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En todo caso, Marruecos no es el lugar donde a una mujer se le ofrecen mejores perspectivas en el mundo, y mis primas, que tienen pasaporte español, intuyen que tarde o temprano tendrán que marcharse. No les gustan los hombres marroquíes, que les parecen retrógrados y anticuados, e incluso reniegan de la manera en que sus compatriotas se comportan por el mundo.

Para mi prima mayor, no es extraño que los marginen, por su falta de educación y de conocimiento. Mis primas, comprendo al oír eso, son una mezcla problemática de europeas y africanas. Han vivido en España, hablan con soltura de nativas tres lenguas y alguna otra decentemente. Sin duda el conflicto es en ellas más acusado que en sus compatriotas, y sin duda les resulta más difícil que a éstas encararlo con frialdad y distanciamiento.

Regresamos a casa de madrugada. A lo lejos se dibujan bajo su potente iluminación la torre Hassan y el mausoleo de Mohammed V. También las murallas del palacio real están iluminadas por los focos que apenas sobresalen del igualado césped que hay a sus pies. Por las desiertas avenidas de Rabat pasa de vez en cuando un coche a toda velocidad, invadiendo el carril contrario y saltándose todos los semáforos.

– Borrachos -dice mi prima mayor-.

Ésa es otra, no saben beber, sólo emborracharse como borricos.

Las dejamos en casa y volvemos al hotel. Esta noche ya sólo quedan en el vestíbulo convertido en bar los últimos restos de la celebración. Una mujer aburrida que está junto a un hombre somnoliento nos mira con curiosidad y un punto de descaro. Pienso que en todos los lugares son a menudo las mujeres las que ven, mientras los hombres duermen.

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