– En la kasba viven muchos europeos ricos. Gente mayor, sobre todo. Es un sitio muy tranquilo y el clima aquí en Rabat es suave.
Desde luego, como lugar de retiro no tiene precio. Es gracioso a su modo que la vieja ciudadela de los piratas que saquearon los barcos de Europa durante siglos sea ahora refugio de jubilados europeos. Desde estos bastiones avizoraban los centinelas la llegada de posibles atacantes y el regreso de las naves propias cargadas con el botín de sus correrías. Cuentan que el último barco que abordaron, en mil ochocientos y pico, fue un barco del imperio austrohúngaro, en mitad del Mediterráneo. Veinte años antes, Domingo Badía había sacado la impresión de que ya sólo quedaban en Rabat cuatro o cinco capitanes preparados para llevar navíos de gran porte. Lo del barco austrohúngaro pudo ser la postrera hazaña de alguno de aquellos capitanes, y a fe que resulta un bello colofón para una república de piratas berberiscos. Hoy es posible que algún jubilado austríaco vigile desde la Kasba de los Udaia la llegada de otras naves. Es otra clase de amenaza y otra clase de reducto. Se me ocurre que hay un momento en la vida en el que uno debe considerar con rigor cómo quiere que sea la luz que vea y el aire que respire antes de morir. No es una decisión cualquiera, porque quizá sea ése el momento en el que menos apetezca tener alrededor un ambiente deprimente. Puedo comprender a quienes vienen a retirarse aquí. Si yo fuera un europeo del norte, elegiría probablemente terminar bajo esta luz africana y este aire oceánico de la Kasba de los Udaia.
Tomamos un té a la hierbabuena en una terraza de la kasba que da a la ría y a Salé. La tarde está en ese punto perfecto de color y temperatura en el que uno se siente a gusto, sin la más mínima perturbación. Es uno de esos instantes en los que uno querría que se quedaran congeladas sus sensaciones, uno de esos trozos perfectos de verano de los que se alimentan todas nuestras nostalgias invernales. Las luces de Salé empiezan a encenderse, mientras la brisa atlántica acaricia la piel y los pulmones. Nuestros vasos de té reposan sobre una mesita azul y nosotros estamos sentados en un banco de obra cubierto de pequeños azulejos y en taburetes también azules. Nos atiende un camarero con fez rojo, rápido y dicharachero, que nos transmite con cada uno de sus ademanes esa sensación de sutil agasajo que produce la hospitalidad musulmana. No se tiene sensación de exotismo, sino de familiaridad.
Antes de volver a casa, vamos a comprar algunas provisiones para la cena y para la jornada de mañana en Marjane, un gran hipermercado al estilo occidental que es el gran atractivo comercial del momento para los habitantes de Rabat. Tiene una explanada de aparcamiento, carritos de alquiler, una larga fila de cajas, estantes donde se vende de todo, desde jerseys hasta cervezas. En suma, es un hipermercado perfectamente anodino, perfectamente europeo. Según nos cuentan mis tíos, los fines de semana se pone de bote en bote, lleno de familias que acuden aquí como si fueran a un parque de atracciones. Uno no puede evitar constatar este éxito del modelo americano de consumo con una sensación contradictoria. Por un lado, su fealdad resulta indiscutible, en contraste con el colorido y la gracia de la Rue des Consuls en la medina de Rabat, sin ir más lejos. Por otro, la gente termina por elegir siempre lo que más le conviene, y los rabatíes, abandonándose al impulso de venir aquí, no son menos prácticos que los europeos. Resulta casi abyecto defender el tipismo pese a sus desventajas, pero aterra pensar que en el futuro el mundo puede ser una constelación de hipermercados rodeados de ciudades cuya única función sea proveerlos de clientes embobados.
A la salida del hipermercado nos encontramos con un europeo que una de mis primas le señala a mi tía. Va acompañado de una mujer y un par de niños, también europeos. Después, en el coche, averiguamos el motivo de tanta atención. El hombre en cuestión, un español que trabaja en una empresa también española que tiene negocios aquí en Marruecos, sale con una compañera de trabajo de mi prima, que no es por cierto quien iba ahora con él. El hombre es mucho mayor que la compañera de mi prima, y le ha prometido matrimonio, pero desde hace una semana pone pretextos para no salir con ella. La escena del hipermercado lo hace cuadrar todo. Ha debido venir a verle su mujer desde España, y durante el par de semanas que pase aquí seguirá esquivando a su amiguita marroquí. Luego volverá a llamarla, le regalará algo y la mantendrá engolosinada mientras tenga que permanecer en Marruecos. Cuando eso acabe, desaparecerá sin más. Es algo frecuente en los extranjeros que vienen a vivir aquí durante una temporada. Se aprovechan del ansia de salir de la mujer marroquí, que la conduce a ver en un europeo un posible salvoconducto hacia la libertad y la fortuna. Pero la mujer marroquí está educada para no con sentir mucho si no es con la promesa de matrimonio, y el interés de los mercenarios europeos no es pasear a la luz de la luna por la kasba. Cuando prometen casarse, pueden hacer algo más. El truco es suficientemente sabido, pero las mujeres marroquíes no dejan de caer en él. El deseo y la esperanza son demasiado fuertes.
Durante la cena nos cuentan otras historias curiosas de la vida cotidiana en Rabat. Uno de los mejores amigos de mi tío es un hebreo casado con una española, un tipo de temperamento singular, cuyas andanzas resultan sustanciosas. También nos cuenta mi tío anécdotas de los clientes que tiene entre la colonia de extranjeros. En Rabat hay muchos, entre los del cuerpo diplomático, los jubilados que aquí buscan refugio y los empleados de grandes empresas. Como mañana vamos a Marrakech, surge el tema de la homosexualidad, habitual reclamo de cierto turismo y de ciertos extranjeros que se instalan en el país y especialmente en esa ciudad, famosa por su tolerancia al respecto. Mi prima nos cuenta un chiste que circula a propósito de una promoción de Coca-Cola. En las chapas de las botellas vienen diversas partes de una motocicleta: una rueda, el manillar, el motorista. Quien las junte todas, gana un ciclomotor. El chiste dice que un marrakchí junta todas las partes y va a recoger el premio a la televisión. Cuando le traen el ciclomotor, el premiado sigue esperando, impasible. Pasa medio minuto y al ver que no traen nada más, el marrakchí exclama, defraudado:
– ¿Y el chico? Según mi tío, no es sólo Marrakech el destino de los homosexuales europeos. Hay bastantes en Rabat. Muchos viven en buenas casas, con varios sirvientes, y conoce el caso de alguno que ha enviado a sus mancebos marroquíes a estudiar a Francia. Luego los antiguos efebos se casan, tienen hijos y viven con cierta prosperidad en Europa, desde donde vuelven cada verano a Marruecos para visitar con su familia al benefactor. Éste pasa a ser una especie de abuelo venerado por todos. Algunos de estos extranjeros legan toda o parte de su fortuna a sus ex amantes marroquíes, que en ocasiones tienen que disputar judicialmente con los hijos del testador.
Por la noche vamos con mis primas a una especie de club en las afueras. Es como una gran discoteca decorada en el estilo que estaba de moda en España en los años setenta o principios de los ochenta. Tiene un gran balcón que da a la ría, desde el que se divisa toda la ciudad y se atisban las luces lejanas de Salé. Eso es lo mejor del local, así que buscamos una mesa cercana para poder disfrutar de la vista. No hay demasiada gente en la sala, apenas una treintena de personas. Son en su mayoría parejas bastante envaradas, ellos muy acicalados y ellas envueltas en vestidos pasados de moda. No hay mucho más ambiente nocturno en Rabat, un jueves por la noche y relativamente tarde como es hoy. Pedimos whisky y gin-tonics , que nos cuestan cantidades astronómicas. Nos los trae un camarero cachazudo, que parece conocer a mis primas y que nos trata con deferencia.
Suena el reggae de Bob Marley en los altavoces, canciones que hacía siglos que no oíamos. Mis primas nos cuentan el relativo desánimo en que están sumidas. No es para menos, porque lo cierto es que la sociedad marroquí no es un edén para la mujer. Hasta 1995, el equivalente del código civil marroquí prohibía a las mujeres trabajar sin autorización del marido. Y hasta 1993 existía junto al divorcio la repudiación unilateral, una disolución del matrimonio ejercitable por el marido por sí y ante sí. Aunque ahora es necesario comparecer ante un juez para formalizarla, el marido sigue teniendo la iniciativa y la potestad intacta. Una potestad que es además reversible: antes de la repudiación definitiva, el marido tiene derecho a instar la reunión de los cónyuges. Si la mujer se niega entonces a acudir, puede ser castigada por abandono de hogar. Así se produce la paradoja de que las mujeres trabajan en profesiones respetadas como la abogacía o la medicina, e incluso son directivas (por la mañana hemos pasado por un banco donde la directora era una mujer), pero cuando vuelven a su casa se convierten en un ser subalterno con los derechos disminuidos. Lo más notorio sigue siendo la poligamia, admitida para el hombre, aunque poco practicada, y castigada en la mujer.
La opinión de la mujer marroquí sobre ese desequilibrio puede venir representada por lo que dice la escritora y abogada marroquí Fadela Sebti. Para ella, la poligamia es una institución anacrónica, válida para los nómadas árabes del desierto de la época de Mahoma, pero infundada, además de injusta, en una sociedad como la marroquí actual. Ya no existe la necesidad que había entre aquellos nómadas, que andaban siempre guerreando y a quienes interesaba por razones de estabilidad social que las viudas fueran desposadas, muchas veces por sus cuñados, para no perder su posición. Es sintomático que una de las narraciones de esa autora relate un adulterio cometido por despecho por una mujer marroquí de posición acomodada. Y es significativo que tras la experiencia la mujer se sienta aún más pisoteada que antes.
A juicio de otra escritora local, Nadia Chafik, pese a la apariencia de modernidad que se desprende de la indumentaria y del estilo de vida de muchas mujeres marroquíes, la realidad es que esas mujeres, y sobre todo las que triunfan, se encuentran doblemente explotadas. La perspectiva singular que aporta Chafik, cuyo retrato representa a una elegante y atractiva mujer bereber de treinta y cinco años, consiste en sostener que la mujer marroquí no puede ni quiere imitar los modelos feministas europeos, con lo que trastornaría toda la organización social de siglos. Para ella no se trata de romper con todas las tradiciones para copiar indiscriminadamente las maneras de las francesas. Es singular que incluso en la reivindicación feminista el orgullo nacional y la sangre bereber se resistan a abandonarse al deslumbramiento de Europa. Pueden envidiar la independencia de las europeas, pero algo hace que se sientan espiritualmente superiores.