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El 8 de octubre de 1927, cuando los rifeños ya habían sido derrotados por la alianza franco-española y el peligro había pasado, el rey Alfonso Xiii, obedeciendo quién sabe qué impulso, vino a pasearse por las ruinas carbonizadas de Annual. Sus tropas habían reconquistado el lugar año y medio antes, el 20 de mayo de 1926, un lustro después de la masacre. Supongo que durante aquel paseo el monarca pensaría ante todo en su destino histórico, y en que había cumplido al fin el testamento de su lejana predecesora y ascendiente Isabel la Cató lica, que encomendó a sus sucesores que no cesaran "de la conquista de Africa e de puñar por la fe contra los infieles". A este respecto, no falta quien precisa que el Africa a la que se refería la moribunda reina era Argelia, Túnez y la Tripolita nia (por donde de hecho guerrearía poco después su albacea político, el cardenal Cisneros), ya que entonces Marruecos se consideraba asunto de Portugal, con el que a la sazón se mantenía un delicado equilibrio. Ajeno en todo caso a estas sutilezas históricas, el rey Alfonso plasmaría sus convicciones de digno heredero de la gloriosa reina en la leyenda de la medalla de la Paz Marroquí, que creó por un Real Decreto de 21 de noviembre de 1927: "España, siempre dispuesta a toda empresa de civilización universal, contribuyó a la de Marruecos con la preciosa sangre de sus hijos y el oro de sus arcas. El triunfo de sus armas y la cultura de su método constituyen los cimientos de esta gran obra de humanidad". Era ésta una medalla muy bonita, quizá la más bonita de las que tenía mi abuelo. Las ruinas vergonzosas de Annual, por las que el rey se paseó aquel día de octubre, recordaban un mal tropiezo en esa gloriosa empresa, una pesadilla que después de seis años de guerra y miles de muertos más quedaba por fin enterrada bajo las mieles de la victoria. No debió de importarle que fuera una victoria tan grotesca como aquélla, alcanzada con un inmenso despliegue de medios por dos poderosas naciones de Europa contra unas cuantas tribus de las montañas del Rif. También es posible que aquel feliz día de octubre Alfonso se acordara de su viejo amigo Manuel Fernández Silvestre, a quien había animado en su borrachera bélica y que había muerto como un perro aquí mismo, por su propia mano o a manos de aquellos salvajes. Los muertos siempre quedan atrás, y más los muertos infelices y macabros como Silvestre, pero los Borbones siempre fueron sentimentales y es posible que el rey, antes de abandonar este lugar inhóspito para no volver jamás, deslizara una lágrima y rezara una plegaria por su amigo. Lo que no consta es que Alfonso el Africano se arrodillara sobre esta tierra que con su beneplácito y por su inconsciencia se había inundado de sangre española, ni que en ningún momento pidiera perdón a los difuntos a los que años atrás, según clamoroso rumor, había llamado gallinas. Aquel rey acabó corriendo la única suerte que se había buscado, huir de su país con deshonor y morir en el exilio.

Pero la reparación todavía sigue pendiente. A fin de cuentas, el rey Alfonso hoy descansa en tierra española, mientras sus víctimas siguen olvidadas bajo el polvo del Rif. Ningún rey ha ido a pedirles perdón. Sólo han mandado a un funcionario a descubrir una placa conmemorativa, y ni siquiera hay demasiadas razones para sospechar que en ese acto planease la más mínima sombra de mala conciencia. Parece que se dieran por bien tenidas las fantasías imperiales que llevaron a cuatro idiotas a creerse Aníbal en estos ásperos despeñaderos donde no había nada que ganar.

Quien sí ganó algo, aunque fuera transitoriamente, fue Abd elKrim. La victoria de Igueriben, la primera importante de su campaña, le impresionó tanto como a los suyos. "Fue una batalla de una locura salvaje, que se convirtió en seguida en una carnicería", le contó treinta años después a Jean Wolf. "Nos sentíamos emborrachados por esta victoria inesperada. En cuanto me recobré, ordené a mis hombres que respetaran a quienes desearan rendirse, pero ellos no me escuchaban y mataban a todos los que caían en sus manos. Tuve incluso que amenazar de muerte a los combatientes enfervorecidos que querían liquidar a los heridos". Por lo que toca a Annual, comentaba despectivamente: "No hubo nunca una batalla en Annual, digan lo que digan, porque nadie se batió allí. Lo esencial fue que capturamos un increíble botín, ya que nos apoderamos de 40 cañones del 65, del 75, 50 del 77, 25.000 fusiles, 400 ametralladoras, 5.000 revólveres, diez millones de cartuchos y obuses, y un imponente material de transmisiones". Puede que alguna de estas cifras esté abultada, porque con ellas Abd el-Krim trataba de negar haber recibido luego suministros exteriores. Lo que no puede negarse es que aquel material era un tesoro para los rifeños. "Pero no nos quedamos allí", seguía recordando el viejo caudillo tres décadas más tarde. "Un buen jefe es el que sabe explotar inmediatamente la victoria que Dios le ha dado. Evacuamos hacia retaguardia a los heridos, a los prisioneros, las armas, el botín. Y en seguida di orden de lanzarnos a marchas forzadas al encuentro del general Navarro, que estaba en Monte Arruit. Esta vez, los españoles se defendieron como leones, al arma blanca, porque no había siquiera tiempo de recargar los fusiles. Pero mis hombres estaban arrebatados por sus victorias sucesivas; sentían sobre ellos el aliento del Todopoderoso. Vencieron una vez más a nuestros enemigos y capturamos al general Navarro". La versión del vencedor termina explicando por qué no tomó Melilla, que estaba indefensa y a su alcance: "Tras la batalla de Monte Arruit, llegué hasta los muros de Melilla. Allí me detuve. Mi organización militar era todavía bastante embrionaria. La prudencia se imponía. Consciente de que el Gobierno español dirigía una llamada suprema a todo el país y se aprestaba a enviar a Marruecos todos los refuerzos de que pudiera disponer, yo me cuidé, por mi parte, de aumentar y reagrupar mis fuerzas e hice un llamamiento a toda la población del Rif occidental. Hasta mis últimas energías, recomendé a mis tropas y a los contingentes recién llegados no masacrar ni maltratar a los prisioneros. Y no tengo ningún remordimiento. Pero también les recomendé enérgicamente no ocupar Melilla, para no crear complicaciones internacionales. Y de eso me arrepiento amargamente". Así lo contaba el protagonista en 1962, en su exilio de El Cairo, a un francés para el que un egipcio hacía de traductor simultáneo. Porque la lengua que treinta años después Abd el-Krim seguía prefiriendo para expresarse con precisión era el castellano que había aprendido de sus enemigos. David Woolman, autor de uno de los mejores libros escritos sobre la epopeya rifeña, apunta otras razones para la clemencia mostrada hacia Melilla. Por un lado estaba la inminencia de la cosecha, que no podía dejar de recogerse, y por otro la abundancia de propiedades españolas abandonadas que podían ser saqueadas fácilmente por los rifeños. Para qué iban a molestarse en asaltar Melilla.

En cualquier caso, la espectacular victoria de Abd el-Krim le convirtió durante un lustro en el amo de la región. Todas las cábilas se le unieron, y alrededor de los feroces Beni-Urriaguel y Tensamán se formó la República del Rif, que mantuvo un sueño de independencia contra la presión combinada de España y Francia. Las dos potencias europeas hubieron de armar al final un gigantesco ejército para castigar la audacia de aquellos rifeños desharrapados. El antiguo oficinista al servicio de los españoles, que en sensacional paradoja era además caballero de la orden de aquella Isabel la Católica que había soñado la empresa imperial, se convirtió en el jefe indiscutido de una de las primeras naciones libres de Africa, asentada sólo en el coraje de sus gentes. Era un país bajo amenaza, un orden milagroso en la tierra del desorden y un edificio presto a derrumbarse por una mala cosecha; pero todavía derrotó muchas veces a España y Francia antes de sucumbir. Dice un proverbio norteafricano que los tunecinos son mujeres, los argelinos hombres y los marroquíes leones. Los rifeños eran los leones entre los leones, y aunque no les sirviera de nada, porque todo el resultado de su larga historia de resistencia es que el Rif es hoy la región más pobre de Marruecos, se permitieron darles una lección moral a los orgullosos europeos. Annual, este lugar terrible que nosotros debemos mirar con dolor y bochorno, era su tierra y fue el escenario de su breve triunfo.

5. Tazaghine-Tafersit-Midar

Desde Annual, seguimos viaje hacia un pueblo que en nuestro mapa se llama Tizirhine. Si hemos combinado bien los datos que proporciona el plano de carreteras con los que hemos deducido de algunos viejos mapas de las campañas, desde este Tizirhine debería de llegarse tras unos dos o tres kilómetros de camino a un punto de la costa intermedio entre los lugares donde en julio de 1921 se situaban las posiciones españolas de Sidi Dris y Afrau. No hay carretera que lleve a ellas. Ni siquiera aparecen en los mapas modernos.

Se trataba de dos posiciones costeras, que quedaron rápidamente aisladas de Annual y cuyos defensores hubieron de ser evacuados por vía marítima.

Ésa fue su suerte, al menos en el caso de los de Afrau, donde se salvaron casi todos. Antes de este feliz desenlace, no obstante, se vivieron en Afrau algunas circunstancias características de la campaña. La defensa hubo de dirigirla un teniente, porque el capitán jefe estaba de permiso en la Península (posiblemente, disfrutando de los toros en la feria de Málaga). La mitad de la sección de Policía Indígena adscrita a la posición desertó, con su sargento al frente, el primer día de combate. Cayó el teniente que mandaba las dos piezas de artillería, y quedó al mando de éstas un cabo que no sabía utilizarlas más que con la espoleta en cero, por lo que desde ese momento fue como si no tuvieran cañones. Ya desde el principio no pudieron hacer la aguada, que estaba a dos kilómetros, batida desde una altura de doscientos metros que también dominaba la posición… Pese a todos estos contratiempos, aquellos hombres resistieron durante tres días y 130 de ellos pudieron ser recogidos por el Laya y el Princesa de Asturias , los barcos de la Armada que acudieron en su ayuda. Si se tienen en cuenta las circunstancias, fue una proeza verdaderamente increíble.

A los de Sidi Dris, que ya habían sufrido un ataque un par de meses atrás, no les fue tan bien. Aunque fueron por ellos antes que por los de Afrau, los barcos sólo pudieron rescatar a una docena de hombres. En Sidi Dris había gente que ya se había replegado dos veces, desde las avanzadillas a la posición cercana de Talilit y desde ésta a la propia Sidi Dris. La última etapa de aquel Viacrucis era la playa donde aguardaban los botes de la Armada. Los barcos de la escuadra apoyaban la retirada con sus cañones, y aquí la Policía Indígena permaneció fiel hasta el final, pero el enemigo los hostigaba duramente y la evacuación se suspendió cuando sólo unos pocos habían alcanzado los botes. Al mando de Sidi Dris estaba el comandante Velázquez y Gil de Arana, quien al ver el fracaso de la operación manifestó que no entregaría la posición y que era debido morir por la Patria. Así lo hicieron, él y todos sus oficiales. Otro martirio glorioso e inútil sobre las piedras del Rif, esta vez con el Mediterráneo de mudo testigo.

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