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En este puerto de Casablanca embarcó el mariscal un día de octubre, para no volver a pisar Marruecos. Su barco hizo escala en Tánger, pero no llegó a bajar. En Marsella le recibieron sólo algunos amigos, y en su domicilio de París no le aguardaba más documento oficial que un requerimiento de la hacienda francesa. En 1929 se retiró a Thorey, en Lorena, donde cultivó su nostalgia de África. En el granero de su casa hizo construir un salón marroquí, con alfombras y divanes. Desde Thorey, donde murió en 1934, lo trajeron a Marruecos para ser enterrado. Lo sepultaron en su amada Rabat, imagino que en el mismo cementerio que a mi abuelo, pero ya no está allí. Ahora descansa bajo la cúpula de los Inválidos, lo que uno se atreve a sospechar que su alma no prefiere.

Abandonamos Casablanca. Atravesamos la ciudad, con sus ruidosas avenidas que imitan las de las grandes ciu dades de cualquier parte. Vemos al pasar la catedral del Sacré-Cöur, un templo demasiado moderno, pero no del todo desdeñable. Tardamos un buen rato en llegar a las afueras y desde ellas, tras cruzar barrios y polígonos sin cuento, a la autopista. Una vez aquí, ya sólo nos queda una hora para llegar a Rabat. Transcurre plácidamente, mientras el sol se pone al otro lado del mar que nos acompaña a nuestra izquierda. Al fin, a lo lejos, aparecen las colinas y los bosques familiares de Rabat.

Por la noche, no muy tarde, vamos a cenar todos juntos a un sitio donde la especialidad es el kebab. Por consejo de mi tía pedimos un plato típico marroquí, la harira . Es una sopa con tomate, apio, perejil, cebolla, algún garbanzo o lenteja, huevo escalfado. También admite fideos o arroz y se le echa harina para espesarla, pimienta y gran cantidad de especias. El resultado es muy energético, quizá hace que uno entre demasiado en calor en agosto, pero está muy sabrosa. Es lo primero que suele comerse al caer el sol durante el ayuno del Ramadán. Los solteros que no tienen quien se la prepare (y que tampoco saben preparársela, una mayoría), salen a esa hora rumbo a los restaurantes. El Ramadán, contra lo que podamos pensar allende el Estrecho, es un mes de fiesta. Cuando llega la noche y puede romperse el ayuno, la calle se llena de gente, y todas las cenas son una celebración.

– Donde la torre Hassan casi no se cabe -cuenta mi tío-. La explanada está llena de gente que va a rezar, y que luego se queda por allí, hablando con los amigos o paseando hasta tarde.

Pensamos que sería cosa de venir un mes de Ramadán a Rabat, para mezclarse en la fiesta. La alegría marroquí, tal y como pudimos vivirla en Alhucemas, es pacífica y consciente. Uno teme que en nuestro avanzado país del norte la alegría popular ya sólo sabe ser dañina o embotada, que no se sabe qué es más desolador.

Por la noche, mis primas nos han preparado una singular excursión por el ambiente de Rabat. Es sábado por la noche y todo estará en su apogeo. Para empezar, nos llevan al pub Jumanji, lo último de lo último en su categoría. Hasta tal punto, que es un pub en el que hay que reservar mesa. Lo cierto es que el local está puesto a todo trapo. En los frescos acrílicos de las paredes están representados todo tipo de animales, o al menos todos los que salen en la película de la que el pub ha tomado el nombre: tigres, leones, rinocerontes, monos. Están pintados con colores vivos, muy vistosos. Entre ellos, advertimos una presencia que casi resulta cómica: un cuadro del rey con un oscuro traje de chaqueta (es la ley; incluso aquí, donde queda chusco, deben ponerle). En el Jumanji puede beberse cualquier clase de bebida alcohólica, a precios que asustan, y lo regentan unos tipos altos, muy simpáticos y bien vestidos que saludan a mis primas con confianza. A la puerta hay un negro capaz de partirnos en dos a los tres españoles puestos el uno a continuación del otro. La música es la que se podría pedir en cualquier pub a la última (o quizá a la penúltima). Éxitos norteamericanos, británicos, franceses, y alguno de los bombazos de este mismo verano. En el Jumanji se cuidan los detalles.

Lo más interesante, sin embargo, es el panorama humano. Son los chicos bien de Rabat (no pueden ser menos, si tienen para pagar lo que vale una copa, que es mucho incluso para nosotros). Ellos llevan tejanos de marca, impecables americanas, camisas de fantasía, o bien camisetas de tirantes para lucir los hombros. Ellas visten pantalones ajustados, minifaldas de infarto, escotes espeleológicos, y van maquilladas como showgirls . Causa una cierta turbación verse rodeado de toda esta belleza amenazante y morena en el angosto espacio del pub. Poco después de nuestra llegada se nos une una amiga de mis primas, que por cierto no se queda demasiado atrás en cuanto a indumentaria respecto del resto de la concurrencia. Mis primas, y no es que no se hayan arreglado, parecen un par de monjas en comparación.

Una vez que el grupo está completo, tres hombres y tres mujeres, podemos dirigirnos a Cinquiéme Avenue, la discoteca de moda. Tienen la precaución de no dejar entrar a un solo varón que no lleve compañía femenina. Y cuando estamos dentro, comprendemos por qué, como comprendemos la indignidad con que un par de sujetos, antes de entrar, les han mendigado a mis primas y a su amiga que finjan que van con ellos. Por mucha modernidad que pueda verse ya hoy en las calles de Rabat, no basta para dar crédito a lo que sucede en la discoteca. Bajo sus luces, humos y demás parafernalia (nada especial, como cualquier discoteca), se agitan consumados travoltas e interminables bailarinas a las que no cuesta nada encontrarles cualquier parte del cuerpo y casi cualquier centímetro de piel. Nos tropezamos con todo tipo de osadías: vestidos de leopardo, corpiños de cuero, maillots rosas, camisetas ajustadas sin sostén.

No hay una sola mujer que no sea marroquí, pero entre los hombres hay algunos europeos. Advertimos, por cierto, que salvo alguno que ya se ha metido en la pista a ver qué cae, los otros tres o cuatro observan apartados y solos. Es muy posible que la prohibición de entrar sin compañía femenina rija sólo para los indígenas. Uno de los europeos bailones, bastante desmañado como tal (los buenos bailarines son todos chavales morenos y de pelo ensortijado), se acerca a una de las marroquíes más potentes, que no le hace en principio muchos ascos. Ya puede intuirse cuál es el juego que aquí se juega. El europeo, a quien deslumbra la pantera africana que se contonea en la noche de Rabat, tiene sus propios recursos, ya que no el baile, para embaucarla a ella.

La música, ensordecedora, da para mucho. Suenan todas las canciones olvidables, más alguna que sobrevive a ese destino, I will survive o Don't go . Pero en general se prefiere la rabiosa actualidad, con sus ritmos frenéticos que no siempre están mal traídos. Justo cuando estamos deleitándonos con una de esas canciones ínfimas en las que florece alguna pizca de talento, ataca por sorpresa el ruido denigrante (increíble pero cierto) de Macarena, versión special dance . La pista de Cinquiéme Avenue se convierte en un delirio, y aunque normalmente no podríamos soportar el espectáculo, esta notable congregación de rabatíes consigue que la fuerza estética del momento sea poderosa. Es curioso hasta dónde hay que venir a veces para reconciliarse con la bajeza nacional.

Una de mis primas y su amiga entran en la pista, y después de ellas mi hermano y Eduardo. La verdad es que apetece abandonarse, meterse en mitad del ruido y del desorden, a cualquier riesgo. Pero mi otra prima no baila y me quedo para hacerle compañía. Somos los dos únicos casados. Ella tiene un marido en Canadá y yo una mujer en Madrid, así que guardaremos la compostura (aunque me cueste cuando oigo el comienzo de una canción de Cheb Khaled, también muy celebrada por el público). Mi hermano y Eduardo se desahogan a gusto, y si tuvieran más tiempo (y no sé si ganas), diríase que no encontrarían grandes dificultades para cosechar una marroquí rompedora. Especialmente mi hermano, que es larguirucho y baila con bastante donaire. Mis primas, malvadas, le señalan a una con los lustrosos pechos morenos apretados en un ceñido corpiño. Según ellas, no para de mirarle. La marroquí puede ser una muchacha de veintidós o veintitrés años. Tiene el pelo corto y unos portentosos ojos dorados.

Es preferible apurar eso, la extraña y juvenil belleza del instante. Es mejor no pensar (pero saberlo, y además recordarlo) que Marruecos también es esto, unas atrevidas muchachas que esperan con ansiedad que alguien venga a salvarlas y que dudosamente serán redimidas. El patoso bailón europeo, compruebo poco después, ya tiene su garra pegajosa puesta en la cintura de una larga garza morena.

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