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Le pido a Hamdani que se lo agradezca y que le diga que tenemos bastante. El rifeño asiente y sigue con su animada perorata. Siempre riendo y gesticulando ceremonioso con las manos vuelca su elocuencia sobre Hamdani, que le escucha con una especie de resignación. Causan un curioso contraste los dos marroquíes, el norteño rubio y el sureño de cabellos y ojos oscuros. Aunque esta vez no les separa el idioma, porque este rifeño habla un árabe fluido, uno tiene toda la impresión de que no se entienden demasiado, como si pertenecieran a mundos distintos que coexisten a prudente distancia.

– Dice que les ofrece su casa para pasar esta noche -condensa Hamdani otros cinco minutos de charla.

– ¿Su casa?

– Sí, su casa. Dice que es grande, que hay sitio para todos.

– Le habrá dicho que tenemos reservado hotel en Alhucemas.

– No. No sabía si les apetecería.

– No estaría nada mal, dormir en Tafersit -fantasea Eduardo.

– Si quieren le digo que sí -ofrece Hamdani.

– No creo que sea buena idea -dudo-. ¿Usted qué opina?

Hamdani se encoge de hombros.

– A saber quién es y a qué se dedica -observa, escéptico.

– Dígale que muchas gracias, que tenemos que seguir a Alhucemas.

Nuestro conductor desgrana con su árabe lento nuestro agradecimiento y nuestra disculpa. El rifeño insiste un poco, pero pronto levanta las manos, se golpea los muslos y se levanta. Desaparece un momento en el interior del bar y después se despide efusivamente. Nos desea buen viaje, nos repite que su casa es nuestra casa, etc. Con su hijo siguiéndole camina despacio hacia su coche, que resulta ser uno de los Mercedes. Diez minutos después, cuando tratamos de pagar la cuenta descubrimos que ya la ha pagado él. ¿Y éstos son los ariscos rifeños con los que amenazan las guías?

Desde Tafersit, ya con el estómago lleno y el té disuelto en la sangre, recorremos los ocho kilómetros que nos separan de Midar. Aquí nos reincorporamos a la carretera general y a la civilización, después de nuestra fugaz incursión por el Rif profundo donde perdura la huella de las viejas cábilas guerreras. Al volver a la ruta principal el paisaje pierde algo su dureza y una parte de su atractivo, pero también tiene su interés. Midar es un pueblo típico de carretera, extendido a ambos lados de la costura de asfalto que separa y une sus dos mitades. A la entrada hay un arco con la estrella de cinco puntas, el símbolo del reino. Mientras pasamos de un extremo a otro, y quizá porque ya son algo más de las cinco de la tarde, el pueblo está algo más concurrido que los anteriores. Llaman especialmente la atención las mujeres jóvenes que van andando por la cuneta, sin prisa, descubiertas y sin mostrar en absoluto esa actitud sumisa y retraída que la idea común asigna a la mujer musulmana. Llevan la cabeza alta y si se las mira devuelven desafiantes la mirada. Eso nos sucede con una muchacha de dieciocho o veinte años que pasea sola. Tiene unos ojos deslumbrantes, que nos escrutan orgullosos bajo los cabellos que lleva revueltos sobre la frente. No en balde advertía Gonzalo de Reparaz que en Marruecos había que dejar a un lado "la necia tradición española de piropear a las mujeres". Las montañesas siempre fueron famosas entre las marroquíes por su audacia y por su falta de remilgos. No los tiene desde luego esta brava rifeña, que pasa indiferente delante de uno de esos grupos de hombres ociosos e inquietantes que tanto abundan en Marruecos.

Se acaba Midar y la carretera vuelve a extenderse ante nuestros ojos. Son sesenta o setenta kilómetros de montañas hasta Alhucemas.

Nos acomodamos en nuestros asientos y Hamdani pone música marroquí. Resulta relajante.

6. Una evocación de los hombres a la orilla del Nekor

Antes de iniciar de verdad la subida, la carretera pasa por los pequeños pueblos de Tlat-Azlaf, Kassita y Talamagait. A partir de aquí, hay que empezar a exigirle al motor para que remonte las dificultades de la cadena de puertos que nos vemos obliga dos a salvar. La cima de este macizo montañoso es el Kech-Kech, de 1.metros de altura. Uno se pregunta, viendo los impresionantes paredones rocosos, cómo ese insensato de Silvestre creyó alguna vez que podría llevar a sus pobres soldados hasta Alhucemas, cruzando esta inexpugnable muralla natural. Habrían sido cuarenta kilómetros de desfiladeros, suponiendo que siempre pudieran encontrar un paso, cuestión que en modo alguno podían asegurarle los pésimos mapas de que disponía, "de pura inventiva", como alguien llegó a calificarlos. O a lo mejor pensaba ir escalando todas las montañas, en un sube y baja constante. Lo cierto es que a Alhucemas sólo podía llegarse como al final se llegó, desembarcando desde el mar. Y habría que esperar todavía cuatro años para que el ejército español estuviera en condiciones de ejecutar una operación de ese calibre.

Cuando llegamos a la cima del último puerto, una visión espectacular se ofrece a nuestros ojos: el valle del río Nekor. En este valle, estrecho y encajado entre las montañas del Rif central, se encontraban algunas de las tierras fértiles que servían de reserva a los sublevados contra España. Y en la bahía donde desemboca el río estaba Axdir, el cuartel general de Abd el-Krim. Al fondo se ve la superficie reluciente del embalse que forma el Nekor en la presa que hoy recuerda al caudillo, la presa Mohammed ben Abd el-Krim El Jatabi. Es un dudoso homenaje, ya que el régimen actual de Marruecos nunca tuvo muchos deseos de que volviera del exilio, por temor a que estimulara los deseos de los independentistas rifeños. El viejo rebelde se entrevistó con Mohammed V en 1960 y con Hassan II en 1962, cuando los dos monarcas, padre e hijo, visitaron El Cairo. Y se dice que Mohammed V le invitó a regresar a su tierra, a lo que Abd elKrim se habría negado alegando que no volvería mientras en Marruecos quedaran soldados extranjeros (por los franceses y españoles que seguían en territorio marroquí). Pero por lo que sabemos, el viejo resistente rifeño era muy crítico con la Constitución de la renovada monarquía alauita, que no hacía al soberano responsable ante sus súbditos. Y en cuanto al verdadero aprecio que el régimen guarda por su recuerdo, pudo comprobarlo no hace mucho su sobrino Omar el Jatabi, cuando intentó en 1996 celebrar en Axdir un seminario en honor de su tío por el 75 aniversario de Annual. El seminario fue prohibido.

La carretera desciende rápidamente hacia el puente que atraviesa el río y que lleva su mismo nombre. En cuanto al Nekor en sí, su cauce es muy ancho, pero con el estiaje, que ahora está en su fase más aguda, el agua sólo transcurre por el centro. Con todo, es el río más importante que hemos visto hasta ahora, y en sus riberas hay numerosas plantaciones. Destaca el maíz, que ponen a secar sobre los techos planos de las casas y que algunos hombres asan y venden en los márgenes de la carretera.

Una vez que la carretera toma la dirección paralela al río, circulamos bajo una sombra continua y refrescante. Cuando no son los árboles, las propias montañas nos defienden del sol de la fiera tarde rifeña. A eso se une una suave brisa cuando pasamos junto al embalse, que al principio y hasta que no vemos la presa parece sólo una plácida laguna azul. Este valle era la retaguardia, donde los beniurriagueles descansaban de las escaramuzas con los españoles. Según cuentan los cronistas, era raro que un combatiente rifeño pasara más de dos semanas seguidas en el frente. Cuando estaban cansados volvían a casa para reponerse y también para atender sus campos. Los españoles que tenían enfrente, por el contrario, pasaban meses y meses encerrados en sus fuertes, mal alimentados y a menudo enfermos, sumidos en una fiebre constante.

Mientras seguimos el curso del Nekor, pienso en lo que rara vez muestran los libros de historia. Más allá de las batallas, las ofensivas y las líneas del frente, cómo vivían y morían los contendientes de a pie. Quiénes y cómo eran los hombres que en aquella guerra se enfrentaban.

Ellos, los rifeños, eran para empezar bereberes (o beréberes). Sobre el origen de la palabra hay controversia; los más la hacen proceder del latín barbarus , y señalan que los bereberes se llaman a sí mismos imazighen ("los hombres libres"). Según el antropólogo americano David M. Hart, bereber es una palabra con la que se alude más a una lengua que a una raza, pero a estos efectos podría identificar a los rifeños como blancos de lengua camita, descendientes de pueblos agrícolas y sedentarios del Neolítico, venidos quizá de próximo Oriente o quizá de la misma Península Ibérica. Eran bastante puros, porque las invasiones árabes trajeron al Rif más influencia religiosa y filosófica que genética. Entre el Kert y el Nekor también se hablaba más bereber que árabe. Sin embargo, es de destacar que el propio nombre que se daban los beniurriagueles, los rifeños de Alhucemas, ya no era el bereber Ait ("pueblo de") sino el árabe Ben " ("hijo de"). A medida que se iba hacia el oeste había tribus más arabizadas, hasta llegar al Yebala, donde la arabización lingüística era casi completa. Los yebalíes eran mucho más abiertos y flexibles, en todos los aspectos. Las tribus de las montañas, en cambio, habían permanecido bastante celosas de su propia identidad a lo largo de los siglos, sin mezclarse nunca con los distintos invasores, cuyo poder sobre el Rif fue siempre muy relativo.

Su organización política tradicional era bastante difusa. Había un caíd o jefe de tribu, que estaba en relación con los cheijs o jefes de fracción, quienes a su vez estaban en relación con los chiujs o jefes de poblado. Los cargos eran electivos, aunque en algunas familias importantes se daba sucesión de padres a hijos. El caíd, especie de general y gobernador, no reconocía ninguna autoridad superior, pero tampoco su propia autoridad era demasiada en tiempo de paz. No podía exigir tributos y sólo se mantenía en el puesto si no molestaba excesivamente. Sólo en caso de guerra se reforzaban los poderes. Entonces el caíd reunía en yemaa o asamblea a los poblados y reclamaba armas y hombres ofreciendo en contrapartida el futuro pillaje. A continuación se formaba la harka, un ejército eventual de soldados accidentales. El resto del tiempo se vivía "en república", esto es, haciendo más o menos lo que cada uno quería.

A esta aversión por la autoridad se unía el carácter belicoso. Los niños eran adiestrados en el manejo del fusil desde edades tempranas, y también se les enseñaba a cuidar y casi amar su arma. Según la religión tradicional rifeña, los demonios o yenun no pueden dañar a quien tenga consigo un trozo de metal; de ahí el apego a la fusila , como ellos la llamaban. Ruiz Albéniz, que vivió entre ellos, escribió que eran astutos, oportunistas y crueles, y que admiraban al estoico ante la crueldad, no al que se compadecía. Decía además que siempre andaban merodeando, que nunca eran francos y que se aprovechaban de quien sí lo era. Y citaba a uno: "Tú debías estar fuerte, tú debías tener armas, moro estar falso como mula, pasar mano con caricia por lomo, y cuando aparecer contento, pegarte patada". Antes de venir a Marruecos hablé por teléfono con mi abuela, que se vio obligada a transmitirme una advertencia que parece abonar esta idea: "Ten cuidado, que tu abuelo decía que los moros eran muy jodíos . Aunque para ser del todo justos, tampoco faltan, entre los propios españoles, testimonios de la fidelidad de los indígenas que lucharon junto a ellos en las filas de los Regulares o la Policía, y que a menudo arriesgaron sus vidas para retirar a las bajas españolas bajo el fuego enemigo.

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