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A pie desde la plaza se llega en un par de minutos a la avenida Mulay Ismaíl, un paseo marítimo colgado sobre el océano que ofrece una hermosa vista. Por desgracia está pésimamente cuidado y en los acantilados junto a los que discurre se amontona todo tipo de basura maloliente. Sólo haciendo abstracción de la pestilencia se puede disfrutar de la imagen de la ciudad blanca que se extiende hasta el cabo Nador, donde todavía hoy se divisa la estilizada silueta del faro que construyeron los españoles.

Al paseo y al mar da también el consulado español, un edificio blanco de persianas azules ante el que vemos la cola de siempre para los permisos de residencia. Aquí la cola no es tan nutrida como en Rabat, por ejemplo, donde han tenido que separar el consulado de la embajada a causa de las multitudes. También cerca vemos las ruinas de un antiguo fuerte que en tiempos dominaba el puerto. Nos acercamos hasta sus muros y entramos dentro del recinto. Quedan las galerías, en dos pisos, las paredes, y un montón de escombros y basura en el centro. Por la disposición, parece como si en este solar hubiera estado instalado un hospital. Aquí, mirando el mar, podían esperar plácidamente los favorecidos con un tiro de suerte (un balazo que te dejaba inútil para el servicio, pero no te mataba) la mejoría que les permitiera regresar a la Península.

Volvemos al fin la espalda al horizonte marino de Larache, por donde llegaron nuestros cañonazos y nuestros civilizadores, y también los campesinos que como mi abuelo vinieron dócilmente a ver si los mataban o no en Marruecos. Callejeando hacia la salida de la ciudad, encontramos muchos letreros en español: tiendas de comestibles, zapaterías, talleres mecánicos. Aquí, en Larache, ya fuera porque la disposición de los lugareños era más pacífica, ya porque desde el principio hubo quien usara un poco más la cabeza que otras partes del cuerpo, nuestra presencia sirvió de algo y caló en la gente, no como en las ásperas piedras de Beni-Urriaguel. Produce algún consuelo comprobar, mirando esos humildes letreros de taller y los verdes campos que rodean Larache, que al final, en alguna parte, todo el sufrimiento y toda la sangre no fueron del todo inútiles.

2. Larache-Tetuán

Cedo el volante a mi tío, ya que en el tramo que ahora nos aguarda será de utilidad su experiencia de conductor durante más de cuarenta años por las carreteras marroquíes. Desde Larache la buena carretera sigue hasta Tánger, pero nosotros no vamos allí directamente sino dando una vuelta por otra carretera de muy inferior condición. Tomamos el camino de Tetuán, hacia el nordeste. Con ello prescindimos también de Arcila, uno de los cuarteles generales del Raisuni, que queda sobre la costa. La región en la que nos internamos, montañosa y no demasiado poblada, es la parte del Yebala donde en los peores tiempos se estableció la última línea de resistencia española. Tras ella sólo quedaban Alcazarquivir, Larache, Arcila, Tetuán y Tánger. Era una cadena de blocaos, alambradas y campos minados, ingeniada por Primo de Rivera para que Abd el-Krim no pudiera atacar las ciudades costeras y terminar de echar a los españoles al mar. Su utilidad a esos efectos, los de conservar el entonces exiguo Marruecos español, la cumplió, aunque no fue tan eficaz a los de impedir el paso de los rebeldes y de los suministros que a través de Tánger les llegaban. Una noche, como demostración, un periodista norteamericano cruzó con una partida de hombres de Abd el-Krim la presunta línea infranqueable, y lo celebraron todos corriéndose una juerga con champán en un hotel de Tánger. Casi todos los pueblos de la ruta, pequeños y aislados, tienen nombre de zoco: et-Tnin de Sidi-el-Yamani, el-Arbaa Ayacha, et-Tleta Yebelel-Habib. La carretera, llena de curvas y pendientes, está muy poco concurrida. El paisaje, por su parte, es una especie de transición entre la llanura de Larache y las montañas que se alzan en las proximidades de Tetuán. Sobre los toboganes de esta ca rretera de Larache a Tetuán experimentaremos algunos momentos de cierta emoción. Mi tío acaba de darse cuenta de que vamos casi sin gasolina. Los kilómetros se suceden sin que aparezca no ya una gasolinera, sino un simple lugar habitado. Tampoco nos cruzamos con ningún vehículo ni nos sigue nadie, lo que nos presagia alguna dificultad si la cosa no cambia pronto, y no es previsible que lo haga, según el mapa, hasta que lleguemos a la carretera Tetuán-Tánger. Aun ahí sólo nos encomendamos a una ligera esperanza, porque el pueblo más cercano está a unos diez kilómetros del cruce. Durante el último trecho mi tío deja en punto muerto el coche en las bajadas y apenas acelera en las subidas, hasta que al fin aparece ante nuestros ojos la cinta gris de la carretera que une Tánger y Tetuán. Es, por cierto, una obra de los españoles, que nunca nos habría podido parecer más providencial. Junto al cruce, flamante y tranquilizadora, se alza una inmensa gasolinera.

Los veinticinco kilómetros que nos quedan hasta Tetuán son un cómodo paseo. Atravesamos tierras de la dura cábila de los Anyera, luchadores contra España desde antiguo. Hacia el sur, a no muchos kilómetros, se encuentra Kudia-Tahar, un nombre que ha quedado vinculado a una ardua hazaña de los españoles que andaban por aquí hace setenta años. El 3 de septiembre de 1925, cuando las fuerzas de desembarco se preparaban para caer sobre Alhucemas, Abd el-Krim, dispuesto a todo menos a dejarse liquidar sin resistencia, desencadenó un ataque en los alrededores de Tetuán. Uno de los puntos elegidos para debilitar el flanco occidental de los españoles y alejarlos de Alhucemas era la pequeña posición de Kudia-Tahar. Los rebeldes se lanzaron sobre ella con el respaldo de numerosas ametralladoras y nueve cañones. Durante el primer día el campamento quedó arrasado e incomunicado, murió el teniente que mandaba la batería de la posición y casi todos los artilleros. Se consiguió reaprovisionarla a duras penas, pero al día siguiente, al romper el alba, el ene migo volvió a bombardear. Inutilizaron todos los cañones menos uno y la guarnición quedó reducida a la mitad. Ello no obstante, el jefe de la posición, el capitán José Gómez Saracíbar, del regimiento del Infante, siguió comunicando a sus jefes, a las horas establecidas, que tenían fe en el éxito. Para entonces el campamento ya sólo era un montón de escombros, rodeado de enemigos por todas partes.

Los de Abd el-Krim siguieron atacando durante toda la noche y la mañana siguiente. Algunos de los cañones enemigos estaban emplazados a menos de mil metros. Murió el capitán y el teniente que le sustituyó también se limitó a transmitir por heliógrafo que resistían. Las tropas que intentaban socorrerles, las pocas que habían quedado en el sector de Tetuán, no lograban pasar. Los suministros, agua, pan, municiones, medicamentos y tabaco, les llegaban a los sitiados por aire, pero los aviones volvían todos acribillados y a veces con el piloto malherido. Hubo más ataques, nocturnos y diurnos, y a partir del día 7 la posición se dio por perdida. El día 8, sin embargo, los poco más de treinta hombres que quedaban vivos rechazaron varios asaltos del enemigo, el último en las mismas alambradas. Y el día 9, cuando el mando comprendió que debía enviar algún socorro a aquella gente aunque fuera distrayéndolo del contingente preparado para el desembarco, el jefe de la posición contestó: "Venga o no el socorro, seguiremos en nuestro puesto mientras aliente un solo hombre de los que aquí estamos defendiendo el honor de España". Palabras de rimbombante fraseología, que adquieren sin embargo un sentido especial cuando provienen de alguien que está rodeado de muertos y heridos y cercado por un enemigo al que sabe implacable. Los soldados, que nunca escribieron heliogramas, debían pegarse sin más al parapeto, coger fuerte el fusil y apretar los dientes. Ya no les quedaba nada que perder. Las dos banderas de la Legión y el tabor de regulares enviados en ayuda de Kudia-Tahar no lograron acercarse hasta el día 12. Durante tres días los sitiados habían seguido rechazando asaltos y aguantando cañonazos y morterazos. Pero aún prometieron a quienes iban en su auxilio que resistirían como fuera hasta el día siguiente.

Fue ese día, el 13, cuando al fin los liberaron. Quedaban poco más de veinte en pie, muchos heridos, y llevaban casi diez días sin dormir. Ellos solos habían parado el ataque de Abd el-Krim; un ataque que habría podido poner en apuros la plaza de Tetuán y retrasar el desembarco, volviendo a dejar en ridículo a los españoles. La resistencia insensata de aquella pequeña posición impresiona incluso a los historiadores críticos, como Woolman, quien asegura que la resistencia de Kudia-Tahar es la prueba de que el soldado español, bien fortificado, abastecido y con la suficiente moral, podía ser superior al rifeño. Aparte de la eterna improvisación (hubo que tener cincuenta héroes donde no se había tenido la prudencia de prever un ataque), ese pequeño Álamo español demostró que episodios como Annual (donde no hubo apoyo aéreo ni columnas de socorro, ni siquiera tardías), fueron masacres evitables. Nunca fallaron los pobres soldados, sino quienes les mandaban. Aun en la guerra que odia, el soldado siempre sigue a un buen jefe.

Aparece ante nosotros Tetuán, otra ciudad blanca encaramada a la montaña. Tetuán, o Aita Tettauen ("los ojos del manantial"), también parece en lontananza una ciudad andaluza, y casi desde su misma fundación, allá por el siglo Xiv, ha conocido y sufrido la presencia española. Al final de ese siglo fue arrasada por Enrique Iii de Castilla, pero cien años después fueron otros españoles, los moriscos expulsados de Granada, quienes la reconstruyeron y la hicieron florecer. Los cristianos la hostigaron durante siglos, a causa de sus actividades corsarias, iniciadas en el siglo Xvi por la princesa descendiente de moriscos Sida al Horra, también llamada la Noble Dama y la Princesa de Xauen. Al Horra, a la sazón gobernadora de Tetuán, se alió con el fa moso corsario otomano Barbarroja, y juntos sacaron pingües beneficios a costa de las flotas portuguesa y española. Los españoles volvieron a entrar en Tetuán en 1860, cuando O'Donnell decidió matar la mosca de un incidente fronterizo sin importancia con el cañonazo de una invasión. La justificación y la gloria de aquella guerra, sobradamente hinchadas por los partidarios del general en reivindicación del orgullo nacional, la herencia de Isabel la Católica y otras majaderías, fueron ridiculizadas con ingenio por Galdós en su episodio nacional Aita Tettauen . En la novela de Galdós, uno de aquellos vocingleros belicistas, metido a cronista de la campaña, cae víctima del pánico del combate, mientras un estrafalario personaje, disfrazado de moro, penetra el primero en la ciudad y enamora a una hebrea, en una suerte de "haz el amor y no la guerra". La ocupación se mantuvo durante dos años, y tras ellos los españoles se fueron por donde habían venido; no volverían hasta 1913, cuando instalaron en Tetuán la capital de su parte del Protectorado y la sede del jalifa. También fue en Tetuán, a mediados de los cincuenta, donde se organizaron los mayores disturbios en favor de la independencia, agitados entre otros por Abd el-Jaleq Torres, uno de los conspiradores que organizaron la liberación del viejo Abd el-Krim en Port-Said.

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