Литмир - Электронная Библиотека

Aquí pasó seis meses, mirando cara a cara al enemigo. Cuando llegó el verano, le dieron orden de soltar unas ráfagas todas las noches, cambiando de hora, para que los moros no pudieran recoger la cosecha del sembrado que había enfrente de la posición. Los que no se habían rendido por las armas, se rendirían así por hambre. La orden era fácil de cumplir y se cumplió. Algunas noches los moros respondían, pero entonces acudían más soldados al parapeto y la respuesta se acallaba pronto. Una mañana, a plena luz del día, el oficial de servicio vio con los prismáticos a un anciano moro agachado sobre el sembrado. Parecía estar recogiendo el cereal, justo lo que se trataba de impedir. Ni corto ni perezoso, se llegó donde mi abuelo y le ordenó que abatiera al viejo con la ametralladora. Mi abuelo miró al oficial, miró hacia el sembrado, apuntó la máquina y en el momento en que tuvo en el punto de mira al viejo, pensó que él no iba a matar a un pobre hombre que estaba indefenso y cogiendo algo para comer. Sabía que el moro, si se le presentaba la ocasión, no vacilaría en liquidarle, pero eso no le pareció razón suficiente. Tiró alto. El viejo, al oír silbar las balas sobre su cabeza, salió corriendo. El oficial, que seguía la escena con los prismáticos, recriminó duramente a mi abuelo por su falta de puntería. "Se me ha ido", repuso mi abuelo, aunque aquella ametralladora Hotchkiss tiraba de miedo y no se le había ido nunca. "Y si quería arrestarme que me arrestara", solía terminar la historia mi abuelo. "Yo no iba a matar a un viejo por la espalda para darle gusto a un imbécil". Por aquel entonces, a mi abuelo apenas le quedaban unos meses y un par de pedazos más de guerra en Marruecos. Tras las operaciones de noviembre en los alrededores de Tetuán, y una vez desaparecidas las necesidades extraordinarias, el regimiento Borbón 17 y sus cuotas fueron devueltos a su lugar natural, la confortable guarnición de Málaga. Embarcaron en Ceuta el 2 de enero de 1926, en el vapor Isleño . En cuanto a mi abuelo, nunca volvió a poner el pie en África.

Celebro conocer Alcazarseguer, y también contemplar su playa y sus campos rodeados de montes pelados. Quienes hoy desembarcan aquí, cada madrugada, son los que pasan a los emigrantes al otro lado del Estrecho. Llegan después de dejar su carga, satisfechos con el dinero ganado en la travesía. Algunas veces no llegan todos, y otras por el contrario llegan más de los esperados, porque si ven a tiempo a la Guardia Civil se dan media vuelta con el pasaje a cuestas. Sus intentos cotidianos, a despecho de las inclemencias del Estrecho, nos recuerdan, incluso a los más cínicos y endurecidos, que algo no anda bien. Pero gracias a mi abuelo Lorenzo, este lugar también me ayuda a no avergonzarme de los míos. Aquí, en Alcazarseguer, alguien cuya sangre corre por mis venas se negó a darle muerte infame a un hombre. Era una orden, la guerra lo ampara todo, aquel viejo estaba ya listo; pero consuela que alguna vez la humanidad de un sentimiento tuerza el curso que ha dictado la despiadada inercia de las circunstancias.

5. Alcazarseguer-Tánger

A medida que nos aproximamos a Tánger, el litoral está más habitado y el tráfico aumenta. Desde Alcazarseguer nuestra referencia constante es el cabo Malabata, que aparece al fondo a contraluz. La ruta transcurre durante algunos kilómetros por el interior y vuelve a acercarse al mar antes de superar el cabo. Las vistas sobre el Atlántico en esta zona son excepcionales, una sucesión de acantilados sobre los que la carretera se asoma peligrosamente. A la altura del cabo mismo la carretera vuelve hacia el interior y ataja hacia la bahía de Tánger. Vamos sorteando diversas alturas hasta que al final, al otro lado de una de ellas, la bahía se ofrece ante nuestros ojos.

Desde la carretera no se tiene una mala perspectiva de Tánger, pero la ciudad se extiende hacia el occidente y por tanto sólo se ve su lado más oriental. Nos cuenta mi tío que el gran palacio que tiene la hermana del rey (con un trozo de costa acotado y todo) está en el extremo oeste de la ciudad, donde también se encuentran los mejores barrios, los de los extranjeros. Por lo pronto, la llegada a Tánger desde oriente depara un paisaje lleno de anodinos edificios modernos, en su mayor parte torres de apartamentos de veinte y más pisos. Muchos están a medio construir. Según nos aclara mi tío, algunos llevan así años. Al parecer el boom inmobiliario de Tánger se alimenta en gran medida del dinero del narcotráfico, y no es la primera vez que ocurre que un edificio se interrumpe porque su dueño entra en prisión o se ve obligado a huir del país antes de terminar de construirlo. Según nos cuentan, el interior de los edificios es casi invariablemente ostentoso, todo lleno de mármol y de los materiales más caros. Vemos un par de carteles publicitarios de conocidas empresas españolas de suelos y revestimientos, que sin duda hacen su agosto con la furia constructiva tangerina. El revés de la carta son los edificios paralizados, algunos en el puro esqueleto, con sus estoicos vigilantes quizá puestos por los bancos o quizá por el capo mismo, en espera de mejores tiempos.

Entramos en la ciudad a la caída de la tarde. El tráfico en las calles céntricas, sobre todo en el boulevard Mohammed V, es literalmente insufrible. Tánger tiene cerca de medio millón de habitantes y en verano viene a ser la capital de vacaciones de Marruecos. Hoy no se ve tanto turismo internacional como dicen que había en tiempos, pero tampoco falta del todo (de vez en cuando uno se cruza con una rubia fatal o con un tipo bronceado de mediana edad que conducen un descapotable de lujo). Y a eso hay que sumar el turismo marroquí, hoy el principal. En Tánger hay infinidad de hoteles, que reciben huéspedes sobrados para ocupar sus plazas. La ciudad, por lo demás, no resulta en este primer contacto demasiado deslumbrante. Prescindiendo de su favorable situación natural, imposible de apreciar desde estas calles céntricas colapsadas por los atascos, diríase que carece de atractivo. Puede recordarse a propósito de esto el severísimo juicio que hiciera Domingo Badía, cuando cayó por aquí a comienzos del siglo Xix: "La ciudad de Tánger por la parte del mar presenta un aspecto bastante regular. Su situación en anfiteatro, las casas blanqueadas, las de los cónsules, las murallas que rodean la ciudad, la alcazaba o castillo, edificado sobre una eminencia, y la bahía, bastante capaz y rodeada de colinas, for man un conjunto bastante bello, pero cesa el encantamiento al poner el pie en la ciudad y verse uno rodeado de todo lo que caracteriza la más repugnante miseria". Pese a sus notorias carencias, Tánger no parece hoy tan mísera como entonces. Sin embargo, el viajero la encuentra apagada, mortecina.

¿Qué fue de la ciudad cosmopolita, centro de todas las intrigas norteafricanas y atracción de viajeros y literatos? El escritor marroquí Tahar Ben Jelloun describía no hace mucho su hundimiento:

Tánger naufraga, dulce, cierta, inevitablemente. La ciudad se deja morir de un mal al que parece no poder sobreponerse. Las gentes de Tánger, gentes de la medina, gentes simples, no comprenden por qué han de seguirse interesando por una ciudad que ha camuflado su pasado y que ha sido en buena medida desfigurada por un urbanismo anárquico, obediente a imperativos injustificables; una ciudad cada vez más dejada a sí misma, sucia, ruidosa, mal cuidada, por no decir abandonada. Todo induce a suponer que no es una fatalidad. Se diría que todo el mundo se ha puesto de acuerdo para que Tánger se instale en una dulce y lenta decadencia, alimentada de nostalgia y de repostería rancia.

Pero antes de llegar a este estado, Tánger ha recorrido un largo camino a través de la historia; tan largo que la lista de quienes la poseyeron abarca casi todos los grandes imperios de los últimos tres milenios. Tinga (romanizada después como Tingis) es una voz de origen bereber que significa, al parecer, «la ciudad de la laguna». El primer núcleo debió ser fundado por bereberes rifeños hace más de tres mil años. Sobre el asentamiento originario establecieron los fenicios el que durante mucho tiempo fue su último puerto, donde para ellos acababa el mundo conocido. Después pasaron por aquí los cartagineses de Amílcar, camino de España, y los romanos, que convirtieron Tingis en la capital de la Mauritania Tingitana y engrandecieron la ciudad. En los tiempos de los Severos, Tingis era una de las perlas de África. Poseía su foro, sus templos, su mercado, y las tierras que la rodeaban estaban cubiertas de olivos, trigo y viñas. Después de los romanos, poseyeron la ciudad los vándalos de Genserico, los bizantinos de Belisario, y finalmente los conquistadores musulmanes Uqba ibn Nafi y Musa ibn Nusayr. Tras una sublevación bereber que le dio una fugaz independencia, Tánger pasó sucesivamente por las manos de todas las dinastías y movimientos dominantes en el Magreb en los siglos siguientes: los idrisíes de Fez, los Omeyas de Córdoba, los fatimíes de Túnez, los almorávides, los almohades, los benimerines. Durante el dominio de estos últimos nació en la ciudad el célebre explorador y geógrafo Ibn Battuta. En 1437, el infante portugués Don Enrique, que venía de conquistar Ceuta de chiripa, creyó que podría repetir suerte con Tánger e intentó un asedio y posteriormente un asalto a la ciudad. La aventura paró en desastre. Los sitiadores portugueses acabaron sitiados por una harka de rifeños y yebalíes que les obligó a rendirse en vergonzosas condiciones el 16 de octubre de ese mismo año. Tres décadas más tarde, en 1471, los portugueses ocupaban pacíficamente la ciudad, abandonada por los marroquíes. Tánger perteneció después al imperio español de Felipe Ii, y tras volver brevemente a Portugal pasó a manos de la corona británica, como dote de la infanta Catalina de Braganza en su boda con Carlos Ii. Los británicos no la defendieron demasiado bien y el siempre atento Mulay Ismaíl la incorporó a su imperio a fines del siglo Xviii. Desde entonces fue marroquí, pero la decisión de los sucesivos sultanes de obligar a los diplomáticos europeos acreditados ante su corte a establecerse en la ciudad, para mantenerlos alejados de Fez, hizo de Tánger el lugar más internacional de Marruecos.

Durante el siglo Xix se sucedieron las intrigas y los tratados, hasta que en 1880 la Convención de Madrid, firmada por los plenipotenciarios de trece países, reguló el estatuto de los diplomáticos y extranjeros asentados en la ciudad y garantizó en contrapartida la independencia del imperio jerifiano. Pero todos los grandes estados europeos tenían sus cálculos sobre Marruecos, y en los primeros años del siglo Xx maniobraban ya para acabar con esa reconocida independencia marroquí. A las intrigas de Francia, Gran Bretaña y España, el káiser Guillermo Ii respondió con un golpe de efecto. El 31 de marzo de 1905, a la cabeza de una imponente escuadra, entró en la rada de Tánger y desembarcó en la ciudad, donde le recibió una multitud entusiasta de 100.000 personas. Tras proclamar su respeto a la independencia de Marruecos y su esperanza de que el país otorgara iguales oportunidades a todos los demás países, descubrió sus intenciones: «Mi visita a Tánger tiene por finalidad hacer saber que estoy decidido a hacer todo lo que esté en mi poder para salvaguardar eficazmente los intereses de Alemania en Marruecos. Porque considero al sultán absolutamente libre, es con él con quien quiero entenderme acerca de los medios apropiados para salvaguardar sus intereses».

65
{"b":"87725","o":1}