A la entrada de la ciudad, llegando desde la costa, vemos un edificio de aspecto bastante siniestro. Mi tío nos explica que era una cárcel.
Y una cárcel bien dura. Ahora hay una nueva.
No queremos imaginar cómo debía de vivirse dentro. Recordamos involuntariamente a los vendedores de hachís de Ketama y al guía ilegal de Fez.
Comemos en casa, un rato que dedicamos sobre todo a actualizar las noticias familiares. Durante la sobremesa vemos un poco la televisión, un rito que creíamos ya olvidado. En casa de mis tíos hay parabólica orientable a varios satélites y es posible ver casi cualquier cadena del mundo. De España les llega a veces la televisión normal, pero la mayor parte del tiempo tienen que contentarse, para su infinita desdicha, con el canal internacional de la televisión pública. Con eso pueden ver el telediario y están más o menos al tanto de lo que ocurre en el país. Pero el resto de la programación es de un sadismo casi inconcebible. Podemos comprobarlo en un avance de programación que incluye, entre otros tormentos, culebrones, concursos y zarzuela.
– Menuda mierda -dice una de mis primas, indignada-. Condenaría al que elige los programas a vivir en el extranjero.
Por la tarde vamos con mi tío y mi prima menor a visitar la necrópolis de Chellah, al sudeste de la ciudad. Es un recinto de sólidos muros, al que se accede a través de una formidable puerta amurallada flanqueada por dos curiosas torres almenadas de planta octogonal. La necrópolis ocupa el lugar de la romana Sala, cuyas excavaciones pueden verse sólo desde lejos, sobre la ladera descendente que queda encerrada en el interior del gran perímetro amurallado. La fortaleza actual data del siglo Xiv, pero la zona había sido antes cementerio de los sultanes benimerines y Abu Yusuf Yacub había hecho levantar en ella una modesta mezquita. De ella hoy sólo quedan algunos restos, tras haber sido destruida por un terremoto. Paseamos entre sus muros semiderruidos y podemos admirar algún arco con restos de policromía y el diminuto minarete rematado por un gran nido de cigüeñas. También vemos la medersa, con su pequeño estanque central para ayudar a la meditación, y junto a ella los muros de las celdas de los estudiantes y las bien conservadas letrinas. Pero quizá el lugar más sugerente de la necrópolis es la tumba de Abu el-Hassan, el "Sultán Negro". Es una pequeña estancia de la que apenas quedan en pie un par de muros. En el suelo hay dos lápidas estrechas y alargadas, como suelen serlo las musulmanas. Una es la del sultán y la otra la de su esposa europea convertida al Islam. No he podido averiguar de dónde era exactamente esa mujer cristiana que en el siglo Xiv vino a ser sultana de Marruecos y acabó enterrada en Chellah. La curiosidad reprimida e insatisfecha se traduce en una extraña sensación ante su tumba.
También en Chellah hay un lujurioso jardín regado con las aguas del manantial Ain Mdafa, que surge en la propia necrópolis. Está bien cuidado y proporciona un gran alivio refugiarse en la profundidad de su sombra impenetrable. En el lugar mismo del manantial hay una pequeña piscina en la que nadan enormes anguilas negras. Entre las aguas se ven restos de los huevos que les echan para alimentarlas. Corre la leyenda de que el agua del manantial tiene propiedades mágicas y también de que las anguilas son sagradas. Cerca hay un oratorio en el que dicen que rezó una vez Mahoma. Nadie puede asegurarlo, pero la sola leyenda valió para que peregrinar aquí fuera en tiempos sustitutivo de la peregrinación a La Meca. Los marroquíes combinan siempre la credulidad ante las leyendas con su inmediata explotación pragmática.
Después de Chellah hacemos una rápida visita al museo arqueológico, donde completamos lo que vimos en Volúbilis. Los mejores tesoros de la antigua ciudad romana están aquí, y entre ellos sus célebres bronces: el Efebo que sirve una bebida , el Perro de Volúbilis y el delicado Efebo coronado de hiedra , la auténtica joya del museo. También hay bustos y estatuas de Juba II, el romanizado soberano del reino bereber de la Mauritania, instaurado en el norte de África tras la caída de Cartago. El museo no es demasiado grande, apenas una especie de caserón blanco de un par de plantas. Querríamos verlo todo con más detenimiento, pero hemos llegado justo cuando estaba a punto de cerrar. No hay más visitantes que nosotros y los vigilantes nos están haciendo el favor de mantenerlo abierto más allá de la hora. Les damos las gracias y una propina y salimos a la calle con el recuerdo fugaz y amalgamado de esas raras piezas de la sensibilidad clásica que quedaron olvidadas bajo la tierra de la Berbería.
Tenemos intención de hacer algunas compras y con ese pretexto aprovechamos para conocer la medina. La medina de Rabat no está tan primorosamente encalada como la de Xauen, pero tampoco es tan angosta, oscura y medieval como la de Fez. Abundan los comercios más o menos modernos y las joyerías, que recorremos en busca de alguna pulsera de oro para las mujeres que aguardan nuestro regreso. Las joyas de oro en Marruecos son macizas, y su precio no viene marcado de antemano pieza a pieza, sino que se determina tras pesarlas en la balanza en función de la cantidad de metal. Dicen que esto tiene que ver con la manera tradicional de guardar las mujeres marroquíes sus ahorros: los convertían en oro que llevaban siempre encima. La liquidez de este rudimentario instrumento financiero era sin embargo suficiente, porque en Marruecos el oro se compra y se vende con facilidad y su precio está muy ajustado. Al final compramos una pulsera de las más finas, que son las únicas que no valen una fortuna. No es un oro de una pureza extrema, pero el trabajo resulta meritorio.
Una de las calles más destacadas de la medina de Rabat es la Rue des Consuls. Es una calle peatonal, algo más ancha que las demás, y va desde la Gran Mezquita de los Andaluces hasta la Kasba de los Udaia. Toda su longitud está ocupada a ambos lados por las tiendas más diversas. A la caída de la tarde, cuando la recorremos, hay un intenso tráfico de transeúntes. Observándolos, confirmamos la impresión que dejara escrita acerca de los habitantes de Rabat de 1804 el catalán Domingo Badía: "Son vi vos, inteligentes y mucho más especuladores que los de otras ciudades". Nos llama por otra parte la atención una imagen peculiar que se repite varias veces: una pareja de hombres jóvenes que caminan cogidos de la mano. Mi prima nos asegura, muy divertida, que no son mariquitas (usa esa palabra). Es una costumbre que tienen aquí los amigos. Entre otras cosas, sirve para no separarse cuando se atraviesa una calle ocupada por la multitud.
Hemos quedado con mi tía y mi prima mayor ante la Kasba de los Udaia, en el extremo septentrional de la ciudad. Esta alcazaba o ciudad fortificada, que se levanta exactamente en el lugar donde estaba la rábida de donde viene Rabat, data en su mayor parte del siglo Xii. Debe su nombre a una tribu árabe bastante belicosa y levantisca, que tras un largo periplo por el norte de África, desde el Sáhara hasta Fez, fue expulsada de esta ciudad y acabó por instalarse en la vieja fortaleza almohade, que tomó desde entonces su nombre. La kasba fue desde el siglo Xvii, cuando se instalaron en ella los moriscos expulsados, el centro de la república pirata del Bu Regreg o de las dos Salé (la Vieja, hoy Salé, y la Nueva, hoy Rabat). Disponer de este magnífico bastión asomado sobre el Atlántico contribuyó a extender la fama de irreductibles de los corsarios de Salé. Las potencias europeas, hartas de sus correrías, tenían que resignarse a soportarlas y hasta hubieron de negociar con los piratas, porque ninguna se consideraba en condiciones de tomar su invulnerable fortaleza. Incluso el sultán, que se anexionó formalmente la república del Bu Regreg a mediados del siglo Xvii, se vio forzado a reconocerle amplia autonomía y a no nombrar más que un delegado nominal.
La kasba es quizá el sitio más privilegiado de la ciudad. Encaramada a un acantilado, asomada al océano y a la ría, desde ella se tienen las mejores vistas de Salé y de la propia Rabat. Junto a ella está el cementerio de el-Alu y los jardines Andaluces, lugar de paseo y esparcimiento frecuentado por los habitantes de la capital del reino. Cuando llegamos, a la caída de la tarde, abundan los paseantes y los que simplemente descansan sentados aquí y allá. El paisaje humano en Rabat es variopinto, mezcla de modernidad y tradición como la ciudad misma. Por la acera uno se cruza con mujeres vestidas a la vieja usanza marroquí, con chilaba de un solo color hasta los pies, capucha puesta y arreglada sobre la cabeza y pañuelo cubriendo la mitad del rostro. Pero también es posible, y nos sucede, tropezarse con mujeres que llevan tejanos y tops ajustadísimos, y que lucen el ombligo y sus eventuales opulencias con notable desembarazo. Y una tercera posibilidad, cada vez más frecuente, es la de las integristas islámicas, que también se apartan de la costumbre ancestral marroquí pero adoptando un atuendo bien distinto: chilaba o túnica hasta las rodillas, pantalones anchos y pañuelo en la cabeza tapando todo el cabello, hasta la raíz. Aunque llevan la cara descubierta, usan calcetines para cubrir el tobillo y no se ponen nada de oro, sólo plata. En los hombres también son perceptibles estas tres variaciones, pero en ellos las diferencias son menos acusadas.
De momento, todas las alternativas conviven pacíficamente, cada uno elige la suya y nadie le reprocha nada a nadie. Pero es notoria la aprensión con la que se observa el auge del islamismo radical. Pese a la represión oficial, se extiende como la pólvora, sobre todo en amplias zonas de las grandes ciudades, que fueron siempre lo más avanzado de Marruecos. Y se producen paradojas como la que nos refiere una de mis primas a propósito de una conocida suya, de posición relativamente acomodada, cuya familia se ha unido al nuevo fanatismo islámico. Mientras está en Rabat lleva obedientemente el atuendo prescrito, pero en cuanto se sube a un avión para ir a Europa se mete en el aseo y allí se pone sus pantalones más apretados y su blusa más provocativa y se maquilla con furia.
Entramos en la kasba por Bab-el Udaia (la puerta de los Udaia), un robusto añadido a la alcazaba originaria que data probablemente de la época de Yacub al-Mansur, el constructor de la torre Hassan. Recorremos unos exquisitos jardines y nos internamos en la kasba. Es un trazado irregular de estrechas calles empinadas que se entrecruzan entre casas blanqueadas con esmero. El suelo está adoquinado y limpísimo, como en uno de esos pueblos andaluces donde las mujeres lo barren todas las mañanas. El aire de la kasba es en efecto genuinamente andaluz, en algunos aspectos muy semejante al de Xauen, vestigio incuestionable de los moriscos españoles que aquí se instalaron. Sin embargo, hay también algunas diferencias importantes. De vez en cuando se abre un trozo de horizonte entre dos edificios, y entonces aparece el azul del Atlántico o el ocre de las murallas tras las que se extiende el paisaje urbano de Rabat. La kasba parece una ciudad separada de la ciudad, con su propio ritmo vital, bastante más apacible y reflexivo. Mientras paseamos por las calles vemos, a través de algunas ventanas, interiores de casas lujosamente decorados. Mi tío nos explica: