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Recorremos el itinerario ya sabido, hasta Settat primero y hasta Berrechid después. Pero en lugar de desviarnos directamente hacia Rabat, seguimos rectos hacia Casablanca. Esta metrópoli de población imprecisable (hoy puede tener tres millones y pico de habitantes, dentro de un año cuatro), meca de toda la emigración interior de Marruecos y centro económico e industrial, no es precisamente un lugar al que queramos dedicar demasiado tiempo en nuestro viaje, pero tampoco podíamos saltárnosla. Casablanca (o Dar el-Beida, que significa justamente eso, "casa blanca") fue un pequeño puerto fenicio hace dos mil quinientos años, una molesta ciudad pirata en el siglo Xv y luego fortaleza portuguesa durante dos siglos. Pero hoy no es más que un monstruo de crecimiento incontrolado, con un tráfico demencial y exasperante que el viajero empieza a sufrir a bastantes kilómetros del centro. En sus afueras hay una especie de competición por ver cuál es la empresa que consigue levantar el edificio más aparatoso y horripilante, y en su interior, junto a algunas avenidas que no están mal, se alzan ampulosos rascacielos dobles cuya próxima apertura se anuncia con carteles gigantes. En uno de ellos se ve a un marroquí y una marroquí, ambos jóvenes y apuestos, hablando con teléfonos móviles y vestidos como ejecutivos de Wall Street.

En los alrededores de Casablanca hay barrios de chalés modernos y costosos, donde es de suponer que vivirán quienes vayan a trabajar a los rascacielos, y tras sus vallas se ven estacionados coches BMW, Saab o Mercedes. Pero la mayoría de los barrios del extrarradio son de monótonos bloques, a veces mejores, a veces (las más) peores, donde se amontonan los buscadores del sueño eterno de Eldorado. Sería más bien execrable hacer un repudio del impulso que conduce a este desolador resultado urbanístico, y que no es otro que la noble lucha por sobrevivir y hacer que sobrevivan los descendientes. Pero el espectáculo aturde y desalienta, por lo que tiene de burda y cruel imitación del mundo desarrollado por parte de aquél que pretende algún día estarlo.

El ejercicio de mimetismo occidentalizante alcanza su culminación en La Corniche, el gran paseo marítimo situado al oeste de la ciudad, donde se encuentran sus más concurridas playas. Vamos allí a tomar algo al borde del mar. Una vez que hemos conseguido aparcar el coche (con severas dificultades), y logramos acomodarnos (tras esperar) en una mesa de una terraza atestada, debemos reconocer que el paisaje natural es espléndido. Las playas son espectaculares, y el color del mar y el cielo, incomparable. El problema son los miles de personas que contemplamos desde nuestra atalaya, la proliferación y el amontonamiento de chiringuitos, bares, hamburgueserías, todos a reventar. Aquí no se ve apenas nada ni a nadie que no esté totalmente europeizado, y la fiebre del consumo azota con fuerza. Eso, unido a la superpoblación, resulta una mezcla mortal. Ésta es una ciudad que tiene más habitantes de los que puede soportar, y su presión, un sábado por la tarde como hoy, se hace sentir de una forma más que asfixiante. Es una lástima, porque la antigua ciudad blanca, vista desde lejos, no parece ni siquiera fea.

Nos alejamos con pena pero despavoridos del caos de La Corniche y hacemos una parada cuestionable, aunque sin duda difícil de rehuir: la gran mezquita de Hassan Ii. Dicen que ha costado al menos un par de decenas de miles de millones de pesetas, pero cuando se la ve se comprende que seguramente habrá sido aún más cara. Tiene un minarete de 172 metros de altura y eso impide hacerse una idea de sus verdaderas proporciones hasta que uno se acerca o se fija en el tamaño de las personas que ya se han acercado. Está enteramente revestid de mármol claro, con una delicada decoración de policromía en el minarete gigantes co, y el edificio lo remata una doble cubierta de tejas verdes. Dicen que dentro caben 20.000 fieles, y en todo el complejo contando el patio 80.000. Puede entrarse a visitarla a determinadas horas, pero no cuando nosotros llegamos. Desde la enorme puerta abierta (cuesta calcular la altura de esta puerta), podemos sin embargo hacernos una idea del interior. El suelo resplandece y al fondo se ven unos grandes ventanales que dan al océano. El lujo de todo llega a marear. Es difícil sentirse cercano a tal exhibición de riqueza en un país con tantas necesidades, pero debe reconocerse que el emplazamiento de la mezquita, asomada a un saliente sobre el mar, resulta inmejorable. Parece además como si le hubieran hecho espacio a su alrededor, porque el edificio aparece solo en mitad de una zona despejada, ofreciendo limpia su silueta desde cualquier ángulo sobre el inmenso horizonte marino. Gracias a eso puede apreciarse en toda su rotundidad el minarete, que en lo fundamental es una réplica en mármol decorado de la Kotubia, aunque doblando de sobra sus proporciones. Dentro de muchos años, cuando se olvide cómo se hizo exactamente, es posible que quien venga aquí pueda sentirse todo lo cautivado que no podemos esta tarde sentirnos nosotros.

Seguimos por el boulevard Sidi Mohammed ben Abdallah y por el boulevard des Almohades, por donde continúa el paseo marítimo, hasta tropezarnos con el puerto. Quería echarle un vistazo, aunque nada en él tenga mayor atractivo, por dedicarle un recuerdo a lo que aquí sucedió el 10 de octubre de 1925. Ese día, sin ninguna despedida oficial, embarcaba en el paquebote Anfa el mariscal Lyautey, artífice y organizador del Marruecos francés y responsable del desarrollo de la propia Casablanca. Él hizo de esta ciudad el principal puerto de Marruecos, se trajo arquitectos para embellecerla y triplicó su población en apenas doce años. Aquel día de octubre de 1925, el mariscal dejaba el mando a los guerreros, como Pétain, tras haber acreditado que no era tan competente en la carnicería como lo había sido en la paz. Sus máximas habían sido siempre utilitarias, pero eficaces, y respetuosas hasta donde un convencido colonialista podía serlo: «Gobernar con los mandarines, nunca contra ellos. No ofender una sola tradición. No cambiar una sola costumbre». Parece el catecismo invertido del general Silvestre y de otros audaces jefes españoles. De ellos, escribiría Lyautey: «En siete años, no han sido capaces de calmar el Rif, hasta el punto de que todos nuestros disidentes se han refugiado allí. Han hecho de él una base alemana y fomentado sin tasa el contrabando de armas. He aquí una potencia europea que no respeta, una vez más, los acuerdos que ha firmado. Los españoles han construido una caricatura de protectorado, que no responde ni a la tradición religiosa ni a la realidad marroquí. Son inútilmente crueles y políticamente ineficaces». Sin embargo, cuando le tocó ayudarles, Lyautey fue un aliado leal. En 1925 impidió al sultán Mulay Yussef difundir una carta contra los brutales métodos bélicos de los españoles.

El militar francés, que también recurrió a la mano dura cuando lo consideró necesario, supo por encima de todo dejar un buen recuerdo. Una vez, un grupo de marroquíes le aseguraron, agradecidos, que sus hijos contarían el tiempo a partir de Lyautey. Pero el mariscal no dejaba de ser un tipo problemático. El 17 de mayo de 1909, cuando era el más joven general de división del ejército francés, desalentado ante lo que él percibía como un desinterés de su país por los asuntos coloniales, tomó la decisión de quitarse la vida. Aunque no puso finalmente en práctica esta determinación, llegó incluso a dejar una carta a su familia, que entregó a su ayudante. En ella declaraba que la empresa colonial era la única razón de su existencia, que no soportaría un mando en la metrópoli y que carecía de fortuna personal que le apegara a este mundo. Y terminaba diciendo:

He perdido hace mucho tiempo las creencias religiosas en las que habría podido encontrar un refugio.

Fuera de la esfera de acción colonial y de su actividad intensa, no sería más que un residuo y una carga para todos y para mí mismo.

Creo por tanto preferible acabar en seguida. Pido perdón a mis seres queridos por la pena que les causo; que estén seguros de que se la habría causado aumentada sobreviviendo.

Pido perdón a todos aquéllos a quienes haya podido perjudicar.

Los retratos de Lyautey muestran a un hombre bajo pero de aspecto imponente, con un hirsuto cabello blanco, un mostacho decimonónico y una profunda y soñadora mirada azul (o quizá gris). Un hombre en quien coexistían la fuerza de la convicción y la fragilidad del idealismo. «Con la voluntad, cuando el objetivo que se quiere alcanzar está nítidamente definido, estoy convencido de que se acaba por dominar a los hombres y las cosas», afirmaba. Puede pensarse que su empresa (sobreponer una nación a otra) era injusta, pero no que la cumpliera con total injusticia, lo que plantea una curiosa paradoja. Desde 1923 permaneció en el cargo a pesar de sus graves problemas de salud, tras haber presentado una renuncia que no le había sido admitida. Y luego no quiso retirarse en los momentos más duros, mientras Abd el-Krim machacaba a sus legionarios en el Uerga. Cuenta Leon Gabrielli que en esos amargos instantes visitó al mariscal en Fez y lo encontró al borde de las lágrimas. Sabía que Abd el-Krim le había derrotado, y que las tácticas que antaño le condujeran al éxito habían fallado estrepitosamente frente a la revuelta rifeña. Le honra, al menos, haber intuido a tiempo el calibre del enemigo al que se enfrentaba. Ya en 1924 escribía a sus jefes de París: «Sobre nuestro frente norte se alza un campeón de la independencia musulmana… Es moderado y astuto».

Lyautey, abatido por su fracaso, llegó a sugerir que debía concederse la independencia a los rifeños. Su Gobierno, sin embargo, ya había decidido desencadenar la guerra total contra Abd el-Krim. La dirigiría, a semejanza de la guerra europea, o lo que es lo mismo, con aviones, carros de combate y profusión de artillería, el implacable Pétain, alentado por Mulay Yussef: "Desembarace a Marruecos de ese rebelde", clamaba el sultán. Lyautey, todavía Residente General, pero relegado a un segundo plano, esperó hasta la victoria de Alhucemas. Luego volvió a pedir que le relevaran, admitiendo (y debía de ser lo más duro de admitir para quien había entregado su vida a ello), que ya no era el hombre para resolver los problemas del Protectorado: «Hace falta un hombre nuevo, en la flor de la edad, que tenga tiempo ante sí, imbuido de los designios del Gobierno, gozando de toda su confianza y de la mayoría del Parlamento». Con ello reconocía saber que ya no confiaban en él, y que le mantenían sólo por la dificultad de encontrar sucesor. Esta vez el Gobierno francés aceptó su dimisión, con cuatro líneas de rutinaria gratitud.

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