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El Mediterráneo que vemos ya al final de la carretera, como una borrosa mancha azul que rebosa sobre el horizonte. El camino resulta bastante duro para nuestro utilitario, y Hamdani debe reducir la velocidad. Ésta es una de las carreteras que en el mapa viene marcada con línea discontinua ("carretera intransitable en ciertas épocas del año") y a fe que hace honor a esa precavida representación gráfica. Mientras los bajos del coche van golpeando en los socavones, recuerdo las duras palabras que en el informe Picasso se dedican a la irresponsabilidad de establecer aquellas dos absurdas posiciones costeras, que no defendían nada y que ni siquiera servían para recibir aprovisionamientos por barco, dado lo impracticable de los caminos que las unían con Annual. La ruta sigue siendo hoy igual de áspera. Respiramos aliviados cuando al fin divisamos al fondo unos campos labrados, unos árboles y unas pocas casas blancas. El letrero llama al lugar Tazaghine, y no Tizirhine. Las transcripciones de los nombres bereberes son siempre inciertas. Desde lejos parece un sitio relativamente próspero, para estar en este rincón dejado de la mano de Dios. No sólo es el verdor que destaca en medio de los relieves abruptos y amarillentos que la rodean. También hay algunos edificios de varias plantas en construcción. Quizá sea éste otro reducto de los mercaderes de hachís.

La impresión cambia al entrar en las calles del pueblo, si es que puede llamarse así a las sendas de tierra que separan las casas. Somos los únicos que circulamos por aquí y seguramente los primeros europeos que ven en algún tiempo. Los niños sentados a la sombra de los porches nos señalan, los hombres nos miran pasar suspicaces, las mujeres siguen a sus cosas. Atravesamos el pueblo siguiendo lo que parece el camino correcto; al menos no deja de descender y es el mar lo que vamos buscando. Percibo que Hamdani se preocupa. Resulta evidente que no llevamos el coche indicado para esta aventura. Le pregunto si cree que es mejor volver.

– Podemos seguir un poco más, pero si empeora mucho no creo que debamos continuar. Puede que bajemos, pero no sé si subiremos.

Al llegar a una plaza, para y se apea para preguntar a unos parroquianos. Le reciben con bastante amabilidad, como siempre se saludan entre sí las gentes de Marruecos. Charlan durante varios minutos. Todo parece estar en orden, pero al otro lado de la plaza unos sujetos taciturnos nos observan. Aunque procuro no ser aprensivo, se me ocurre que quizá nos hemos aventurado demasiado. Estamos a unos cuarenta kilómetros de la carretera principal, que ya desaconsejaban nuestras guías para turistas timoratos.

Son cuarenta kilómetros de caminos pésimos, que no pueden desandarse así como así, y desde luego, no deprisa.

Al fin Hamdani vuelve al coche.

– Dicen que el camino empeora luego -resume lacónicamente su conversación con los lugareños-. Si quieren vemos cuánto.

Asiento con la cabeza, débilmente, y seguimos bajando. Al cabo de cinco minutos llegamos ante una rampa larga y pronunciada por la que viene ascendiendo con grandes dificultades un camión todoterreno del ejército. Cuando llegan a nuestra altura, Hamdani los saluda y cruzan unas palabras.

– Dicen que quedan todavía dos kilómetros hasta el mar -traduce-. Que es como la rampa y después aún peor.

Hamdani parece estar dispuesto a despeñarse si nos apetece, pero nos persuadimos de que es una tontería jugar a quedarnos atrapados en la pista de Tazaghine. La próxima vez habrá que venir en un 4X4, aunque tendrá que ser tan alto y recio como el camión militar, porque no parece que uno de esos 4X4 de diseño que circulan por Madrid tuviera tampoco ninguna oportunidad de salir airoso de la prueba. Le digo a Hamdani que nos volvemos. Podríamos pedirle que nos esperase aquí y tratar de acercarnos andando hasta el mar, pero ya vamos bastante retrasados sobre el horario que teníamos previsto. A veces, aunque le fastidie, el viajero debe simplemente desistir.

Volvemos sobre nuestros pasos y a la salida de Tazaghine, cuando estamos de nuevo sobre el pueblo, nos detenemos un momento para contemplar el horizonte marino. Queríamos llegar hasta este borde costero del Rif porque aquí cuentan que sucedió uno de los hechos más extraños y conmovedores que trajo el desastre. Tras el abandono y la retirada de Annual, miles de cadáveres españoles quedaron sobre el campamento y en los desfiladeros cercanos. Entre ellos, Abd el-Krim sospechaba que podía estar el de su amigo el coronel Morales, quien además de alumno suyo de árabe y chelja había sido su jefe y protector en la Oficina de Asuntos Indígenas de Melilla. Cuentan que durante horas Abd el-Krim buscó entre los muertos, deseando no encontrar al coronel entre ellos. Pero allí estaba. Cuando al fin lo descubrió, Abd el-Krim rompió a llorar, le cerró los ojos y ordenó a sus hombres que le rindieran honores militares. Después lo hizo depositar en un ataúd de cinc y envió un mensaje a Melilla, a su también antiguo amigo el coronel Riquelme. En él le comunicaba que el cadáver del coronel Morales estaba a disposición de su familia y que sería entregado a los españoles para que le dieran sepultura de acuerdo con su religión y con la consideración que merecía. Hay que recordar que los cadáveres del resto de los españoles se pudrieron al sol durante meses, hasta que la lenta y penosa contraofensiva fue recuperando los sitios donde habían caído y sus compatriotas enterraron los huesos ya polvorientos. Por no hablar del cuerpo de Silvestre, decapitado, descuartizado y repartido como trofeo por las cábilas.

El Alto Comisario Berenguer ordenó que se cumplieran las instrucciones de Abd el-Krim para la entrega. La escena tuvo lugar en las costas de Sidi-Dris, tras las alturas que ahora contemplamos a la izquierda de Tazaghine. El ataúd que contenía los restos del coronel Morales fue recogido por el Laya , cuyos tripulantes narrarían después asombrados lo que habían visto. Mientras un pelotón de la policía indígena se hacía cargo del cuerpo, los rifeños, perfectamente formados, presentaban armas. En lo alto del acantilado se podía distinguir a un moro solemne, algo grueso y de no mucha estatura, que a ratos observaba y a ratos dejaba vagar su mirada triste sobre el mar. A todos les impresionó la gravedad de aquel hombre, sin duda notable, aunque estaba solo y sin escolta y vestía sencillamente, con la chilaba parda y el turbante blanco de los Beni-Urriaguel. El moro triste del acantilado era Abd el-Krim, y los marineros del Laya fueron de los pocos españoles que pudieron posar sus ojos sobre él durante toda la guerra. Quién sabe si en aquel momento, con la vista nublada por las lágrimas y el corazón dolorido por la muerte de su amigo, el jefe rifeño no sintió el desgarro de haberse puesto para siempre enfrente de aquel país al otro lado del mar, en cuya gente y en cuyos propósitos había creído en su juventud. Nunca se olvida del todo aquello a lo que uno ha entregado sus afectos juveniles, y hay que considerar que Abd el-Krim había ido a la escuela de los españoles en Melilla. Otro tanto podía sentir su hermano Mhamed, que décadas después, en el destierro, se acordaba todavía con nostalgia de los días vividos en la Residencia de Estudiantes de Madrid. Los dos hermanos, lo dirían siempre, no pretendían sino incorporar a su pueblo al progreso que Europa representaba, sin aceptar, eso sí, que los europeos los avasallasen. Pero el Laya se llevó los restos de Morales y la lucha siguió sin cuartel.

Cumplido el recuerdo, retrocedemos hasta Annual. Una vez allí, buscamos la bifurcación que lleva hacia Tensamán. Pero en esta ocasión, escarmentados, preguntamos en una especie de bar que hay en la encrucijada antes de enfilar hacia ese destino. Nos dicen que la carretera ha quedado en muy malas condiciones después de las lluvias de la primavera, y que nos costará mucho llegara Alhucemas por allí. La distancia es muy corta y el rodeo alternativo bastante largo, como tres veces más, pero no nos fiamos de la resistencia de nuestro frágil Seat. De modo que volvemos hacia Ben-Tieb y antes de llegar tomamos el desvío de Tafersit para atajar hacia la carretera general. Ya es bastante tarde, casi las cuatro, y todos tenemos sed y hambre. Decidimos parar en Tafersit.

Tafersit es un pueblo pulcro y despejado. Como en otros muchos del Rif, en la calle principal se alinean edificios blancos de poca altura con profundos soportales cuya sombra permite huir del calor. Las puertas de persiana de los establecimientos son celestes, como las columnas que sujetan los arcos. Nos sentamos en una terraza y pedimos refrescos y té. La comida es el pan y el queso en porciones que compramos en Ben-Tieb. El queso resulta bastante malo, pero el pan es magnífico. En días sucesivos nos aficionaremos al pan de Marruecos. No es el pan tradicional. Los primeros españoles que llegaron al Rif hablaban de un pan de centeno seco y estropajoso, que desgarraba la garganta al tragarlo. Cuando los rifeños probaron por primera vez el pan blanco de trigo se volvieron locos, y se nota que les gustó porque han aprendido a hacerlo con maestría.

Tenemos enfrente la mezquita, un edificio inmaculado con una torre alta de muros encalados y aristas enfoscadas en un color arena suave. Parece bastante nueva y con capacidad para numerosos fieles. En la calle hay un par de BMW y algún Mercedes nuevo. Parece que Tafersit dispone de algunas riquezas, y también aquí resultan muy lejanos los días en que el general Silvestre desplegaba sus avanzadas o el siempre activo comandante Franco enviaba de razzia a sus legionarios. A mediados de 1921, los aviones De Havilland de Zeluán (los mismos que luego incendiarían sus propios mecánicos) bombardearon el pueblo, en uno de aquellos ingeniosos e inoperantes escarmientos que de vez en cuando se le ocurrían a Silvestre para ablandar a los indígenas.

De pronto se nos acerca un moro joven. Nos mira a los tres y por alguna razón indefinida me escoge a mí. Me tiende la mano. Naturalmente, la estrecho. La tiene áspera, y mientras la siento entre mis dedos busco con los ojos los suyos. Entonces me percato, primero, de que los tiene de un color verde oliva muy claro, y segundo, de que se trata de un muchacho con alguna deficiencia mental. Sacude varias veces mi mano, sonriendo, y a continuación repite el ritual con mi hermano y con Eduardo. Después de eso, alguien nos saluda desde una mesa vecina. Es un rifeño de entre cincuenta y sesenta años, de aspecto bastante simpático. Tiene el pelo muy corto y rubio y los ojos del mismo verde oliva pálido que el chaval.

Le toca a Hamdani hacer de intérprete, y lo hace como siempre, cambiando largas parrafadas con el otro que se traducen en sucintos resúmenes para nosotros. Parece que el hombre nos invita a tomar alguna otra cosa.

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