Frente a Tetuán se alzan majestuosas las montañas del macizo de Gorgues. Aun en verano, con los campos cercanos agostados y amarillos, los cañones y valles que se abren en el macizo ofrecen un espectáculo digno de contemplarse. La ciudad entera, colgada sobre otra montaña, parece estar asomada para verlo. Nos detenemos a la entrada, desde donde se domina el doble panorama. A un lado, Tetuán, extendida sobre la ladera; al otro, las montañas donde empieza el territorio agreste del Gómara. La primera vez que vi esas montañas fue en un libro de historia. Era una fotografía de 1924, y en ella se veía a una batería española situada en Tetuán disparando hacia las cumbres. Desde allí vinieron siempre las amenazas a Tetuán, y por los ásperos desfiladeros tuvieron que meterse muchas veces los españoles.
En una de esas incursiones le tocó ir a mi abuelo con su compañía de ametralladoras. Fue en noviembre de 1925, durante la proclamación del jalifa. Los españoles organizaron la fiesta como colofón de su victoria de Alhucemas, pero temían que alguna acción enemiga pudiera empañarla. Así que mientras el jalifa, el virrey de opereta al servicio de la potencia colonial, era agasajado en su palacio de Tetuán, mi abuelo y otros muchos pringaban por las veredas del Gómara. Todo a beneficio de los fastos, aunque es verdad que por primera vez en mucho tiempo aquellos soldados se sentían victoriosos. El ejército, como cualquier grupo, estimula la solidaridad, y sentir como propio lo de todos ayuda a sobrellevar las penalidades. En cualquier caso, los moros no atacaron, y mi abuelo y los demás pudieron regresar a sus acuartelamientos sin contratiempos.
El Tetuán que vive en mi mente es el ya ido de los libros, con su medina intrincada y salpicada de plazoletas, sus cafetines llenos de legionarios y sus burdeles de primera clase para oficiales y de cualquier clase para los soldados. Así es como lo describe Arturo Barea. También es el Tetuán de la música que todavía aquí se conserva, y que trajeron consigo los andaluces (hebreos y musulmanes) a quienes los Reyes Católicos expulsaron.
A partir de ahora es, además, la ciudad acostada en la montaña. No quisiéramos que se quedara ahí, pero mi tío nos hace ver que andamos algo apretados para llegar de día a Tánger. No hemos salido temprano de Rabat y ya son las tres. Debatimos si entramos en Tetuán a comer, lo que casi nos aboca a llegar tarde a Tánger, o si seguimos adelante y paramos a comer sobre la marcha en algún lugar a medio camino entre Tetuán y Ceuta. Con todo el dolor de nuestro corazón, resolvemos volver al coche y continuar. A veces ocurre eso, en un viaje; a veces un sitio te lo tienes que saltar y de ese modo sigue viviendo en tu imaginación. A Tetuán le hacemos una promesa, que nos une a él más que haberlo visto por dentro. La próxima vez que vengamos a Marruecos le reservaremos el tiempo que necesite y nos tomaremos sin prisa un té en alguna de sus plazas.
Dejamos atrás Tetuán y por una carretera bastante transitada (sobre todo por emigrantes que vienen en sentido contrario) recorremos los pocos kilómetros que nos separan del mar. Salimos al Mediterráneo pasado Cabo Negro, a la altura de Mdiq. El sitio tiene su encanto, con la masa alta y oscura del cabo cerrando a un lado el horizonte. Vemos una terraza en la que sirven comidas y donde mi tío nos propone sentarnos a tomar un almuerzo rápido. El camarero, que nos atiende desde el principio en español, propone pescaíto. Nos hallamos en una zona turística, por cuyo aspecto bien podríamos estar en cualquier playa de Málaga o Granada; según podemos comprobar, el restaurante y la comida están en consonancia con esa impresión.
Desde Mdiq seguimos por la costa hasta Restinga. El mar, a la derecha de nuestra marcha, es un plato de color azul turquesa. Las olas apenas levantan tres dedos del agua. Esta parte del Mediterráneo está totalmente abrigada, salvo que el Levante sople fuerte, y no es ése hoy por cierto el caso. En las playas hay algunos bañistas que chapotean en el mar como si fuera un estanque, bajo la tarde radiante y perezosa.
Sobre la arena se divisan multitud de barcas, en las que reconocemos las que normalmente solemos ver en los telediarios, encalladas en las costas de Cádiz. Son las ya celebérrimas pateras, donde los marroquíes se suben por decenas rumbo al paraíso, aunque a veces vayan a parar al fondo del mar o a los Nissan de la Guardia Civil. La misma España que vino aquí a civilizarlos, ahora no quiere saber nada de ellos. La civilización es mercancía perecedera, y en todo caso se reparte sólo cuando toca y a domicilio. Ya han quedado atrás los fraternales lazos hispanomagrebíes y todas esas pamplinas. Ahora somos policía fronteriza de Europa y nos pagan por no dejar pasar el pescado entre las redes. Y ellos, los hijos del Magreb, sueñan solamente atinar a ser como su proverbio dice: Metlah er-rih fi esh-shebca . Como el viento en la red.
Paralela a la ruta se ve a trechos una vía férrea abandonada. Es la vía del ferrocarril Tetuán-Ceuta, antaño una vía estratégica del antiguo Protectorado y en consecuencia objetivo constante de los cabileños. En Tetuán sabían si el tren había pasado o no en función de si encontraban o no pescado en los mercados. Pero desde Ceuta venía no sólo la cosecha del mar, sino muchas otras cosas que en Tetuán se necesitaban imperiosamente. Por eso los trenes tuvieron que acabar armándose con ametralladoras.
Entre finales de 1924 y principios de 1925, cuando peor estaban las cosas para el tren Ceuta-Tetuán, le tocó a mi abuelo, con sus cuotas del regimiento Borbón 17, hacer la escolta y manejar aquellas ametralladoras. Cuotas se les llamaba a los soldados que pagaban por librarse de África. Y así habría debido suceder a los que iban al regimiento Borbón, que estaba acuartelado en Málaga. Pero tan pronto como destinaron a ese regimiento a mi abuelo, después de haberse pasado cuatro años en Marruecos, embarcaron al Borbón 17 en un vapor y lo mandaron a la zona de Ceuta, donde la situación era delicada. De todos (no sólo soldados, sino también oficiales y suboficiales), el único veterano de África era mi abuelo, que se convirtió en algo así como un protector de los novatos. Durante sus primeros cuatro meses en Marruecos, los cuotas tuvieron que dar el callo en el tren y se hartaron de oír silbar tiros sobre sus cabezas. Decía mi abuelo que se portaron bien, aunque al principio estaban todos cagados, como correspondía a gente de juicio. La costa de Restinga, desde donde les tiraban, es más bien árida y pre senta accidentes donde el enemigo podía apostarse bien. Los días malos debía ser un infierno, pero los buenos podía uno volver un ojo al mar y relajarse ante la vista; todo lo que pueda relajarse uno junto a una ametralladora en un nido de sacos terreros puesto encima de un tren.
Pronto avistamos Ceuta. Desde aquí abajo es un enorme peñón que se mete en el mar y que se une al continente por una escueta línea blanca. Su situación natural, mucho más ventajosa que la de Melilla, justifica sobradamente que cuando Portugal se separó de España y hubo que partir el ajuar, España insistiera en quedarse con ella. Si a la rotundidad de su peñón (el llamado monte Hacho) se une el hecho de que está en la misma boca del Estrecho de Gibraltar, el asunto no tiene ninguna duda. La carretera que nos lleva hasta allí, siempre paralela a la costa y a la vieja vía férrea, registra un nutrido tráfico de frente, en su mayoría coches europeos con grandes fardos en el techo. Ese trajín viario contrasta con la molicie que reina al lado del mar. Durante el trayecto al calor de la tarde vemos muchos campings y lugares de vacaciones (entre ellos, un Club Méditerranée), y sobre el agua los triángulos de colores de los veleros de recreo.
Más allá de Restinga se pasa junto a un viejo edificio con aspecto de estación férrea, en cuyo letrero semiborrado aún se lee la palabra española Castillejos . El nombre se lo pusieron las tropas de O'Donnell, cuando bajaron por aquí dándoles estopa a los cabileños de Anyera. A esta altura había un par de fortines, que los nuestros machacaron con sus cañones. Una de las deliciosas ventajas de la guerra de 1860 era que los moros no tenían nada que se pareciera ni remotamente a los modernos cañones españoles.
A partir de aquí, la proximidad de Ceuta condiciona completamente el paisaje. Por la vía del viejo ferrocarril español, inútil desde hace décadas, caminan decenas de personas, unas rumbo a Ceuta y otras que vienen de allí. Muchos cargan al hombro bol sas de basura de tamaño industrial, llenas a reventar de cosas que han comprado o que intentan vender al otro lado de la frontera. Normalmente se trata de lo primero. Ceuta, como Melilla, sirve de proveedora de muchos productos apreciados en Marruecos, que cada día miles de personas intentan traerse de contrabando. Cuando llegamos a Fnideq, un pueblo que se extiende a lo largo de la carretera, cerca ya del puesto fronterizo, la imagen es alarmante. Centenares de hombres, mujeres y niños pululan por la vía y por la cuneta, caminando como sonámbulos, arrastrando su carga u observando codiciosos a quienes llevan algo a cuestas. El trozo de la feliz Europa engastado en este saliente de África tiene el poder de trastornarlo todo a su alrededor. Mi tío nos dice que muchos van y vienen por la vía porque intentan no cruzar la frontera por el puesto, donde los gendarmes vigilan. Pero hay gendarmes en las calles de Fnideq, que ven pasar a los cientos de contrabandistas como quien ve caer una tempestad. No van a detenerlos a todos. Por eso, al contrario, han llegado a establecer con ellos un acuerdo sobreentendido. Cuando el gendarme deja pasar, el contrabandista le desliza un billete que el gendarme no mira. Por la noche, al llegar a casa, el gendarme se vacía los bolsillos de los pantalones y cuenta lo que ha sacado. Los sueldos de los gendarmes no son altos, y ésta es una buena ayuda que no debe de suponerles un gran cargo de conciencia. Nadie puede ponerle puertas al campo.
Las comarcas limítrofes con Ceuta viven de este comercio. Y el contrabando en general da de comer a muchos marroquíes y a no pocos gendarmes, algunos no tan inocentes como los que dejan pasar a los pequeños traficantes que vemos en Fnideq. Si se elige bien el género, y no hace falta que sea dinero, una maleta no registrada puede servir para introducir una fortuna. Una vez detuvieron a uno con varios cientos de corbatas Hermés en sus maletas. Cometió el error de intentar sobornar al gendarme diciendo que llevaba pantalones vaqueros, otra mercancía preciada, pero no tanto. La fortuna que puede dar en Marruecos el comercio, sobre todo el ilegal, es incomparablemente más rápida que la que puede obtenerse trabajando en un oficio. Para algunos, que ni siquiera tienen dónde trabajar, el trapicheo es simplemente la única forma de comer.