Al final, mi tío debe reconocer que se ha perdido. No parece una gran idea tratar de moverse y orientarse en coche por la medina, porque su trazado no se corresponde mucho con los que un conductor está acostumbrado a administrar. En la medina girar tres veces equivale a perder casi inexorablemente la orientación. No hay dos calles paralelas o dos perpendiculares, todas son oblicuas y curvas. Preguntamos a un hombre que nos da explicaciones confusas, a otro que nos dice que es muy difícil llegar desde aquí y por último a un chaval en bicicleta que se ofrece a guiarnos. Lo que sigue es una experiencia inolvidable. El chaval de Marrakech busca su camino en el laberinto de la medina sin ser demasiado consciente de que lo que lleva detrás es un coche. Va, sin más, por donde él iría con su bicicleta. Eso nos obliga a pasar por callejas donde sólo queda medio metro a cada lado del coche, con los retrovisores recogidos. En ese medio metro caben personas de todas las edades y tamaños, burros, bicicletas, ciclomotores, carritos. Hay momentos en los que parece que no vamos a seguir avanzando, aunque todos se apartan y nadie se ofende. Sacando una mano por la ventanilla podríamos meterla en alguna de las casas. Por si eso fuera poco, cada vez hace más calor, y los lugares por los que pasamos cada vez están más dejados de la mano de Dios. Cuando ya no sabemos si llegaremos a alguna parte o pereceremos en el asador en que se ha convertido nuestro coche, el guía se vuelve y señala alborozado. Parece que un poco más adelante está la medersa Ibn Yussuf.
Encontramos de milagro un lugar donde dejar el coche. Nuestro guía se ofrece a cuidarlo, pero ya pensábamos pedirle nosotros que nos aguardara, porque le necesitaremos para salir. Así se lo dice mi tío y el chaval asiente, muy complacido.
Después del calvario para venir aquí, lo menos que puede ser la medersa Ibn Yussuf es un lugar fascinante. Y lo es. Ya impresionó al curtido viajero Ibn Battuta, que pasó por Marrakech camino de Tombuctú y la tildó sin rubor alguno de "maravillosa". Construida en el siglo Xiv y reconstruida en el Xvi, la escuela coránica de Marrakech está considerada como una de las más sublimes de todo Marruecos. Al decir esto, puede que se esté pensando en la magnificencia de su patio central, en el cromatismo de sus azulejos, en los arcos finamente labrados o en los soberbios artesonados de madera. Pero lo que ante todo nos seduce de este lugar es el recogimiento a que invita. En el patio central, junto al estanque hoy vacío, se sentaban los alumnos en torno al maestro para escuchar sus enseñanzas, aventurar sus propias opiniones y confrontarlas con las de sus compañeros. Ennoblece a los musulmanes su tendencia a sentarse en el suelo y en lugares como éste. Algún mal pensado podrá decir que pueden hacerlo porque en sus países el suelo no está frío, pero eso no es siempre verdad y dudo que sea la razón. Eladio Amigó, que vivió durante años junto a los indígenas del Yebala como oficial interventor, escribió que el argumento con que le justificaban el sentarse en el suelo era que de una silla uno siempre podía caerse. El hecho es que el hombre que se acerca a la tierra está un punto más conforme con la naturaleza que el que siempre se procura una mediación. Al entrar en las pequeñas celdas de los alumnos sospecha mos que también aquí se sentaban en el suelo. El bajo techo agobia a quien quiera permanecer a mayor altura. Todas las celdas tienen una especie de balcón, o lo que es lo mismo, una ventana que se sitúa a ras de suelo.
En diversos lugares del edificio se abren unos estrechos patios de luces que son la verdadera joya de la medersa. Podría uno pasarse media vida descubriendo las filigranas de yeso y estuco que decoran los arcos y las puertas, o los capiteles de las columnas que sujetan las vigas. Pero lo mejor es la sensación de paz infinita que proporciona acodarse en una de sus balaustradas y quedarse entre la sombra y la luz blanca que reflejan las paredes. Hay que hacer un gran esfuerzo mental para colocar este rincón propicio al éxtasis místico en mitad de la cochambrosa medina marrakchí.
Recorremos la medersa de arriba abajo, sin prisa. Nos detenemos en los patios, nos sentamos en las celdas (fresquísimas, como si afuera no existiera el calor). A una religión que levanta edificios como éste sólo para enseñar su libro sagrado hay que reconocerle cuando menos que no se lo toma a la ligera. Antes de venir a Marruecos, hemos de confesar que ni siquiera sabíamos lo que era una medersa (o madrasa, transcripción alternativa, que repele por su sonido un poco bufo en español). Cuando volvamos a España, quizá porque apenas se nos ha permitido acceder a las mezquitas, recordaremos las medersas como lo más excelso de la arquitectura marroquí.
Aunque la selección no ha sido excesivamente amplia ni parece haberle desagradado, sabemos que mi tío no es un apasionado de estas cosas y decidimos dar por terminado nuestro itinerario arquitectónico. De regreso hacia el coche, nos tropezamos con un hombre que parece un mendigo más, pero que en cuanto nos fijamos un poco mejor se nos antoja de pronto una especie de ser sobrenatural, una esencia apenas ligada a la materia de su cuerpo. No está exactamente pidiendo. Está sentado contra una pared, con las piernas recogidas y las manos (largas, oscuras, sarmentosas) unidas sobre las rodillas. Tiene una nariz de perfil aguileño, labios rectos, y una barba blanca que se afila aristocrática en su barbilla. Lleva una chilaba azul y la capucha puesta, tapándole la frente y los ojos. O lo que parecen los ojos. Al pasar más cerca advertimos que sus cuencas están vacías. De su pecho cuelga un rosario y bajo el brazo guarda una vieja bolsa de nailon, de rayas azules, blancas, verdes y rojas. Unos viejos zapatos sin cordones completan su atuendo y su aparente hacienda. No se ve más, ni aunque uno se pare, cosa que no podemos evitar nosotros y que a él no le hace inmutarse en lo más mínimo. ¿Qué hace ahí? Lo único que a uno se le ocurre viéndole es que está ahí. Está fundido con este polvoriento callejón de la medina, como el color herrumbroso de su piel está ligado al azul de su chilaba en una armonía necesaria y fatídica. Ya no vive quizá en el tiempo, que desde luego no parece ocupar sus pensamientos. Vive en el espacio, se une a él, y por eso no se mueve, no espera, no pide ninguna ayuda. Dudamos si debemos echarle algunas monedas o si sería un acto de torpeza y de mal gusto. No extiende la mano ni tiene ningún platillo, y uno apostaría a que no iba a coger el dinero del suelo. Al final cumplimos el precepto coránico y le dejamos unos dirhams entre las manos. En nuestras retinas se queda impresionada la imagen del ciego inmóvil como un mudo símbolo de la vieja Marrakech.
La salida del laberinto, siempre en pos de nuestro guía ciclista, que nos espera sonriente junto al coche, resulta ser menos complicada. Para traernos a la medersa desde el lugar donde nos habíamos perdido ha tenido que improvisar algo, pero el camino más directo desde la medersa a la plaza Abd el-Mumen lo tiene bien estudiado. Cuando nos ha devuelto a lugar conocido, le recompensamos y nos lo agradece efusivamente. Luego sale como un rayo, imaginamos que para auxiliar a cualquier otro panoli en apuros. Conviene poder encontrarse a personajes como él cuando hace falta.
Desde la plaza, donde aparcamos aliviados el coche, emprendemos una excursión por los zocos, la última por la medina de Marrakech antes de volver a la carretera. Nuestro propósito es principalmente comercial y con la ayuda de mi tío, que conoce perfectamente esta zona, compramos algunas cosas para regalar a nuestro regreso a Madrid. Los zocos de Marrakech están de lo más surtido y además abundan en ellos artículos que resultan atractivos para los extranjeros, tanto por su precio como por su factura. Son casi legendarias las alfombras, pero las dificultades de transporte nos disuaden. Compramos nuestros regalos y sólo nos concedemos un capricho personal cada uno. Eduardo se compra unas sandalias de cuero y mi hermano y yo una taguía cada uno. Después de ocho días en Marruecos, hemos podido comprobar que es el verdadero tocado de cabeza nacional (y no el fez, de más solemnidad y rango). Los marroquíes que van cubiertos, que son muchos, llevan casi todos este pequeño casquete de ganchillo, que deja pasar el aire y recoge los cabellos o encubre su falta. Da un aire humilde, y no presuntuoso como el fez, porque no aumenta la estatura sino más bien la mengua, al aplastar el pelo y marcar la forma del cráneo. Compramos el más sencillo, blanco, en un puesto diminuto que los vende de todas clases. Todos hechos a mano, trescientas pesetas al cambio. Al menos, es un capricho baratísimo.
En los zocos, a media mañana, abundan los extranjeros en actitud compradora, como nosotros. Al ver a las europeas, con sus deslavazadas indumentarias turísticas y su blancura chocante en la penumbra de la ciudad moruna, vuelve a pasarme que me ofrecen una sensación paupérrima en comparación con las indígenas que caminan a su lado. Las marroquíes marchan airosas y señoriales en sus siempre hermosas y bien puestas chilabas (aunque no siempre sean nuevas ni estén limpias). Junto a ellas, todas las europeas resultan deslucidas: las francesas mustias, las alemanas sin elegancia, las españolas fútiles. Se lo comento a Eduardo y se echa a reír. Es posible que me haya dado demasiado el sol, y que se me pase cuando vuelva a mi sitio. A fin de cuentas las apreciaciones generales casi siempre son estúpidas. Casi tanto como inevitables.
Antes de irnos de Marrakech, paramos a tomar una cerveza en el Café Les Negociants, en un chaflán que da a una avenida de la ciudad nueva, ya en el camino de Casablanca. Mi tío dice que siempre paraba aquí cuando venía a la ciudad por asuntos de trabajo, hasta hace algunos años. No tiene nada especial, salvo sus grandes toldos extendidos sobre la acera, y sin embargo le pasa lo que a tantos cafés de Marruecos. Uno se siente a gusto desde el mismo momento en que se sienta. Pedimos cerveza Flag, la marca nacional. La sirven en unas botellas achatadas y tiene un sabor fuerte. Con ella paladeamos nuestros últimos minutos en Marrakech. Después viene el palmeral, con el que se prolonga la despedida de la ciudad. En cuanto el palmeral acaba, aparece la masa montañosa del Ybilet y ya sólo nos queda deshacer la ruta que hicimos ayer.
Paramos a comer en Benguerir, en un lugar donde tienen una parrilla para asar carne. Mi tío escoge las piezas con intransigente meticulosidad. Mientras esperamos a que nos las hagan, oímos la música de raí que escupe a todo volumen el desvencijado radiocassette de unos vecinos de mesa. Son un par de mujeres que no llegarán a los treinta años y un chico de unos diez. La mujer que parece gobernar el aparato está repantigada en una silla con los sucios pies subidos en otra, y mira al frente con obstinación. Por un segundo se cruzan nuestras miradas y la suya parece decir que si me molesta la música ya me puedo ir fastidiando, porque no la piensa bajar. Luego vuelve a mirar al frente. Por mi parte no me importa que no baje el volumen, porque me gusta su música. De hecho lamento que se vayan. Mientras puedo estar saboreando la carne recién asada y escuchando la música argelina, el soleado mediodía de Benguerir me parece un intermedio ideal. Me acuerdo de lo que dejó escrito Michel Vieuchange, un viajero europeo a Smara, la misteriosa ciudad del sultán azul Ma el-Ainin: «Me gustan estos días, estas paradas en las que cada momento es precioso, donde todo lo que hago cuenta».