos en sus grandes coches. Una ciudad prostituida en la que ya no existía el encanto de aquellas apacibles noches de luna llena que le habían hecho acordarse de Toledo, al oír más allá del silencio de las calles el ruido del río corriendo rápido, y el viento enredándose en los árboles y en los recovecos de las montañas.

Ahora que la tarde cae sobre Xauen y que estamos a punto de explorar sus callejas, recuerdo con la misma emoción con que la leí por primera vez la conmovedora declaración que hace Barea, después de constatar la destrucción de la ciudad que él había amado:

Pero yo he conocido Xauen, cuando aún no estaba prostituida, cuando pasear por sus calles era aún aventura. Un moro os miraba a los galones plateados de sargento y os saludaba: "Salaam aleicum". Un judío canturreaba en viejo romance un "Dios os guarde". Un montañés os lanzaba una mirada preñada de odio y echaba mano a la empuñadura de cuerno de su gumía; os miraba y escupía despectivo en medio de la calle.

Los ojos de las mujeres árabes os miraban desde la profundidad de sus velos y nunca podíais adivinar ni la edad ni los pensamientos de su propietaria. Las muchachas jadias ba jaban los ojos y enrojecían. […] Era, para mí, como si la España medieval hubiera resucitado y estuviera ante mis ojos.

Ésa es la Xauen que venimos a desenterrar, dondequiera que se encuentren sus débiles vestigios.

7. En el laberinto blanco

Subimos por la calle hacia la plaza. Son algo más de las seis y el sol empieza a bajar, aunque todavía hace bastante calor. En invierno, el Meggú y el Tissuka se cubren de nieve, y a veces también la propia Xauen, donde debe de ser difícil distinguirla de la propia blancura de la ciudad. En muchos callejones de Xauen, hasta el suelo está encalado. Según afirma una leyenda, hace muchos siglos un grupo de peregrinos del desierto paró una noche de invierno en las montañas de Xauen. Cuando aquellos hombres y mujeres del sur ya estaban a punto de perecer de frío, quien los conducía encontró dos piedras negras con las que hizo un fuego que los salvó. A la mañana siguiente, los peregrinos intentaron apagar la hoguera, antes de reanudar la marcha, pero se encontraron con que ni la nieve ni el agua podían extinguir aquella llama, que en ese instante supieron sagrada. A Arturo Barea le aseguraron que algunas noches la llama podía divisarse aún desde Xauen, y que muchos se aventuraban por los desfiladeros entre el Meggú y el Tissuka en su busca. Pero nadie la había vuelto a encontrar jamás.

En la plaza, costado con costado, se encuentran la alcazaba y la mezquita. Esta última, como infieles que somos, tendremos que conformarnos con verla desde fuera. Es un antiquísimo edificio enjalbegado con un minarete ocre que emerge de la blancura, como un muñón castigado por el tiempo y no obstante airoso. En el banco que corre a lo largo de la fachada hay diez o doce ancianos observando la plaza. Comentan los pequeños acontecimientos que aquí suceden y mientras tanto de jan vagar su vista por encima de las casas, hacia el valle. Cuentan, no sé si será cierto, que en 1924, durante la retirada, los españoles bombardearon la ciudad a la hora de la oración de la tarde, cuando los fieles salían de la mezquita. La plaza donde se halla el templo está alta y es vulnerable. Hacia abajo se extiende la medina, que también sube un poco, por el otro lado, hacia las montañas.

En la alcazaba, a cambio de un precio casi irrisorio, sí podemos entrar. Le ofrezco a Hamdani sacar también una entrada para él, pero la rechaza con la cabeza. Se queda en el umbrío arco de la puerta, conversando con el vigilante. El interior de la alcazaba es un auténtico paraíso, lleno de árboles frondosos y flores espectaculares. No hay apenas visitantes y podemos pasear entre sus muros y subir a sus baluartes imaginando los lejanos días de la ciudad hermética. Desde la alcazaba de Xauen, mientras uno camina entre los macizos y los estanques, se ve un cielo azul intenso y la lejanía gris y verde de las montañas. El aire es puro y vivificante y uno comprende la sensación de poder casi divino que debía de experimentar quien fuera en cada época el amo de la ciudad y tuviera aquí su bastión. Estos aromas y este verdor mitigaron en algunos de esos corazones la nostalgia de Al-Ándalus, de donde el pérfido cristiano, que ya sólo venía a Xauen para ser quemado, había arrojado a sus abuelos en la noche más aciaga de los siglos.

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