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Sea como fuere, los propios moros de Tetuán afirmaban que los beniurriagueles eran feroces y traidores, y que por una peseta eran capaces de degollar a uno. Cierto es que abundaban los asesinatos, a tiros y mediante envenenamiento, y hasta se decía que el varón que llegada la época de casarse no había matado a nadie no era un hombre. El urf , o costumbre rifeña, abocaba al homicidio, porque no permitía lavar las ofensas con dinero, según la costumbre musulmana. Ello no obstante, la avaricia de los rifeños resultaba al parecer considerable ("gente pobrísima y codiciosa" los llama Gonzalo de Reparaz) y apreciaban mucho el dinero español, siempre que tuviera la efigie de un rey adulto; las monedas de Alfonso Xiii niño las rechazaban, igual que las republicanas. De éstas decían que «mukera no poder estar rey». La mujer era lo último, tras el fusil, el caballo, los hijos e hijas y el ganado. En el Rif las mujeres eran las que trabajaban, porque el trabajo se consideraba indigno; un hombre sólo debía guerrear, sestear y cantar. También eran bastante perezosos en cuestiones religiosas cumpliendo con el Islam de manera muy laxa e interpretando a su manera muchos de sus preceptos. Sólo rezaban dos veces al día, por ejemplo, en lugar de las cinco prescritas. Por el contrario, duraba en ellos siempre el odio y la gratitud: así como nunca se sentían humillados al pregonar el favor recibido, su orgullo y su vanidad les impedían perdonar a quien les desairaba.

Una descripción del carácter rifeño no quedaría completa sin referirse a sus cualidades como guerreros, que en parte resultaban sorprendentes al lado de las anteriores: su austeridad, su capacidad de sufrir y su valor. Después de tantos siglos de vivir en una economía de subsistencia, podían pasar con muy escasa comida. Tenían una dieta vegetariana: higos secos, pasas, almendras, pan, leche cuajada y tajine (una especie de cocido oleoso). Su único manjar era la miel de mejorana, que Franco se hacía llevar a Madrid todas las semanas en su época de dictador. Solían ir rapados y vestían chilabas pardas que les servían de camuflaje y a la vez de despensa durante el combate. El atuendo se completaba con una camisa de lana, serual (pantalones bombachos), rezza (turbante) y alpargatas de esparto. Las heridas se las curaban poniéndose telarañas encima y tenían una gran resistencia física. En cuanto al valor en combate, se derivaba de su filosofía vital, en la que una exis tencia corta no sólo estaba asumida, sino que era preferible a una larga. Y sabían que los europeos tenían pánico a la muerte, por lo que los despreciaban y los consideraban inferiores; especialmente a los españoles, que además eran unos pobres andrajosos en comparación con los franceses o los alemanes. "No hay un solo hombre en el Rif que dude que él y sus hermanos, con sus rústicos Remingtons y 100 cartuchos por barba, pueden hacer frente a cualquier ejército que se envíe contra ellos", escribió un británico en la Gazette de Tánger. Algo tenía que ver, sin duda, la tradición musulmana de la yihad , o guerra santa. Según el Corán, el guerrero musulmán sólo puede huir si el enemigo cuenta con más del doble de hombres. Por debajo de eso, debe luchar hasta morir.

Este coraje, sumado a su única pero poderosa lealtad, la que les unía a la tierra que era suya y nadie más podía tener, daría una combinación mortal que los hermanos Abd el-Krim encauzaron hábilmente. Resulta bastante aleccionador repasar algunos de los comentarios que los rifeños inspiraron entre los europeos. "Son salvajes y sin ley, pero la mayoría unos deportistas completos y capaces de gran devoción y fidelidad" (sir John Drummond-Hay, diplomático británico)."Los admiro y los aprecio, pero disparo contra ellos en cuanto los veo" (oficial francés anónimo). "Para pacificar o conquistar el Rif, tendríamos que empezar por no dejar un rifeño" (Maura).

Maura no andaba descaminado. En la lucha los rifeños buscaban siempre la ventaja táctica, tratando de no reunirse en grandes grupos y de mantener una movilidad constante para sorprender siempre en emboscadas a sus adversarios. Pero cuando les tocaba resistir lo hacían hasta el final. Muchos legionarios franceses y españoles murieron degollados en sus puestos de centinela por rifeños desnudos que se deslizaban untados de grasa al amparo de la noche. Cuando eran esos mismos legionarios los que asaltaban las posiciones rifeñas, tenían que rematar con frecuencia a sus defensores a machetazos, porque heridos y aun moribundos no dejaban nunca de disparar.

Los españoles que tuvieron que enfrentarse a estos hombres fueron definidos de una forma demoledora por el sargento Arturo Barea: "Una masa de campesinos analfabetos al mando de oficiales irresponsables". Miguel Martín, en su crítico libro sobre el colonialismo español en Marruecos, se refiere además al descontento con que casi todos ellos acataban el alistamiento. Cuando lo acataban. En 1923, en el puerto de Málaga, un grupo de reclutas se negó a embarcar hacia Africa. Se amotinaron y terminaron matando a su sargento. Martín resume así el sentimiento de aquellos hombres: "¿Por qué tenemos que civilizarlos si no quieren ser civilizados? ¿Educarlos a ellos, nosotros? No sabemos leer ni escribir, nuestros pueblos no tienen escuelas, dormimos con la ropa puesta, comemos cebolla y mendrugo de pan, trabajamos de sol a sol, reventamos de hambre y de miseria, el amo nos roba y si nos quejamos la Guardia Civil nos muele a palos. ¿Qué vamos a enseñar a los rifeños, si somos tan miserables como ellos?". Para algunos, como José Zulueta, la comparación era incluso favorable al moro, "que por su existencia brava e independiente es de condición moral muy superior a las muchedumbres cristianas, envilecidas por el vasallaje y la servidumbre". En lo más oscuro de la guerra, un sentimiento de impotencia e inferioridad se apoderó de los españoles. Este sentimiento tuvo una culminación humorística en la frase que gritó en 1924 un soldado recién licenciado, al volver a pisar la Pe nínsula: "¡Viva el mar!". Según él era la mejor arma de España, porque sólo gracias a él los rifeños no estaban ya en Vizcaya.

El caso es que a Africa, salvo cuando la cosa se puso tan fea que hubo que echar mano de todos, sólo iban los desgraciados, hecho que no redundaba en una gran popularidad de la guerra ni de la milicia. Como escribiría alguien tan poco sospechoso de antimilitarismo como el general Mola: «Data de muy antiguo el desafecto de las clases humildes de nuestra sociedad hacia los organismos armados. Este desafecto tiene, hasta cierto punto, una justificación, pues siempre fueron ellas las que en mayor escala contribuyeron a satisfacer el tributo de sangre durante las continuas y no pocas veces disparatadas guerras; las que más directamente sufrieron los estragos de los desmanes de la soldadesca en marcha o estacionamiento; las primeras en tocar las consecuencias dolorosas de las derrotas, sin que en ningún caso les alcanzasen los beneficios de las victorias». Los diversos y sucesivos sistemas por los que los pudientes se libraban y los demás se pudrían en Africa conducían según Mola al absurdo de que "la obligación de defender la Patria con las armas era mayor en quienes nada tenían que perder que en quienes tenían algo que guardar". No es extraño que en vísperas de operaciones las prostitutas baratas, que eran las que podían pagarse los soldados, doblaran su tarifa habitual de dos a cuatro reales. Todos querían coger entonces las enfermedades que contagiaban, para librarse de la escabechina. Tampoco debe sorprender que los hombres que formaban las cerradas filas que veían los oficiales y los jefes durante sus arengas, y que tan emocionadamente describen Franco y otros, mascullaran «hijo de puta» y «cabrón» entre viva y viva al rey o a la patria.

Aquellos soldados no sólo eran pobres y analfabetos, sino que muchos de ellos apenas habían recibido instrucción castrense. Su equipo era malo, gracias a la enorme corrupción y al bandidaje que se practicaba en el seno de la intendencia militar, y hasta los fusiles estaban descalibrados. Alguien calculó que en Annual lo estaban el 75 por ciento. Desmoralizados, mal entrenados y armados, tenían que enfrentarse a unos hombres a quienes enardecía estar luchando por su tierra, que conocían palmo a palmo el terreno y que llevaban quince o veinte años manejando y mimando su fusil. Cuando los cuerpos de los atemorizados reclutas españoles todavía no se habían hecho al uniforme y seguían echando de menos las ropas campesinas, les ordenaban medirse con aquellos demonios, a quienes alguien llegó a definir como "la prolongación viva de un arma de fuego". Los soldados inventaron un nombre para los tiradores moros: "pacos ", temible palabra que después acabaría haciendo fortuna y que se debía al ruido que hacían los fusiles del enemigo en los desfiladeros del Rif (pakko ). A despecho de pacos y punterías, podría objetarse que la inferioridad individual de los combatientes siempre puede suplirse con una superior dirección. Para eso, teóricamente, estaban los oficiales.

Salvo honrosas excepciones (como las que representan el coronel Morales y otros aplicados observadores de la sociedad indígena, como los capitanes Capdequí y Amigó), los oficiales españoles de la época, que tanta influencia terminarían teniendo en la historia del siglo, eran individuos irreflexivos y profundamente ignorantes de la ciencia militar, que habían entrado en las academias con catorce o quince años y habían recibido un amasijo de ideas trasnochadas sobre el heroísmo y el valor castrense. Su ejemplo eran los oficiales que antes de ellos, jugándose temerariamente su propia vida y las de sus hombres, habían conseguido encadenar ascenso tras ascenso en acciones cuya utilidad nunca estaba demasiado clara, pero que siempre acreditaban abundancia de cojones . Muchos de ellos estaban pues firmemente convencidos de que sólo tenían dos caminos, la muerte prematura o el fajín de general. Así lo escribió y lo puso en práctica el que terminaría sobresaliendo por encima de todos ellos, el comandante del Tercio Francisco Franco. Como otros oficiales, Franco siempre despreciaba el fuego enemigo. Aunque en su juventud había sido gravemente herido, en adelante tuvo una suerte increíble, la baraka que no le abandonaría hasta el otoño de 1975. Otros no la tuvieron. En una ocasión en que el futuro Caudillo estaba imprudentemente expuesto al fuego junto a Millán Astray, dos ayudantes y un abanderado, los cinco fueron acribillados por los moros. Franco resultó ileso, pero los dos ayudantes y el abanderado murieron y Millán Astray sumó otra de sus aparatosas heridas. En la campaña de 1909, un capitán de cazadores estaba de pie bajo el fuego enemigo, recriminando a sus soldados por agacharse. Murió de pie. El enemigo, apunta sarcásticamente Ruiz Albéniz al referir la anécdota, estaba tumbado.

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